Un chico de Resistencia no quiere que su abuelo –un buen hombre que puede llegar a ser cruel y resentido– le enseñe la vida de campo en Colonia Benítez. La búsqueda de una vaca y su ternero, extraviado monte adentro, termina con la aparición de la luz mala. Un chico de ocho años empieza a preocuparse ante los afiches que su madre pegará en las paredes de la casa con consignas como “si Evita viviera sería Montonera”, “a la carga mujeres cubanas”, “Felipe Vallese vive”. Muy pronto una familia de lobisones se da cuenta de que la ciudad es peligrosa para vivir: hay que esquivar policías y soportar humillaciones y reprimendas. La visita de un escritor difícil y esquivo puede terminar en una paliza literaria. Lo más importante en los nueve cuentos de La luz mala dentro de mí (Factotum Ediciones) de Mariano Quirós, Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes, circula por debajo, como una amenaza velada que va creciendo hasta que explota.
Hace casi un año que Quirós (Resistencia, 1979) vive en Buenos Aires. La alienación y el vértigo de esta ciudad contrastan con esa tonada resistenciana de frases dilatadas, suaves y cantarinas, que tiene un aire familiar con la simpatía guaraní. El autor de las novelas Robles, Torrente, Tanto correr y No llores, hombre duro –Premio Memorial Silverio Cañada de la Semana Negra de Gijón– reconoce en la entrevista con PáginaI12 que le gusta trabajar con personajes que tienen “una mirada más candorosa o más ingenua que les permite ir descubriendo algo, como si estuvieran presenciando algo que está a punto de estallar”. Me resulta más simpático ese tipo de personajes, el tipo que no sabe nada, que no tiene ninguna certidumbre, y que por eso mismo también se impresiona con lo que le pasa a los otros”, plantea el escritor y editor, que dirige junto a Pablo Black el sello editorial Colección Mulita.
–Los padres de varios cuentos son más bien frágiles y sus hijos, por el contrario, parecen más fuertes. Como si se invirtieran los roles cristalizados y fueran los hijos los que sostienen a los padres, ¿no?
–Quizá me resulta más llamativo ver padres más descontrolados que sus hijos. Sería casi un lugar común el hijo descarriado. Que los padres tengan cierta inmadurez es algo que me resulta bellísimo. Las relaciones familiares son muy literarias.
–¿Cómo fue la experiencia de escribir cuentos por primera vez?
–Lo primero que escribí fueron cuentos. Y mis novelas también tienen mucho de cuento y siempre disfruté más escribir cuentos. Cuando empecé a escribir en serio, que fue con amigos escritores como Germán Parmetler y Pablo Black, hablábamos del cuento y de los escritores que escribían cuentos, de los norteamericanos como (John) Cheever o Richard Yates. Con Yates jodíamos mucho porque tiene un librito de cuentos, Once tipos de soledad, que es una preciosura, y mientras lo leíamos con Germán Parmetler salió en la revista Veintitrés una reseña del libro que de cinco tacos le pusieron tres tacos porque calificaban con tacos. A nosotros nos parecía que había que ser escritores de tres tacos y escribir cuentos de tres tacos.
–¿Le da miedo perder la tonada de Resistencia, no en el habla, sino en la escritura?
–Sí, me da miedo, pero creo que está demasiado incorporada. Además, lo que escribo mantiene el territorio del Chaco y de momento no tengo interés en moverme de ahí. En el libro hablo de Colonia Benítez, de Miraflores, incluso de Campo largo, que son lugares que prácticamente no conozco. Ahora estoy situado en un Chaco imaginado, como a mí me gustaría que fuese. Lo que más me interesa mantener es esa especie de tonada resistenciana, una tonada media atravesada por una cosa urbana que hace que sea más retorcida la escritura, que no sea simplemente una prosa demasiado rural, pero que tampoco sea demasiado urbana, sino que está en una especie de limbo en el que se nota lo chaqueño.
–¿Cómo es la tonada resistenciana?
–Es una tonada más bien paraguaya, que viene del cántico guaraní, es aguda; estiramos la frase, pero es suave. No es como la tonada correntina, que si bien está cerca, es mucho más marcada. Resistencia es una ciudad nueva que tiene como mucho 150 años; entonces no terminó de conformarse y hay cosas de la tonada indígena, que es una tonada dura y secota, con la mezcla del criollo-correntino más los inmigrantes de Europa del Este, de Bulgaria y Ucrania, que hace que sea una tonada medio deforme. Pero lo que más se sostiene es lo guaraní, que es lo más lindo que tenemos.
–¿Por qué en el cuento “Un arma en la casa” aparece cierta familiaridad con las armas?
–De todos los cuentos del libro es el que tiene un contenido más autobiográfico, sobre todo esa parte en la que el niño no sabe qué pensar sobre esos afiches que los padres cuelgan en las paredes, que es la parte más aguerrida que tenían los Montoneros. Mis padres militaban en Montoneros, mi vieja estuvo en cana seis meses en el 76 y pasó todo el embarazo presa, mi viejo zafó por los pelos. Nosotros teníamos la casa llena de afiches que me gustaban. Pero a la vez me provocaban un cierto escozor.
–”Todos los escritores llevan hacia sus textos a personas de carne y hueso. Las llevan hasta allí y después hacen con ellas lo que quieren, lo que les venga en gana, siempre de acuerdo a sus necesidades”, se lee en el cuento “Un libro para Gastón”. ¿Coincide? ¿Cómo escritor hace eso?
–Me gusta esa idea, pero además de egoísta es irresponsable, porque si bien nunca me puse un límite con eso puede ser bastante egoísta, si llegás a causar algún tipo de daño. Yo no quiero causar daño a nadie, pero no sé qué priorizaría: si mi deseo de no dañar a alguien o mi deseo de escribir una historia. En mi caso, por lo menos, terminaría escribiendo la historia, a pesar del daño. Pero no creo que esté del todo bien. Así que en cierto punto suscribo lo que dice este narrador. Pero te genera un dilema, te queda un resquemor. La literatura es un elemento que te quita cierta alienación que tal vez tenga la vida. La literatura te saca de la alienación y te sitúa en otra parte.