Las garras de Freddy Krueger salían de la tierra para llevarse la máscara de Jason. Así era el icónico final de El último martes 13 (Sean S. Cunningham; 1993), uno de los intentos más descarados por seguir usufructuando con dos de los emblemas del cine slasher, y que tendría como corolario el choque entre ambos en un largometraje posterior. La cuarta temporada de Stranger Things realiza una operativa similar arrastrando las claves y figuras de ese subgénero al Upside Down. La serie -creada por los hermanos Duffer- nunca ocultó sus intenciones de ser una cajita feliz de la cultura pop y en este tramo vendrá en dos volúmenes: Netflix estrenará cuatro episodios el próximo viernes y los últimos cinco el 1° de julio.
Esta parte se ubicará apenas algunos meses de lo último que se vio en pantalla y dejó a Hawkins sumido entre el terror y la destrucción. Hay tres grandes líneas narrativas suscritas a geografías claramente delimitadas. Por un lado, los que quedaron en Indiana con sus rutinas nerds y heridas sin suturar por eso de salvar al mundo más el burbujeo adolescente. Mientras tanto, en un rincón de California, Eleven (Millie Bobby Brown) intenta acoplarse a una nueva vida con los hermanos Byers y Joyce (Wynona Ryder). Sin poderes sobrenaturales, la chica no podrá defenderse del acoso de sus nuevos compañeros de secundaria.
La visita de Mike (Finn Wolfhard) al suburbio de Lenora se dará en un contexto que recuerda a E.T, otro tanto a los personajes de Fast Times at Ridgemont High y al bullying de Carrie. Es decir, a Eleven no llegan a lanzarle sangre de chancho en una fiesta de graduación, pero la bañan con chocolatada en una pista de rollers. Finalmente, Hopper (David Harbour) está confinado en Kamchatka, sufriendo el rigor en un gulag, con una chance de escape “a lo Steve McQueen”, tal como le dice un guardia soviético. Los showrunners dijeron que, más allá de las interconexiones entre las tramas, buscaron que cada una de ellas tuviera “un tono reconocible”. Ayuda bastante que los capítulos duren más de una hora para profundizar en lo que será el cierre de estos personajes que se conocieron en 2016.
“Viste que la gente dice que nuestro pueblo está maldito. No están tan equivocados. Hay otro mundo. Otro mundo oculto que a veces se infiltra con el nuestro”, dice uno de los de la banda de Hawkins al explicar el nodo argumental, y antagonista, de este arco: la maldición de Vecna. Mezcla del Pinhed de Hellraiser y arácnido del mal, los hábitos de este monstruo remiten a Freddy Krueger más que al Demogorgon. El bicharraco diabólico se mete con quienes no pudieron superar un evento traumático. Anoten en la lista a la pelirroja de Max (Sadie Sink) - quien describe sus ataques como “pesadillas conscientes”-, Eleven y a un tal Victor Creel. ¿Atención spoiler? El actor que interpreta a este último, de anciano y recluido en un hospital psiquiátrico es, ni más ni menos, que Robert Englud. Tremendo homenaje y confesión de partes de los realizadores de Stranger Things hacia la saga Pesadilla. “Les aseguro que sigo en el infierno”, lanza el personaje en una escenita que guarda otra cita directa a El silencio de los inocentes.
Como si fuera un flipper con muchas bolas en juego, la cuarta parte de Stranger Things rebota entre esas historias, referencias reconocibles y el zeitgeist ochentoso donde los videoclubs y walkmans literalmente pueden salvarle la vida a sus personajes. Uno de ellos es un perseverante repetidor estudiantil y presidente del club de rol de la secundaria. Eddie (Joseph Quinn) no solo ofrece un “guiño-guiño” a Iron Maiden con su nombre, gusto y look metalero, sino que entrega algunas de las mejores performances de la saga. Con una quinta temporada confirmada, Stranger Things podría tener una secuela o una serie derivada más allá de esta historia puntual. Exacto, el Upside Down también tendrá su metaverso.