Hay algo veloz en la palabra y en el cuerpo, en el gesto que compone la escena. Los interpretes (Francisca Levin, Camila Marino Alfonsín, Federico Pezet y Matías Milanese) actúan como si corrieran por la calle en una noche eterna, como si quisieran copiar la rapidez de una carrera de bicicletas o el barullo de un colectivo antes de llegar a una fiesta. La belleza de la ciudad poblada de amigxs y de salidas puede estrellarse, romperse en las formas de la tragedia. Los protagonistas de Perritos de porcelana se mueven en grupo y tienen algo que decirle al público. Podrían ser una cofradía de amigxs que le gritan por la calle sus deseos a quien quiera oirlos porque esta obra escrita por Federico Lehmann tiene algo de proclama o manifiesto joven.

Si la ciudad es una protagonista, el escenario irreproducible donde realmente tendría que ocurrir la trama, el descubrimiento de la noche, del deseo, de los amores que pueden quedar en una única cita, no son glamorosos ni idílicos. Un adolescente puede encontrarse con un hombre de más de treinta años y sentir que esa posibilidad amorosa lo entristece por la sordidez del hombre en cuestión. En el relato de Matías Milanese el mundo adulto es visto como una cáscara rota, una realidad en la que no quiere integrarse y en ese sentido la bronca se expresa sin misericordia. Si bien lo afectivo es una clave para pensar el mundo, para desarmarlo y reconstruirlo, la sensibilidad no se queda en una afectuosidad bien intencionada, por el contrario, la mezcla con las peores contradicciones.

La escritura de Lehmann se sustenta en detalles, en imágenes que hacen de los objetos piezas de un drama como si en ellas se escondiera una intriga que hay que develar.

La epopeya es caminar por la ciudad y salir vivxs, es nombrar al amigo muerto, es decir que algo se termina cuando uno del grupo sufre un crimen de odio. En la fiesta de una ciudad que se dice abierta, conciliadora, inclusiva muchos jóvenes mueren por sus deseos, por su sexualidad, por la persona a la que eligen amar. En Perritos de porcelana, (una obra dirigida por Los Pipis, el grupo que conforman Lehmann y Milanese) hay una energía que no se confunde con la felicidad. A veces lo que mueve es la bronca, las ganas de cambiar las cosas, la desilusión. Lo que se descubre en la adolescencia nos marca para siempre.

En Perritos de porcelana la tragedia se narra sin perder la posibilidad de intentarlo otra vez, de buscar ser felices. La estructura se sostiene en relatos, las escenas ocurren como un atisbo de algo que no se desarrolla, lo que importa es el punto de vista, la autoría, la voz que habla y que permite construir un personaje como un efecto instantáneo. La aventura está en la forma de ser contada. En una ciudad los relatos se mezclan, se cortan entre sí, los diálogos sirven para ensayar un montaje desprolijo de anécdotas. En la suma de los hechos está el conflicto. Lo que duele está en el pasado. El tiempo de la ficción es el de la palabra descarnada. Al escenario se llega para decir o para hacerse escuchar, casi en una cualidad performática. El baile, los comentarios entre lxs intérpretes hablan de una escena que parece emular las formas de la improvisación como si lxs amigxs se juntaran en ese momento y se regalaran sus historias.

Domingos a las 20 en Santos 4040