El bibliotecario, de apellido Ochipinti, era poeta. Y hasta tenía un seudónimo: Bernal. No recuerdo el nombre. También era el director del teatro Roma, que estaba a la vuelta del club, el mismo lugar donde años más tarde mi hermano Jorge haría una puesta de El casamiento, la obra de Gombrowicz.

Ochipinti tomaba el tranvía 22 en Avellaneda y viajaba hasta Quilmes. Era allí, en ese trayecto, que se transformaba en Bernal: durante ese viaje escribía sus poemas.

Es posible que el seudónimo se le haya ocurrido en uno de esos viajes, ya que el tranvía pasaba por Bernal. Supongo que habrá sentido un alivio cuando se le ocurrió su nombre de poeta: Ochipinti era una especie de Leopold Bloom de Avellaneda, un poco dominado en el matrimonio. Un día me dio a leer, en una prueba de confianza para la edad que nos distanciaba, un cuento suyo, “Navajas esquizofrénicas”. Lamento no conservarlo, en aquel entonces las cosas escritas no se conservaban y todavía no existían las fotocopiadoras. Lo que recuerdo es que, en una especie de automatismo robótico, las navajas empezaban a funcionar solas y degollaban a aquel que se estaba afeitando.

Me imagino esos ojos verdes de Ochipinti, ojos de lector, agrandados por el asombro. Esa mirada tan dulce y comprensiva, esa sensibilidad casi femenina al hablar, mirar y elegir las palabras; se ve que en esos viajes se transformaba en Mr. Hyde. El barbero suicida me hizo leer toda la literatura de mi juventud, y yo le llevé mis primeros cuentos, esos de “Los que nacieron muertos”. Un realismo brutal pero fantástico que suele tener el estilo confesional y autobiográfico de la primera vez; una iniciación como la sexual, una violencia ejercida sobre la página.

Producto de mis lecturas dostoievskianas, identificado con personajes como Raskolnikov y Erdosain, solo esperaba que un acto definitivo me cambiara la vida: el crimen o la muerte. De manera mansa, paciente, Ochipinti me fue oponiendo lecturas. Leí a Felisberto Hernández a los dieciocho: Nadie encendía las lámparas me iluminó. Y Bioy, y Borges, y Mallea, y Mujica Lainez. Fue como una especie de lucha de clases entre estilos: mi origen y esa escritura y esa geografía y esas palabras y esas costumbres desconocidas. En fin, un contraste violento. Supongo que Ochipinti quería pulir mi estilo; es posible que no haya pulido ni un ápice mi escritura, pero sí mi lectura.

Casi leía un libro por día y no estudiaba ni una sola lección para la escuela secundaria. Denevi, Jasca. Desde Rosaura a las diez a Los tallos amargos había algo enterrado; ahora el crimen era algo a develar o tal vez a ocultar, no a cometer.

Por esos años, a los dieciocho, aprendí que el derecho a escribir me lo habían dado aquellos libros que había leído. Siempre soñé conque un ejemplar con mi nombre de escritor, uno solo pero encuadernado, estuviera en aquellos estantes. Y yo, como a un perro querido, acariciarle el lomo. Abrirlo, olerlo. Porque ese aroma nunca lo percibí en ninguna otra parte, en ningún otro objeto; ni perfume, ni flor, ni vino, ni mar, ni cuerpo de mujer: sólo libros encuadernados en cuero verde o marrón. No hacía falta abrir los ojos para verlos.

Nunca más volví a los billares ni a la biblioteca de Racing desde que me fui volando de Avellaneda. Antes había querido iniciarme en la revista Vuelo, la única que había en el barrio, pero todavía no era escritor ni tampoco un mosca.

Fue en esa biblioteca que retiré Setenta veces siete.

Ochipinti me miró de una forma extraña, quizás un poco decepcionado. Era mi primera lectura de un escritor argentino que había elegido por mi cuenta. Más allá de esa mirada no dijo una palabra. En las semanas siguientes me aguardarían Adán Buenosayres –que leí antes que el Ulises-, El túnel y hasta La muerte y su traje de Dabove. La primera mujer escritora que leí fue Norah Lange: Cuadernos de infancia. Se podría decir que esa fue la primera autobiografía: al leerla me di cuenta de la vida que aún no tenía, y también que la infancia se podía contar de otra manera.

También descubrí cómo el amor te puede regalar un libro, y el impacto que eso tiene en la dura juventud, cuando los regalos no abundan y uno se decepciona porque lo espera todo. Escribe Paul Nizan: “¿Quién dijo que los veinte años es la mejor edad de nuestra vida?”

Todavía me faltaban algunos para seguir creyendo.   

Este fragmento pertenece al libro Avellaneda profana de Luis Gusmán que acaba de publicar Ampersand. Una memoria de lecturas que se remonta a la infancia, la adolescencia y la juventud en la geografía mítica del gran escritor argentino.