Frank Kafka describió como nadie la oscuridad de los despachos de la justicia. La profundidad de sus relatos universaliza esa bruma aterradora que envuelve una parte importante de las oficinas judiciales de cualquier país. Desde la Praga kafkiana hasta el Martín Fierro de estas pampas, “hacerse amigo del juez”, siempre fue aconsejable. Es que, los jueces --mayormente varones--, han mantenido desde hace siglos un estado de cosas que beneficia a unos pocos a costa de unos muchos. Es el más descarnado poder en la lapicera de aquellos a quienes la comunidad les confió la compleja tarea de juzgar. Nada más ni nada menos. La realidad es que al sistema judicial nunca le interesó revisar en serio la conducta de los juzgadores. Más bien les dio el encubierto permiso de volcar en sus fallos sus pensamientos más atávicos, incluidos los más perversos. Y como las decisiones de los jueces son el resultado de sus convicciones y de sus sistemas de creencias, el mayor cuidado fue siempre puesto en que dichas cosmovisiones nunca colisionaran con “lo establecido”. Lo conservador en el Poder Judicial es la garantía eterna de mantencion de privilegios. Y por eso, mientras el sector social proveedor de magistrados siga siendo el mismo, similares serán las orientaciones de sus sentencias. Con lo demás, con lo de alrededor, siempre pudieron hacer lo de su antojo. Niñes, mujeres, disidencias sexuales, viejites, formaron parte de ese alrededor permitido. Lo sucedido con Solcito en el despacho de una jueza, si bien no es la única vez que desde el Poder Judicial se atormenta a une niñe, es la primera vez que se puede contar con un registro textual. La magistrada intentó reiteradamente convencer a la niña de que tenía que revincularse con su padre, recibiendo decenas de veces el NO de Solcito como clara respuesta. Agregaba que su padre era malo y ante la pregunta de por qué era malo, relataba a los tres funcionarios judiciales que cuando estaba con él “tenía la chichi (vulva) toda roja y me dolía…” (sic). La jueza le aseguraba que había que perdonarlo y que a veces las personas se arrepienten. Solcito respondía “pero no me gusta”... Su jueza lanzaba entonces: “A mí no me gustan las matemáticas pero las tengo que estudiar igual” (sic).
La tortura duró 62 minutos, y ni siquiera cesó con la angustia y el llanto de la víctima. Ello es lógico, porque quien monta una escena de esas características con una niña de extrema vulnerabilidad no sólo es incapaz de conmoverse con su llanto. Además, goza del efecto de sus perversas palabras.
Todo lo sucedido en ese despacho público de Rosario repugna. Detrás de ese escenario dantesco, se mezclan los más variados intereses. El poder económico, la búsqueda de impunidad, los silencios institucionales, las complicidades de clase y la identificación con los violentos danzan en sintonía. Es la armonía siniestra de un sistema que sólo permite cambiar aquello que garantice que nada cambie. Hace pocos días, la provincia de Santa Fe --en una decisión histórica--, destituyó al juez Mingarini, quien en una resolución jurídica puso en acto su misoginia y desprecio por la mujer víctima del caso que investigaba. Los tormentos de la jueza Silvina García, junto a los abogados Horacio Ferreira (defensor general) y a la doctora Silvina D’Agostino (abogada del niño), a Solcito, superan por lejos lo imaginable. Si bien sólo la niña tiene la real dimensión de su dolorosa experiencia, es imprescindible que el Estado haga justicia ante semejante atropello. El comienzo de la reparación es que la comunidad conozca a verdugos como la jueza García, que si bien son minoría en nuestro complejo sistema judicial, poseen en cada caso en el que intervienen un poder de daño tan alto como el nivel de perversion que guía sus actos.