La imposición era no enamorarse y, menos aún, casarse. Si un dandi llegaba a contraer matrimonio, automáticamente dejaba de pertenecer al selecto grupo de excéntricos. Y si el desertor era un miembro conspicuo, se le reservaba una silla vacía esperando que reviera tan desconsiderada decisión. Solo se toleraban contactos circunstanciales con mujeres “ligeras de cascos”. El dandismo y su rechazo al compromiso sentimental fue un episodio occidental -snob y misógino- más breve que el romanticismo, aunque contemporáneo de ese movimiento socio cultural. Los dandis ironizaban sobre las ideas románticas preñadas de celos, sufrimientos y absurdas posesiones. Por el contrario, ellos no asumían responsabilidades y valoraban la libertad sentimental como bien supremo.
El miedo a enamorarse o filofobia es una tendencia que reverdece en nuestro tiempo. El espíritu de aquellas individualidades decimonónicas resucita en los “dandis póstumos”. Me refiero a la generación centennial. Pero es extensivo a millennials e incluso a “viejas vanguardias” de generaciones anteriores. No quieren rótulos ni contaminación afectiva en sus tejes y manejes sexuales.
La reafirmación de la libertad en el ámbito sexual y emocional constituyó una de las principales transformaciones relacionales del siglo XX (heredadas por el XXI). Esa libertad generó una variación en los intercambios pasionales. Se trata del fenómeno conocido popularmente como “miedo al compromiso”, reflexiona la socióloga marroquí Eva Illouz, en Por qué duele el amor. Agrega que la nueva arquitectura de las relaciones eróticas se estructura sobre el temor a la responsabilidad en nombre de la emancipación personal. Un corrimiento epocal desde el amor a la libertad a la dificultad para ejercerla.
Al igual que en la esfera del mercado, la libertad sexoafectiva implica una recodificación cultural de las desigualdades entre géneros. Se torna poco visibles porque la vida romántica -que sigue entrañada en el entramado profundo de la cultura patriarcal- obedece a la lógica de la empresa: cada una de las partes prioriza su propia libertad individual. Las ganancias y los afectos no se comparten. Se genera la ilusión de una relación, pero sin establecerla y ¡menos aún! nombrarla.
En la obra Una relación pornográfica -del autor frances Philippe Blasband-, ella y él se juntan sin conocerse para concretar una fantasía sexual que la mujer manifestó mediante aviso de citas. Se gustaron y pasaron meses reiterando la práctica sin referencia alguna a las vidas personales de esa máquina sexual. Hasta que un día ella dijo “te amo”. No se vieron más.
Se desean las delicias sexuales sin asumir riesgos. Se finge carecer de sentimientos gambeteando problemas. Pero es falso que la felicidad resida en una vida sin sobresaltos. “Se es feliz -justamente- resolviendo problemas”, dice el pensador polaco Zygmunt Bauman (La modernidad líquida). Considera que, en realidad, existen conflictos subjetivos por falta de compañía cuando se finge no necesitar ninguna. La independencia individualista no es valiosa por sí misma, pues somos criaturas necesitadas. El confort excesivo priva de las habilidades de la socialización. Afanarse para que los afectos no contaminen al sexo es un propósito tan forzado que puede llevar, incluso, a la pérdida del sentido.
Metamorfosis perversa. Pasar del miedo a la libertad al miedo a la dependencia, del miedo a la soledad al de la compañía. El temor a establecer relaciones afectivas provoca rechazos, huidas, ghosting. No se asume el riesgo de mostrar vulnerabilidades, se las niega aunque implosionen.
Este anti-riesgo amoroso, ¿no será también carencia de autoestima?, ¿o un fusible ante posibles rechazos?, ¿o sentir que al comprometerse se cierran senderos hacía nuevas posibilidades? Han visto el fracaso de las parejas binarias de sus mayores. Concluyen que demostrar afectos es limitarse. Sus mentes se acondicionaron para establecer -a golpes de algoritmos- contactos sexuales descontracturados Las relaciones se establecen virtualmente con fantasías de presencialidad. Pero las celestinas digitales no harían negocio si la clientela se satisficiera con relaciones estables. Necesitan ingresos frecuentes que sigan acrecentando las ganancias. He aquí los ligues cibernéticos tan frustrantes como atrapantes.
Una de las víctimas de El estafador de Tinder confiesa que, a pesar del daño sufrido, revisita la aplicación de citas y cree que un día encontrará el amor. Una especie de Hölderlin póstumo que, en su poema “Patmos”, sentencia: “Donde crece el peligro crece también la salvación”.
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La teoría sueca del amor (2015) es un documental de Erik Gandini (italiano inmigrante en Suecia). Muestra como las vidas “aseguradas”, independientes, digitalizadas y confortables del primerísimo mundo pueden convertirse en existencias vacías. Los estragos del exceso de autonomía afectiva en una parte de la población son didácticamente ilustrados. Nada se dice, en cambio, de la forma de vida que disfruta a pleno del Estado benefactor sueco con perspectiva de género, donde el valor máximo es la independencia. Desde 1972 se expandió una campaña para liberar a las mujeres de los hombres, a la vejez de sus hijes, a les hijes de sus padres. Se procuraron condiciones económicas para que cada quien haga uso de su independencia. La ingeniería social es tan eficaz que el sistema debita de las jubilaciones los gastos fijos. Se detectan cadáveres que nadie reclama, llevan años pudriéndose en un departamento, pero con todas sus cuentas al día. Gran número de mujeres optan por ser madres sin pareja. Inseminación artificial domiciliaria con semen donado. Cobran sueldo sin trabajar durante un año si optan por ocuparse de su bebé, que gozará, como todo menor, de beneficios sociales. La reacomodación comenzó con la toma de conciencia -estatal y social- del nivel de dependencia alarmante detectado en las parejas hegemónicas. Las individualidades suecas -a partir de la década de 1970- comenzaron a navegar por la independencia sexoafectiva con oleaje a favor y en contra. Pues la libertad egocéntrica produce soledad negativa. ¿Y cuál sería otra opción? Un salto ontológico, ni dependencia limitante, ni libertad antisolidaria, involucrarse afectiva y sexualmente sin título de propiedad. Amor sin candados, this is the question.