Una madre presenta a una madre presenta a una madre porque una mujer lee a otra mujer que lee a otra mujer y así la cadena se ensancha y se vuelve robusta pero es frágil, por esa especie de locura que reviste a nuestros sueños, por esa vulnerabilidad que inunda nuestras vidas (morir quemadas, morir en la basura son opciones del menú). Acá la poesía de los caballos y las horas se encabalga con los datos de una realidad que ajusta y apura y duele: ¿cómo vivimos quienes no somos varones? ¿cómo se labran las identidades desobedientes en la lava de las ciudades si no es cruzando como rayos el asfalto hirviente? ¿cómo se miden los privilegios?

Mariana Komiseroff (autora de De este lado del charco y Una nena muy blanca) cuenta lo que hizo y lo que no pudo en Györ. Cronograma de una ausencia (Patronus), porque el margen de error para una madre es grande, y ella lo fue teniendo 15 años. Una madre siempre está montada sobre los hombros de otra, sobre las cuotas de algo, sobre una comida folclórica, sobre una lengua rota que le enseña a la chica que no es su hija, pero podría serlo. Para escribir, para leer, para tomar agua, para el levante virtual y para andar en moto hay que montarse en otra espalda y tomar velocidad. Así se teje este libro, que es emoción y terror, distancia y fuego, como la maternidad y el aborto, ese binomio que se modula en la propia experiencia con el filo de un misterio inenarrable: “lo quise desde que vi el resultado” dice sobre Elías, su hijo; a querer abortar, abortarlo todo, incluso al tiempo, al dolor de cabeza, al domingo, a lo imposible de ser abortado. Una estructura de meses del año hace de andamio para apoyarse y así se arma el edificio, ladrillito por ladrillito, de Cronograma de una ausencia.

¿Qué es un hijo si se va? ¿Qué nos deja ese hueco de su cuerpo, de su voz, de su humanidad toda cuando deja de hacer rebotar la voz en las paredes de la casa? La autora se hace esas preguntas porque el hijo se va lejos: no va a la guerra ni a una universidad inglesa, no se gana una beca millonaria ni es un desertor pero consigue irse subsidiado y el espacio que deja en la casa es el eco de los años que la madre le brindó entera. Ahí donde había pelo pajoso y tardes milagrosas donde el bebito no se perdió, ahora hay muchas puntas filosas. Una piba que viene a ocupar algo de ese lugar y la extranjería como modo de mirar el mundo, el que se abre en camino de tierra a poquitos pasos de la cama y el que se extiende lejos, en Hungría o en Austria, un gran signo de pregunta a esas geografías a las que el hijo accede como si fuera fácil.

Y la madre sigue siendo joven, sigue queriendo gustar, sigue teniendo el pasto de la infancia muy fresco en las plantas de los pies, y recuerda el cintazo, el grito, el abandono. La ausencia es un capítulo mas de una entrega larga, la saga de la vida, dejar y ser dejada, y morir y renacer con cada fin de semana. Mariana es joven cuando pare, cuando escribe y cuando no puede verse completa porque ese parto fue un desdoblamiento, una crisis de identidad que no termina. Por eso, que el hijo se vaya, la deja muda y la deja llena de palabras.

Mariana crió sola a un hijo varón. El desafío es enorme; achicar el margen de error de las madres feministas. Volver a preguntarnos si hicimos bien en gritar, en cargar pesos pesados, en bajar tanta línea, tanta parole parole parole. Me gusta esa pregunta porque no está formulada, simplemente flota entre ellos, flota en ella, se vuelve carne al costado de las uñas, carnecita para morder y pudrirse. ¿Criamos bien? ¿Fuimos lo suficientemente buenas? ¿O nuestros hijos pueden ser chanchos, carneros, asesinos?

Hay que lanzarlos al mundo para enterarnos, y lo mas aterrador es que es un mundo con diéresis, lo que nos es ajeno, extraño, pesado.

Este es un texto escrito para ser leído en voz alta y por eso puede ser efímero y cortado y fugaz como las cosas que se dicen en voz alta, todas esas cosas que decimos las madres a los hijos sin el filtro de la duda, certezas que cortan el aire a cuchillazos. Yo me veo en ella, y en ese letargo de los primeros años que Mariana los pasó siendo ella misma una beba. Me veo en ella pero por eso no me gusta su poesía: me gusta porque me hace pensar en recetas milagrosas para acompañarnos, a las tres de la mañana cuando parece que estamos solas, o nos da miedo ser una luz titilante en la vida de la otra, imaginarla despierta, presa del insomnio tan de madre, puta madre, y volver a la cama sin el karma ni la burla de tener que volver a empezar en pocas horas.