El viejo liberalismo hace tiempo que mutó en “neo” y abandonó su parte escasa de humanidad. Desde su larga marcha viene haciéndose rico, y el mundo concediéndole el deseo. Este ladrón consentido se ha incrustado con fuerza en el vientre del fútbol internacional. Lento, pero persistente, viene acompañando el triunfo de la contrarrevolución ultraliberal de EE UU en los años setenta. La rebelión conservadora de Margaret Thatcher lideró el “big bang” en la bolsa de Londres, coincidiendo con la primera privatización mundial de un club de fútbol: el Tottenham Hotspur. La City londinense devino en el paraíso de la desregulación y la innovación financiera. Un mercado desatado en la titulización de productos derivados, de fondos de alto riesgo, e instrumentos financieros opacos que tienen en la City su patria y su versión más sofisticada.
En la actualidad, los grandes clubes europeos -a excepción del Real Madrid y Barcelona- se encuentran en manos privadas. Las grandes finales no se juegan en la cancha, se ganan en el parquet de las bolsas de valores y en la ROE (return on equity): el ratio entre resultado neto del club/empresa y los fondos propios de su balance, que se convierten en el baremo más importante para los consejos de administración. Este neoliberalismo futbolístico se produce gracias a instrumentos financieros opacos y eficaces que han acelerado su decurso, los fondos de inversión en sus tres principales formas: fondos mutuos -mutual funds-, fondo de pensiones o soberanos y fondos especulativos -hedge funds- con su última variante: fondos buitres. Los fondos soberanos de las monarquías petroleras han tenido una responsabilidad determinante en su desarrollo, seguidos por los hedge funds especulativos. Así, nos encontramos con una realidad turbia, alejada del aficionado, donde el único parámetro que moviliza al consejo de administración de un club privatizado es el valor de la acción y su cotización.
Además, este deporte no ha dejado de incorporar, en la última década, anfetáminicos profetas del mercado especulativo, como Michael Sheehan, asesor del FMI, presidente del trust Debt Advisory Internacional, propietario de un jugoso paquete de acciones del Manchester United, y abogado del hedge fund Donegal International, que reclamó a Zambia 55 millones de dólares por renunciar a la ejecución del crédito que había adquirido la sociedad. La Corte Suprema de Londres obligó a pagar al país africano 40 millones de dólares, es decir el principal más los intereses, de una deuda adquirida por el fondo buitre en 3,3 millones de dólares.
La lista de sospechosos habituales del fútbol internacional es extensa: Egon Durban, el texano Dan Friedkin, Sheik Tamin bin Hamad, el Mafre AM Behavioral Fund, el capital riesgo City Football Group, el fondo MSK Fidelity, el CVC Capital Partens, Qatar Sport Investiments. El último en apuntarse, según el portal Deportes y Finanzas.com, es el presidente de Ruanda, Paul Kagane, que acaba de invertir en el Arsenal treinta millones de dólares. Este jolgorio especulativo se puede sostener por la televisión de cable. Hay algo excesivo en este fútbol-pantalla que fatiga, no solo en la apropiación del tiempo, sino en la hipervisibilidad que ofrece. El fútbol televisado es una competición por lograr más ojos en tanto canjeables por publicidad, como nueva forma de valor. El sujeto sometido ni siquiera es consciente de su sometimiento. Es así como el fútbol se ha transformado en un producto de consumo visible a todas horas, encadenado a una política de mercado donde los clubes no tienen jugadores, tienen activos financieros.
(*) Ex jugador de Vélez, clubs de España y campeón Mundial Tokio 1979.