Una historia familiar de Gabriela Wiener funciona como muestra de la historia infame de nuestro continente. La de su ancestro Charles Wiener, tatarabuelo de la escritora peruana. Charles es el orgullo de la familia. Es la semilla que en el siglo XIX sembró la descendencia de los Wiener en los Andes junto a una “nativa” de la que apenas se conoce el nombre. Pero del tatarabuelo se sabe mucho. Y la reconstrucción de esa vida es la excusa para hablar de muchos otros temas en la nueva novela de la escritora peruana Huaco retrato. “Contar esa memoria saqueada es lo que más me motivó a partir de la recreación de mi propia memoria familiar, como una manera de disputar el relato, a veces doloroso”, dice Wiener. Esas heridas son también, su educación sentimental occidental, el legado de un padre que no supo ser igual de bolchevique en lo íntimo como en lo público, sus propios deseos marcados por las formas coloniales del gusto y el costado dogmático del poliamor, en el que Gabriela vive hace muchos años.

Las venas abiertas

Charles Wiener, el tatarabuelo, era un hijo sano del proyecto imperialista europeo que se refiere a sus objetos de estudio demasiado humanos como “un zoo”, asegura que en el nuevo mundo hay madres borrachas que venden a sus hijos por un trago de aguardiente e indios increíblemente imbéciles que no saben morir porque ni siquiera saben vivir con dignidad. Su proeza más grande fue haber estado a punto de descubrir el Machu Picchu, viaje inconcluso en el que se hizo de cuatro mil huacos -piezas de cerámica prehispánica- y también de un niño, que secuestró para demostrar que un salvaje puede rectificarse si recibe educación adecuada.

“He aprovechado un viaje de trabajo para venir por fin a conocer la colección de Charles Wiener -escribe Wiener en las primeras páginas de Huaco retrato, a mitad de camino entre la novela y la crónica-. Cada vez que entro a sitios como este tengo que resistir las ganas de reclamarlo todo como mío y pedir que me lo devuelvan en nombre del Estado peruano, una sensación que se vuelve más fuerte en la sala que lleva mi apellido y que está llena de figuras de cerá­mica antropomorfas y zoomorfas de diversas culturas prehis­pánicas de más de mil años de antigüedad.” Una de las imágenes clave se produce cuando la protagonista nota que los tesoros robados por su tatarabuelo se parecen tanto a su propia cara. Colonizador y colonizada, en doble faz. Los dos tipos de sangre, dice, corren por sus venas: “Como cronista que soy -dice Wiener- estoy acostumbrada a contar la experiencia de lo real, a ese impacto en el cuerpo y la vivencia de las cosas. Eso pasa en el momento en el que visito el Musée du Quai Branly donde está la colección de Wiener”.

¿En qué momento te diste cuenta de que en la historia de este tatarabuelo explorador podía haber una novela?

G.W.: Fue el encuentro con el libro de Charles Wiener, que se llama Perú y Bolivia. También me basé en apuntes sobre su figura, sobre su legado que han firmado viajeros franceses, historiadores, hasta escritos de mi propio tío y en general, fuentes familiares. Wiener describe en su propio libro su viaje en Latinoamérica y se detiene mucho a hablar del sistema de castas raciales que por cierto aún está vigente, de indígenas, mestizos y otras poblaciones. La protagonista cuestiona que la fotografía de este señor, que en lo que escribe deja ver su infinito desprecio por su identidad y su cultura, estuviera en los pedestales de su casa, de su familia, que fuera el hombre ilustre, el patriarca del que su familia ha estado siempre orgullosa. Me puse a investigar la figura de Wiener mirando el contexto del racismo científico europeo, pero también me apropio un poco de su biografía y hago lo que me da la gana en términos narrativos.

La protagonista está en un momento muy distinto: se está dando cuenta de su blanqueamiento y está haciendo el viaje inverso a Charles Wiener

G.W.: Yo quería hablar de las consecuencias de las realidades coloniales en nuestro presente porque esta herida de la que hablo no es sólo individual, es una herida histórica. Somos medio hijos de los patriarcas europeos, nos despojaron para luego abandonarnos y nos dejaron este apellido que muchas veces no sabemos ni qué significa. A partir de esa experiencia de tanta gente marrón, tan desarraigada, es que dos generaciones atrás ya no sabemos quiénes son nuestros antepasados. Hay toda una experiencia de ese abandono primigenio que condiciona el modo en que afrontamos el presente. Contar esa memoria saqueada es lo que más me motivó a partir de la recreación de mi propia memoria familiar, como una manera de disputar el relato. Sí, la protagonista ha hecho el viaje inverso a él. Ella es una migrante en una ex colonia española. En el libro se da todo ese proceso, como un baile entre ella y él, bastante incómodo. Hay identificación por momentos, en otros, alejamiento.

¿En qué te parece que persiste su mirada colonial en el presente de la novela?

G. W.: Bueno, ella firma con su apellido blanco, no se le ocurre firmar con el apellido de su madre. Ella está en una relación con una mujer blanca y está indagando cómo ha construido su deseo. Lo más notorio es el racismo internalizado que tiene. Durante años se ha despreciado a sí misma por no ser blanca o no tener un cuerpo normativamente occidental. Es parte de esa familia detrás de la que se ha parapetado el orgullo hacia el personaje patriarca blanco y es ahí donde quiere escarbar en todos estos procesos de vida, en los que no se ha asumido ni ha querido abrazar estas partes de su identidad borradas por mandato, porque le dijeron “Rinde tributo a esto, esto es lo deseable”. La gente que es víctima de racismo está buscando formas de ser valorada, la propia literatura puede ser una manera de hacerlo. El esfuerzo que hacen las personas marrones, para destacar, para tener voz, es el doble de esfuerzo que tiene que hacer una persona que tiene el privilegio de la blanquitud. Cualquier cosa buena que haga una persona marrón es sospechoso de ser un intento por querer blanquearse, para no ser discriminado. Y ya sabemos que la literatura es un mundo muy blanco.

Las grietas del poliamor

Las aventuras, los delitos y la construcción de la fama del tatarabuelo -casi- descubridor del Machu Picchu dispara también preguntas sobre la doble vida de su padre, el de Gabriela, que acaba de morir, dejando como señuelo su teléfono celular, a través del cual ella accede a 20 años de mails amorosos entre su padre y su madre, y entre su padre y su amante. Les hijes, como dice la cita de las primeras páginas, solo pueden encontrarse con sus padres en la perplejidad. Así mira Gabriela Wiener a su papá. En pleno duelo, además del dolor crece el desconcierto. El papá, dividido entre dos casas en espejo, encontraba el modo de no perderse ni un cumpleaños. Es un misterio y un modelo de mentiras y trampa, frente al cual Gabriela construyó su vida poliamorosa.

Es interesante el arco que hace la protagonista. Al principio, es durísima con el padre. Después, va relativizando un poco. ¿Cómo trabajaste ese tema para que se note cómo poco a poco se va resquebrajando esa superioridad moral?

G.W.: En el libro hay toda una mirada que no esquiva lo complejo, al menos es lo que intento. Juzgar a un padre, aunque sea deporte, no es un trabajo limpio si lo haces de un lugar de autoridad moral, que además es inverosímil en el caso de esta personaja. Sabemos que las relaciones monogámicas tienen grietas, que en realidad son relaciones en las que sobre todo los hombres han transgredido acuerdos, pactos, y ahí ves hijos y mujeres regados por todos lados en condiciones que se entienden como de no oficialidad, es decir, de marginalidad. Ese es otro de los temas centrales del libro, por eso la protagonista reivindica el valor de esa no oficialidad. Llega a decir: ¿Por qué querría llegar a ser la hija del esposo, si pudiera ser la hija de una pasión inevitable? Además, la amante y la esposa en el libro se abrazan contra esa forma de amor. Aunque esté herida la hija no puede dejar de mirar la paja en el ojo de su padre o el parche.

Hay una progresión hacia una empatía porque ella se da cuenta de que por más que viva en el poliamor tampoco logra del todo escapar de los celos y los dramas de la monogamia…

G. W.: Hay una progresión hacia la comprensión y hacia la consciencia de las limitaciones que compartimos entre padres e hijes. Eso no hace menos implacable su crítica, pero no está exenta de empatía, y ese proceso no es solitario, porque necesita a los demás para darse cuenta. Cierta sabiduría de la madre la acompaña. De alguna manera no estamos en contra de que haya una monogamia cuando se hace bien, cuando se hace limpiamente, lo que no me parece tan bien es que se juzgue, se estigmatice otras formas de amar. Y de alguna manera, el padre de Huaco retrato me sirve para poder hablar de cómo puede haber machismo de izquierda y de derecha. La política de izquierda no está siempre atravesada por los feminismos y deconstrucciones en otros planos. Eso no evita que la protagonista pueda sentir una identificación en los errores de su padre, en esa doble vida que ella empieza a ejercer también.

Es tanto lo que esta historia de tatarabuelo conquistador le remueve a la protagonista que termina yendo a un taller de Descolonización de amor... ¿Qué significa hoy deconstruir y descolonizar el deseo?

G. W.: Yo quería hacer énfasis en una perspectiva que no se suele tratar demasiado cuando hablamos de deseo, de amor, y que es la perspectiva anticolonial. Nos olvidamos que no solo se trata de género, que la raza y las clases son otros cruces que dan desigualdad y desequilibrio entre las personas que hacen que el amor no sea algo tan sencillo. El amor, sea monógamo o no, no se puede entender desde un solo paradigma. Para saber más de las críticas que se le hace al amor desde esa perspectiva, recomiendo leer a B. Spinoza, Lucrecia Mason, el colectivo Ayllu. Se están abriendo otros caminos alternativos a las construcciones teóricas sobre el amor, insertas en epistemología más bien blanca. Entonces son otras formas de pensar no hegemónicas sobre el amor y el deseo y Huaco retrato bebe de esas fuentes. Obviamente para contar una historia no para proponer una teoría. La protagonista se siente colonizada por el deseo de un cuerpo blanco, lo confiesa. De pronto se siente habitada por su patriarca, cela, posee a sus parejas. Entonces se encuentra con otros como ella, casi para desintoxicarse de blanquitud, como si fuera a una reunión de alcohólicos anónimos... Ahí empiezan a hacerse las preguntas: ¿por qué siempre nos estamos enamorando de blancos y blancas? ¿Por qué están en lo más alto de la jerarquía de nuestro deseo? ¿quién decidió a quién deberíamos amar?

Bueno, pero ella también ama a un hombre marrón, su marido, Jaime…

G. W.: Tiene las dos vertientes. En un momento dice: ¿quién hubiera dicho que Jaime iba a ser mi pasaporte a la descolonización y a la deconstrucción? Por estar con un hombre, pero con un hombre marrón. Ella se mueve en un lugar fronterizo en relaciones en las que puede sentir por un lado la parte patriarcal del amor que viene de la experiencia de ser hija de quien es, o tataranieta de quien es, y del lado del racismo que se ejerce contra ella. La encontramos en esa encrucijada. Lo que define a la protagonista es esa cuestión bastarda, dudosa, que está a medio camino entre una cosa y la otra. No hay una identidad uniforme o constante. Está el hombre marrón en su existencia, pero es precisamente el encuentro con su comunidad de mujeres lo que hace que a ella se le dispare la idea de la reparación del racismo, de despreciar su propio cuerpo, buscando estar con una mujer totalmente distinta a ella.

¿Y cómo ves la relación entre este libro y el melodrama?

G. W.: En España como migrantes siempre hemos tenido que enfrentar ser tachadas de melodramáticas, de tener una sentimentalidad exagerada, como locas, en contraposición a otras miradas más analíticas de desear o de amar, por ejemplo las que están dentro del poliamor. Yo creo que hay una mirada racista sobre nuestras prácticas amorosas, “melodramáticas”, sobre cómo vivimos el deseo, el hecho de tocarnos más, por ejemplo.

También parece que hubiera algo de un momento, el presente, en el que no se está en cero. Hay un recorrido. Hoy quizás ya no se trate sólo de explicar y militar el poliamor, sino que también se puede hablar de sus promesas incumplidas, sus fiascos…

G. W.: El poliamor funciona dentro de un marco muy racional y a veces se olvida que hay impulsos pasionales que no siempre tienen que pasar por su lógica. Mi novela quiere reivindicar nuestro derecho a cagarla dentro de nuestras comunidades de afines, por eso hay una celebración de nuestra sentimentalidad. Dicho esto, no hay manera de volver a la monogamia, sólo queda abrirse y cerrarse constantemente según nuestro grado de sensibilidad. La Gabriela de Huaco retrato, es un personaje altamente irónico que está en un momento de crisis, de debilidad, y hace sátira de todo, sátira del poliamor, de que sea una cosa tan reglada, del hecho de estar un poco obligada por sus principios, por su decálogo y se revela contra ese lado dogmático de poliamor. Ella y yo seguimos suscribiendo a muchos de los principios del poliamor pero muchas veces siento que es un marco que puede ser opresivo. Se sufre en las relaciones en general… Quizá las herramientas para transitar y trabajar este dolor sean distintas en cada caso. De fondo, está bueno asumir que no puedes ser monógamo, aunque luego te salga mal la cosa. Es un camino muy difícil y complejo y es doloroso por momentos pero es una decisión que te libera de otras cosas, de daños, de violencia, de dobles vidas. Y también te deja vivir tu derecho a cagarla.