“Dos artistas pop se conocen en la galería Stable de Nueva York en 1962 y rápidamente hacen buenas migas. Una ya goza de éxito y fama: ha expuesto en el Museo de Arte Moderno, ha aparecido varias veces en la revista Life, ha tenido una muestra individual en la prestigiosa galería Leo Castelli. La otra persona es Andy Warhol, que lleva años probando suerte -sin suerte- en el mundo del arte y anhela ser como su nueva amiga: Marisol”, anota la historiadora y crítica de arte Karen Chernick a cuento de Marisol and Warhol Take New York, que actualmente se presenta en el Perez Art Museum, en Miami. Una muestra que, acorde a Jessica Beck, su curadora, propone “reivindicar la importancia de esta escultora venezolana; mostrar la fuerza, originalidad y audacia de su obra; ponerla en el centro del movimiento Pop Art”. Y asimismo postularla como una de las grandes inspiraciones del entonces emergente Warhol, dicho sea de paso.
Para Beck fue tan decisiva la influencia de Marisol en Andy que no le resultan casuales ciertas coincidencias: al tiempo que ella presenta la escultura Love, cabeza de yeso con una Coca-Cola metida hasta la tráquea, él empieza a usar las botellitas de gaseosa como readymades. La escultura Mona Lisa de ella antecede la serie de serigrafías de la Gioconda de él. Beck llega incluso a sugerir que las famosas cajas Brillo y Heinz de AW se habrían inspirado en las atípicas esculturas ensambladas de Marisol; y que acaso el Silver Elvis de Warhol beba ligeramente del John Wayne de la muchacha. Interpretaciones, conjeturas, en fin...
Más allá del juego de relativas correspondencias que propone el Perez Art Museum (que ahonda además en la mutua estima que se profesaba Marisol y Warhol, también en cómo colaboraban: ella hace una “escultura” del ascendente muchacho; él la filma…), está la historia de una artista muy estimada en el New York de fines de los años 50 y buena parte de la década del 60, cuya estela se fue apagando hasta ser prácticamente olvidada.
Nacida María Sol Escobar en París, en 1930, era hija de Gustavo y Josefina, trotamundos que repartían su tiempo entre Caracas, Estados Unidos y países de toda Europa, parte del jet set venezolano. Su niñez itinerante y presuntamente idílica vira 180 grados cuando su madre se suicida, y su padre la manda a un internado en Norteamérica. Marisol -que entonces tiene 11- deviene retraída, huraña; tanto así que decide… dejar de hablar. “Prácticamente no emití palabra durante años, salvo cuando era absolutamente necesario”, contaría décadas más tarde quien le tomó gustito al silencio, “se había convertido en un hábito tal que realmente no tenía nada que decirle a nadie”.
El mutismo selectivo fue mermando en la glamorosa muchacha que intentaba pasar 3 o 4 horas al día soñando despierta (“para no perder el contacto conmigo misma”), aunque siguió siendo mujer de pocas palabras. Durante el transcurso de su carrera, sus respuestas crípticas y cautelosas alimentaron su leyenda como una diva distante e inaccesible, como la juzgó la crítica de época, atraída por los aires enigmáticos de quien estudiara -de adolescente- en el Jepson Art Institute, y más tarde en la Beaux-Arts de París, en la Art Student League de Nueva York, entre otros sitios. También tomó clases con Hans Hofmann, asimismo maestro de Jackson Pollock y Mark Rothko.
De hecho, con 20 años, Marisol empieza a explorar el expresionismo abstracto, pero abandona la pintura por esculturas con un toque lúdico. “Todo era tan serio”, explicaría sobre su decisión: “Las personas de la escena eran un poco deprimentes y yo misma me la pasaba alicaída; entonces quise hacer algo divertido. Fue una especie de rebelión, y funcionó”. Se refiere a su etapa más fértil y exitosa, cuando esculpe personajes a partir de grandes bloques de madera ensamblados, intervenidos por pintura y objetos encontrados, que juegan con la dimensión y la percepción, que mezclan absurdo con figuración, que toman elementos del floreciente movimiento pop art, del dadaísmo, del arte precolombino… Obras estáticas y cuadradas en las que representa a estrellas del cine, referentes de la política, íconos religiosos, a su propia madre… Y que alguna gente lee en clave satírica, interpretándolas como caústica crítica de estereotipos en boga.
Por esos años, Marisol participa de la recordada muestra The Art of Assemblage, del MoMA, donde se exhiben trabajos de Duchamp, Braque, Man Ray. Gloria Steinem la destaca en revista Glamour; el New York Times y Harper's Bazaar elogian su trabajo. Life Magazine la incluye en una lista de jóvenes e influyentes talentos. Hay largas colas para entrar a sus exposiciones. Y en el ’68, es invitada a exhibir en la Bienal de Venecia; también en la prestigiosa Documenta, en Kassel, donde hay apenas un manojo de artistas femeninas entre 150 varones.
O sea, está en la cresta de la ola cuando, a fines de los 60s, decide irse de excursión. En lugar de regresar a Nueva York, recorre Asia y explora América Latina durante un buen rato. Cuando vuelve sigue creando esculturas; aborda nuevas temáticas, explora nuevas técnicas, diversifica materiales, pero deja de ser tenida en cuenta. Al menos, hasta estos últimos años, cuando sus trabajos han vuelto a ganar tracción gracias al renovado interés del público y la crítica, que mira con entusiasmo la obra de quien muriera en 2016, a los 85 años.