Mi madre fue asesinada el 3 de febrero de 1977, a las 2.05 de la madrugada, en la esquina de Santamarina y Chubut, Ciudadela. Su partida de defunción dice: “Múltiples heridas de bala. NN femenino, delgada, 1,65, cabello rubio teñido”. Nada de sus ojos celestes. Tal vez haya apretado los párpados el instante antes de que la fusilaran. A lo mejor estaba oscuro en la morgue o se habían acumulado demasiados cuerpos o les pareció en vano anotar un dato tan estúpido cuando la poseedora de los ojos celestes estaba muerta y a esas pupilas de agua sobre las que caían sus pestañas como una marea sólo les esperaba la corrupción.
Mi madre es ahora, concretamente, un cráneo con pocos dientes, un maxilar asignado morfológicamente, tibias y fémures, radios y cúbitos, clavículas. Seguro me equivoco en la enumeración de los huesos, lo cierto es que su torso continúa desaparecido.
Ella, no.
Ahora puedo trazar un recorrido de sus años de silencio. Sus años bajo tierra. Su asfixia en el anonimato.
¿Dónde estaba yo la noche en que la mataron?, me preguntó una amiga. No puedo saberlo, tenía 10 años y la estaba esperando. Como he esperado hasta ahora aun a sabiendas de que no iba a volver.
Algo de ella ha retornado con los restos de su cuerpo, con los rastros de su último día.
Mi hermano preguntó si la habían fusilado de frente o de espaldas.
Hay cosas que nunca podremos saber.
Tiene un disparo en la pierna. Hasta el ’85 su cráneo estaba rosado. Había restos de carne, restos de aquello que yo había besado. Restos que volvieron a la tierra sin una caricia sin un consuelo para la larga muerte del anonimato. Fue exhumada, fotografiada, catalogada y vuelta a enterrar. Se terminó de descomponer en una bolsa, su cuerpo se entreveró con otros que también fueron acribillados la misma noche, que fueron recogidos de una esquina en Ciudadela después de que los represores terminaran su tarea y empezara la suya la burocracia del Estado. Por eso mi madre tiene su partida de defunción firmada y sellada mientras la esperábamos o esperábamos alguna noticia suya.
En esa época solía preguntarle a mi padre cuándo íbamos a poder verla. Me imaginaba que estaría presa, al fin y al cabo eran policías los que habían entrado y destrozado la casa en la que vivíamos ella, mis hermanos y yo; su amiga, Gladis Porcel, su novio, Juan Carlos Arroyo. Los tres desaparecidos que el Equipo Argentino de Antropología Forense nos devolvió, 34 años después, para que finalmente podamos despedirnos. Porque hasta ahora no terminábamos de hacerlo. Y ahora mismo, cuando sé que lo que queda de ella descansa en una caja junto a tantos esqueletos todavía sin nombre, a la espera de una inscripción oficial y de los ritos que inventemos para ella; ahora mismo no puedo terminar de despedirme. Aunque el tiempo se haya comprimido de golpe y yo me sienta igual que la niña de 10 años que escuchó su voz por última vez mientras un represor la interrogaba y hasta le prometiera “por mí te daría una rosa, pero vos no me estás ayudando”. Ella no estaba ayudando y eso me basta para saber de un gesto de dignidad que probablemente estrujaran hasta el hartazgo en una mesa de tortura. No quiero pensar de qué se trataba esa rosa pero nunca pude dejar de indagar sobre el ensañamiento de los represores contra las mujeres cautivas.
“Toda mi vida se me viene encima”, dijo su amiga Laly cuando supo de la identificación de los huesos de mi madre, en España, donde también estaba yo, aunque la suerte quiso que ese día no podamos abrazarnos. Mi vida también se me vino encima. Y esa última noche sobre la que algunas incógnitas empezaron a disiparse como niebla al mediodía se convierte en nuevas preguntas: ¿Quiénes escucharon los disparos? ¿Quién avisó para que retiraran los cadáveres? ¿Llevaba puesta una de las polleras que ella misma pintaba? ¿Alguien le dio la mano antes de que la ráfaga los desarticulara como a muñecos de estopa? ¿Quién vio sus ojos azules? ¿Quién supo que ya no habría caída de sus pestañas para conquistar en ese gesto todo lo que necesitaba? ¿Tenía los zapatos puestos? ¿Dónde quedaron las plataformas de las que nunca se bajaba?
Hay algo de lo real que empieza a tomar cuerpo. Mi madre fue asesinada en la madrugada del 3 de febrero de 1977. Yo tenía diez años. Mi hermano Juan apenas dos. Santiago, ocho. Andrés, cinco. Los cuatro te extrañamos, mamá, y hasta ahora hemos hecho lo que pudimos con tu ausencia y tu presencia intermitente.
Hay una página de un libro que ella me regaló poco antes del final, está escrita con su letra y dice: “Para Martita, mi compañera, que está aprendiendo a sentir como propias las alegrías y las luchas del pueblo latinoamericano”. Pomposa dedicatoria para una niña que con 44 quiere seguir siendo Martita y aprender eso en lo que estaba cuando vos estabas conmigo. Ahora acabo de casarme, por primera vez, enamorada y con una familia imposible pero bien constituida: mi amor, Albertina, mis dos hijos con veintiún años de distancia entre ellos, una nieta, tres perros, dos gatas, una cantidad de amigos y amigas sobre los que sé que puedo derrumbarme y levantarme con los ojos cerrados. A nadie le importan estos detalles, salvo a mí porque son la prueba de que he sobrevivido. Más que eso, he vivido todos estos años y buscándote es como fraguó mi familia. O buscando justicia para vos. O buscando un lenguaje en el que poder nombrarte.
Alguien me contó una vez que en el campo de concentración donde pasaste tres largos meses, las mujeres se cambiaban de ropa entre ellas para sentir que se vestían por la mañana. O por esa hora difusa que el encierro convertía en mañana. Esa anécdota te nombra, mamá.
Lloré como una nena sobre ningún hombro o sobre el de todos mientras los amigos del EAAF me relataban lo que sabían de vos. Amorosamente te rescataron de una fosa común en el cementerio de San Martín. Amorosamente me dijeron “hay un coxal que todavía podría ser de tu mami”, con el mismo amor con que mi amiga Raquel me dijo que quería ser mi velority planner. Un resto de humor negro para salvarnos a todos y a todas de este naufragio en tierra que significa haberte encontrado, mamá.
Más calma, Raquel me llamó más tarde para decirme, ella que había sido baleada en el pecho en un enfrentamiento entre policías y ladrones en el que nada tenía que ver, que las balas no duelen. La muerte propia, me imagino, no duele. Lo que duele es la vida que sigue como si nada, diez, veinte, treinta años. Y duele sobre todo porque también ha encontrado sus bálsamos.
Todas palabras desordenadas y debidas para el entierro que todavía no sucede, ahora que se cumplen 34 años de tu desaparición y apenas un mes desde que volviste de la asfixia bajo la tierra, del anonimato, del consuelo de un rito que arranque de una vez por todas a la niña que sigue aferrada a la ventana esperando que el toc toc de tus plataformas en la vereda te traiga de vuelta.
De todo esto y de todo lo que todavía no puedo nombrar se trata haberte encontrado. De un punto final para un texto que voy a seguir escribiendo, para un duelo del que tal vez empiece de una vez a desprenderme.
* Publicada el 24 de noviembre de 2010.