Hace exactamente tres años, entre febrero y marzo de 1993, con Osvaldo Bayer entablamos una polémica que se tituló “Matar o no matar al tirano”. Durante varias semanas discutimos apasionadamente una cuestión que ahora, en mi opinión, el atentado contra el médico Jorge Bergés reactualiza. La sensación de inquietud y hasta de alarma que sentí y siento, y que advierto en estas horas en muchos amigos, me llevó a releer algunos conceptos que entonces escribí en estas mismas páginas. Aunque de ninguna manera este texto pretende reabrir aquella polémica, estimo pertinente reiterar algunas ideas, de obvia vigencia.
Y es que este atentado reactualiza el innegable derecho a la resistencia y a la rebeldía contra todo poder basado en la injusticia y el crimen, pero a la vez pone sobre el tapete conceptos fundamentales que en la Argentina actual están en entredicho: justicia, democracia, paz.
Balear a este médico –reconocido y probado torturador y secuestrador de niños (y quien ostensiblemente fue protegido por las autoridades políticas, militares y policiales de los doce años de nuestra democracia)– plantea un problema ético superior, el de más difícil resolución.
¿Es que en la Argentina se está perdiendo el discurso social que ante todo dispone no matar? Parecería que la respuesta es “sí”, y eso es gravísimo. Hoy es el atentado de estos locos provocadores que se pretenden justicieros en nombre de un pueblo al que de ninguna manera representan; mañana puede ser el de locos del lado opuesto, la famosa mano de obra desocupada cuyos mentores están llenos de resentimiento y algunos de los cuales siguen en las fuerzas armadas y reivindican todavía la “guerra antisubversiva” en las narices del Dr. Menem.
En mi opinión, la respuesta correcta es que por mal que funcione nuestra democracia, y por injusta que sea nuestra Justicia, debemos oponernos a toda forma de justicia por mano propia. De lo contrario, los argentinos no habremos aprendido de nuestra historia reciente. Y podríamos estar retornando a aquella espiral horrorosa que ya vivimos.
Por sobre el asco que nos produzcan sujetos como Bergés, no se trata de matarlos ni atentar contra ellos. En todo caso, sí repudiarlos como lo hemos hecho en todos estos años. Debemos seguir haciendo que no puedan salir a la calle, que no puedan ir a un restaurante ni a un cine, que sus mismas casas se les conviertan en cárceles, como les pasa a Videla, a Massera, o como a Firmenich que se va a Noruega porque la gente no olvida ni perdona.
Pero no hay que atentar contra ellos. No hay que caer en el juego que les conviene y con el que nos arruinaron la Patria.
Desde luego que hay que protestar porque la justicia democrática no alcanzó a Bergés, como no alcanza a los dictadores indultados ni a tanto ladrón y corrupto que anda suelto. Pero sólo protestar y votar mejor son nuestras armas. No hay ninguna otra razón que justifique patear el tablero de la democracia y hacer justicia por mano propia.
Reitero lo escrito en 1993: “Si la Justicia argentina de hoy no funciona bien y no es reconocida por la sociedad como garantía de convivencia (incluso es horrible pensar que uno pueda llegar a estar en manos de la actual Corte Suprema), y si encima la crisis social es tan tremenda, ¿es válido entonces que cualquiera salga mañana a ejercer su derecho de matar al tirano?”
Ahí está, ahora, la familia Morales que no pide venganza ni sale a matar a los asesinos de su hija. Lo que piden es justicia y cuando la justicia les es negada como desde hace cinco años, apelan a la solidaridad y a las Marchas de Silencio. Por eso son respetados y tienen el apoyo de la sociedad, y por eso mismo la fuerza social de las marchas sigue venciendo a las artimañas del poder y de los amigos del poder.
Desde hace casi trece años vivimos en un estado de derecho. Por imperfecto que sea, en él son repudiables los actos justicieros de cualquier signo. En un estado de derecho la vida es el bien principal, y por eso los códigos penales reservan las penas máximas para los que matan personas. Por todo eso hay que tener mucho cuidado en no hacer la apología de la eliminación de ninguno de los represores. Toda forma de justificación de la venganza política es peligrosa. Por más deleznables que sean sujetos como estos y llámense Bergés o Astiz, y por más que hayan sido lo que fueron: dictadores, torturadores, apropiadores de niños, asesinos.
Por eso el Nunca Más hay que aplicarlo también a estas acciones pretendidamente “justicieras”. El mejor ejemplo está precisamente en la conducta de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo: han luchado sin aflojar durante años, en dictadura y en democracia; son la parte más indoblegable de la conciencia y la dignidad de los argentinos. Pero su lucha se ennobleció -y se sigue ennobleciendo- precisamente porque a ninguna de ellas se le ocurrió salir a matar.
Y es obvio que su lucha es por la justicia que se nos negó con la Obediencia Debida y el Punto Final, y que Menem sepultó con el Indulto.
Estoy hablando de Pacifismo, de un Pacifismo activo y militante. Frente a los asesinos: exigencia de juicio y castigo a los culpables. Frente a las falsas pacificaciones y a los indultos sin arrepentimiento público: ni olvido ni perdón. Pero matar, jamás.
No hay muertes “buenas” por nobles causas, ni la
tentación de hacer justicia por mano propia fortaleció jamás a ninguna
democracia. Al contrario, las debilitó a todas.
* Publicada el 4 de abril de 1996, luego de que el médico torturador y responsable de apropiación de menores Jorge Bergés, libre tras la Ley de Obediencia Debida, fuera baleado en un atentado de la Organización Revolucionaria del Pueblo. El episodio fue el único hecho violento contra un represor de la dictadura cívico-militar en todo el país.