La sensación fue de hielo esa tarde del 9 de diciembre de 1985, cuando el juez León Arslanian leyó las penas. De los nueve comandantes de la dictadura procesados por la Cámara Federal, sólo seis recibían condena: Jorge Videla, Emilio Massera, Orlando Agosti, Roberto Viola, Omar Graffigna y Armando Lambruschini. Dos solamente fueron condenados a perpetua, Videla y Massera. Agosti mereció una pena que sonaba absurda, cuatro años y medio de prisión. Viola sorteó la perpetua. Y, sobre todo, Leopoldo Galtieri salió inocente. Como los jueces no aceptaron el criterio de los fiscales Julio Strassera y Luis Moreno Ocampo de acusar por juntas y lo hicieron por comandante, cada uno de los procesados de una fuerza se salvó de compartir los delitos cometidos por las otras dos.
¿Era posible un final tan frío para el juicio más importante en el mundo desde el Tribunal de Nuremberg? Los sentimientos, poco a poco, se fueron acomodando. Incluso ante golpes duros, como las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, y más que nada el indulto, aquella sentencia quedaba cada vez más en perspectiva. Política. Histórica. Personal. En las ideas y en el corazón.
El mismo juicio, con los testigos desnudando la verdad y los defensores de los comandantes prolongando la tortura, había servido para conocer mejor a la sociedad argentina de la dictadura, esa mezcla despareja de miedos, complicidades, culpabilidades, paranoia y vocación por el orden sin vida.
El juicio, más los efectos de la derrota militar en Malvinas, conectó a la Argentina con el nuevo derecho internacional de los derechos humanos que terminaría, muchos años después, en el proceso de Baltasar Garzón y el arresto de Augusto Pinochet en Londres.
Mirado a la distancia, aquel 9 de diciembre no quedó entre los fríos históricos sino entre los pocos días de justicia del siglo XX. Sin embargo, hay algo de ingenuo en el hielo desmesurado que se va convirtiendo en euforia sin crítica. Fue así que se endiosó la memoria por sí misma, como si recordar garantizase, de manera automática, un buen futuro. Con la memoria no habría más golpes, ni autoritarismo, ni policía bonaerense, ni mafias en el aparato estatal. Con la memoria no habría más injusticia.
Entender la memoria como commodity, una mercancía que tiene valor por sí misma, fue parte de una larga despolitización.
La memoria sola no podía ser otra cosa que museo, o un libro de historia, o un paso imprescindible en la reconstrucción de vidas enteras. No es poco, es mucho. Pero no se transforma en política ni pasa a formar parte del Estado y sus compromisos. Por eso resultó que los ejercicios más eficaces de memoria –eficaces para poner frenos reales a cualquier vuelta atrás– fueron los más activos, los que al mismo tiempo relacionaron la Justicia, la institucionalidad democrática, la restitución de identidad, la apertura argentina al derecho internacional de los derechos humanos y la pelea, desde dentro y fuera del Estado y los Estados provinciales, por desprenderse de policías bravas de otro tiempo.
En el museo del campo de concentración de Buchenwald, cerca de Weimar, el experto alemán Daniel Guede no muestra a los chicos la insignia de las SS del derecho sino del revés. Allí figura el nombre del sastre que la confeccionó. Y los tanques de gas para las cámaras tienen el nombre de la fábrica que los elaboró.
Cuanto más concreta y menos mítica es la memoria, más llano es el camino para que se transforme en materia exquisita, como bellamente la definía Osvaldo Soriano.