No sé qué me pasa con este perro que no puedo entenderlo. A este cachorro que corre por el patio dándose de lleno contra cualquier cosa. Sin saber que cuando choca contra el rosal está profanando la tumba del Chiquito. O que debajo de la cruz de palos que él arranca como si nada descansa Ernesto. Él corre nomás. Haciendo alarde de su energía. Cómo si ser joven fuera una virtud.
Felipe se llama. Un nombre que no significa nada. Llegó de la mano de mis nietos. Así no te sentís tan solo, dijeron. Lo habían dejado en una caja de zapatos, queriendo sorprenderme. Más que sorpresa me dio pena. No sé, a lo mejor es su pelo marrón oscuro, sin una mísera mancha blanca.
-¿Felipe? ¿En honor a quién?
-A nadie, nos gustó- contestaron.
Así que ahora se les pone cualquier nombre a los perros- pensé. Esa noche, al quedarnos solos, empezó a llorar con unos quejidos cortos. Molestos. Para no pasarme la noche en vela lo dejé en el antebaño con la luz prendida. Mientras hacía efecto la pastilla para dormir intentaba comprender por qué me producía rechazo este cachorro. Si desde chico siempre tuve perros y tenía dos enterrados en el patio. El último había sido Ernesto.
Aunque no la recuerde la primera había sido una perra ovejero alemán, en la vieja casa familiar. Como una imagen borrosa creo ver un bulto marrón estirado en el piso. Algo con lo que tropezaba al dar mis primeros pasos. Un muñeco suave y enorme al que podía tirarle las oreja hasta que se alejaba desganado.
El primer perro que aparece claro en mi memoria es Pocho, el perro de mi padre. Él le había puesto ese nombre en honor a Perón. Pocho era un cuzco oscuro con manchas blancas. Decían que era ratonero, pero creo que más que ratonero tenía el sueño de cazar pájaros. Corría detrás de ellos cuando los veía volar. Se revolcaba conmigo y mis hermanos por el patio, ladraba hasta el cansancio y al fin se tiraba con la lengua afuera y parecía reírse como nosotros. Pocho seguía a mi padre por todos lados y eso me llenaba de orgullo. En ese entonces creía que mi padre era la mejor persona del mundo por el sólo hecho de que alguien tan noble como Pocho le tuviera cariño. No como este cachorro al que no le importa nada. Que se pone a saltar a mi lado después de tirar la cruz de Ernesto. Parece que disfrutara de verme renegando para ponerlas en su lugar. Yo iría en cuarto o quinto grado cuando Pocho perdió el interés de ladrarle a los pájaros. Pasaba todo el tiempo durmiendo en un rincón y apenas si largaba un ladrido lastimero al verme llegar. Mi padre siempre había dicho que a los animales no había que tratarlos como personas y que debían morir cuando les llegara la hora. Sin embargo, lo vi cargar a Pocho en el auto y llevarlo a un veterinario. Al regresar lo dejó abrigado en una caja, habló unas palabras a solas con mi madre, y no dijo más nada.
Recuerdo la mañana fría y nublada que murió Pocho. Mi padre lo puso con delicadeza adentro de una bolsa negra. Se cargó una pala al hombro. Pedí permiso para acompañarlo. Caminamos en silencio hasta el fondo donde había unas plantas de naranjas. Dejó la bolsa en el piso y se puso a cavar. Después, con cuidado puso la bolsa en el pozo y lo tapó echando pequeñas paladas, como si no quisiera terminar nunca de taparlo. Al finalizar se quedó un rato en silencio. Movía los labios. Para mí estaba rezando. Sentí mucha pena ver a ese hombre fuerte volver con los hombros caídos y responderme con un mimo en la cabeza cuando le pregunté si estaba llorando. Se sopló los mocos con un pañuelo y miró para otro lado.
-Cuantos años tenía?- le pregunté.
-Muchos -respondió mi padre- cerca de cien.
Debieron pasar muchos años para que apareciera otro perro en mi vida. El Chiquito. Un callejero negro y peludo. Llegó cuando nuestra hija mayor tenía tres años. Mi intención era ponerle un nombre que significara algo. Quizá Ernesto, por el Che Guevara. Pero mi hija apenas lo vio dijo ¡Qué Chiquito! Y así quedó. Sin saber que ese nombre sería el símbolo de aquella etapa de felicidad familiar. Esos años de oro donde cada llegada a casa era sorprendida por alguna ocurrencia o una palabra nueva y el Chiquito siempre en el medio, mordisqueando la masita que robó al bebé o saliendo a dar una vuelta por el barrio con una biquini que le puso la más grande. En las fotos, el Chiquito con anteojos de sol, con un pullover de Boca, con un gorro de lana. Siempre el Chiquito. Al lado nosotros, todos juntos. Era la época en que mi padre caminaba cada vez más encorvado, repetía las mismas cosas a cada rato y no podía entender el desmedido amor que le teníamos al Chiquito.
Faltaba poco para las fiestas cuando el Chiquito se puso raro. Tenía la panza inflada y no hacía pis. En nuestro fragor por vivir no tuvimos tiempo de ver cómo le habían pasado los años. La tarde del treinta y uno de diciembre se arrastró buscando el patio para mear. No llegó. Quedó estirado en la galería, como solía ponerse a mirar el jardín sin perderse detalle. Esta vez me tocó a mí cavar el pozo y taparlo de a pequeñas paladas. Mis hijos miraban desde un ventanal. Las tres caras juntas, apretadas. Seis ojos asombrados viendo al Chiquito tieso desaparecer bajo la tierra. Sentí que yo era mi padre enterrando a Pocho. A los pocos días planté un rosal sobre la tumba y en la primavera, cuando dio una flor roja de terciopelo brillante, vi en ese brillo la luz que siempre había en los ojos del Chiquito.
Bastante tiempo después apareció un amigo con un cachorro de bretón, mis hijos ya eran adolescentes a punto de irse de casa. Eso me permitió ponerle Ernesto sin consultar a nadie. Era un perro de raza, pero más allá de su nombre de valiente era un perro como cualquiera.
A él le tocó ver como la casa se fue quedando en silencio. Eran los tiempos en que cuando llegaba la noche creía escuchar las voces de mis hijos flotando en el ambiente. Él me estaba esperando, como si supiera, cuando volví de dejarla a ella en el cementerio y al entrar a la casa supe que estaba solo. Ernesto no hablaba, pero entendía. Los atardeceres que nos quedábamos juntos en el patio se estiraba a mi lado. Como respetando el silencio. Le había enseñado a buscar los corchos de la botella de vino. Los escondía en algún rincón del patio y cuando tenía mi autorización salía a buscarlos. Era infalible. Volvía con el corcho entre los dientes, orgulloso. Creo que su orgullo era verme feliz. Aunque más no sea por ese rato. Si se le daba por correr en el patio respetaba al rosal, jamás meaba sobre su tronco. Yo le había contado que ahí descansaba el Chiquito. Él entendió. No como Felipe, que no respeta nada. Que se jacta de hacer lo que se le da la gana. Y cuando se cansa de correr, se para enfrente y me mira con lástima. Que se vaya al diablo. No necesito de su compasión.
Pasó demasiado rápido la vida de Ernesto. Un día dejó de interesarle buscar corchos. Los rastreaba un rato desganado y volvía con la cola para abajo como pidiendo disculpas. Empezó a caminar lento. Quizá lo hacía para no desentonar conmigo, o habrá tenido miedo de quebrarse. Más adelante andaba a tientas. Me imagino que vería todo borroso por las cataratas. Tampoco escuchaba. A partir de ahí Ernesto se empezó a parecer cada vez más a un chico. Meaba en cualquier parte. Pedía comida a cada rato. Ladraba a la nada. El pelo dejó de brillarle. Los ojos se le llenaron de lagañas y olía a agrio, a cosa vieja que se va terminando. No como Felipe, que huele a savia nueva lista para florecer.
Ernesto se fue apagando con dignidad. Sentí orgullo de haberle puesto ese nombre. Aunque toda su rebeldía haya consistido sólo en acompañarme. El último día intentó levantarse pero no pudo. Quedó estirado sin poder moverse y me miraba con culpa cuando lo ayudé a tomar agua. Respiraba haciendo un ronquido hondo y largaba un gimoteo débil cuando me alejaba de su cucha. Me quedé a su lado y le acaricié el pelo hasta que dejé de sentir el ronquido. La mañana siguiente cavé un pozo no muy lejos del rosal. Apenas saqué el primer cascote supe que mi cuerpo no estaba más para esas cosas. Que ya no le quedaban fuerzas ni ánimo para manejar ninguna la pala. Después de tapar el pozo armé una cruz con dos palos y la clavé en la tierra.
Ahora está Felipe, este cachorro con el que me pasa algo que no puedo explicar. No entiendo por qué me cuesta tanto. Eso que lo he intentado de mil maneras distintas. Aceptarlo. Por lo menos entenderlo. Sin embargo su presencia es incómoda y molesta, como los dolores nuevos. O la pérdida de memoria. O la distancia cada vez mayor a otros tiempos. Quizá él no tenga la culpa. Es probable. Que sea algo mío nomás. Vaya a saber. Si al menos se quedara un poco quieto, No se da cuenta que al fin y al cabo no es otra cosa que un pobre perro. Un cachorro tonto. Que no entiende lo que pasa debajo del rosal y de la cruz. Que va a entender con ese nombre. Felipe. Siquiera tendría un nombre de verdad, como Pocho, o como Ernesto que produzca orgullo llamarlo. En cambio ¿Felipe? Qué nombre insulso. Que no remite a nada. Igual que él. A quién se le puede ocurrir llamarse así. Felipe. ¡Mirá que suena disonante! No es un nombre que llame la atención a nadie. Que feo suena. Felipe. Que feo. Tan feo que con solo pronunciarlo dan ganas de llorar.