Yo tendría unos cinco o seis años ese domingo que mis papás me despertaron inusualmente temprano. El plan, según me explicaron de forma muy parca, era acompañar a papá a la Marina a buscar el gong que la sinfónica le prestaba para la función en la que actuaba por la tarde, llevar el instrumento al teatro y, después, ir los tres juntos a la matinée de la Cineteca Nacional. El asunto era que había que salir muy pronto si queríamos encontrar entradas, de modo que mis papás aceleraron toda la rutina de las mañanas para lograrlo. Papá tostó panes mientras mamá me sacaba de la cama. En el momento en que el cuello de mi playera escupió mi cabeza, mamá me hizo comer un pedazo de pan; me enchufó de nuevo el pan en la boca mientras yo me concentraba en abotonar mis pantalones y cuando enrollaba los calcetines para hacerlos crecer sobre mis pies. Ella me ató las agujetas porque a mí todavía me costaba hacerlo y para que, en ese lapso, yo bebiera al menos la mitad del café con leche que un minuto antes papá había puesto junto a mi cama. Con el pelo hecho una maraña y sin lavarme los dientes, salimos de la casa.
Probablemente me haya dormido en el camino a la Marina, porque lo siguiente que aparece en mi memoria es la imagen del gong junto a mí en el asiento de atrás del auto y la misión asumida de sostenerlo para que no se golpeara con el movimiento y los baches. El recuerdo se vuelve a suspender y lo siguiente que logro recuperar es la sensación de expectativa, sentada entre mamá y papá, en la oscuridad total de la sala de cine. Luego, el resplandor de la pantalla: Las aventuras del barón de Munchausen.
Personas con habilidades extremas como un par de piernas que corren más rápido que la luz, grandes orejas capaces de escuchar el aleteo de una catarina al otro lado del planeta, o una puntería tan precisa que atinaría un disparo a kilómetros sobre la cabeza de un alfiler; cabezas voladoras que afirman ser reinas del mundo, bailes aéreos y dioses iracundos. Las aventuras del barón tenían todos los elementos necesarios para fascinar a cualquiera y, sin embargo, un elemento central de la adaptación de Terry Gilliam me resultó más llamativo que todo aquello. En la película, la historia del barón está enmarcada por una obra de teatro que se ve interrumpida por un viejo que asegura ser el mismísimo noble alemán. La historia se desarrolla en esa puesta en abismo que transita de la representación teatral al exterior del escenario gracias a Sally, hija del actor principal y director de la compañía de teatro, que se interesa y cree en lo que relata aquel excéntrico sujeto y lo insta a contarle su historia aun cuando el resto del público ha abandonado el lugar.
Sally se movía libremente por el teatro antes y durante la función: entre butacas, tras bambalinas, entre piernas, en los camerinos, al costado de la taquilla. Conocía cada pie de diálogo, luces y tramoya, la mayoría de las líneas de la obra, las marcas en el escenario y los momentos más débiles del montaje a los que prestaba particular atención. Sally, como yo, había crecido en el teatro, participaba en los ensayos y luego se integraba al entorno misterioso de lo que ocurre detrás de escena. Dudo que en ese momento me haya dado cuenta del extraño rol que jugaba el personaje de aquella niña como mediación entre la escena y el mundo, pero recuerdo pensar, en distintos momentos de la película, en el escalofrío que sentía cuando me acercaba a mi papá en el camerino, todavía caracterizado al final de una función, y le preguntaba si ya era él de nuevo.
A través de Sally reconocí lo excepcional de mi experiencia, aunque no lo hubiera enunciado así entonces. La emoción profunda que sentía noche tras noche al participar de aquel conjuro era incomunicable entre mis amigos de la escuela, por lo que Sally significó, por primera vez, tener una cómplice perfecta para compartir la agitación de ver aparecer un mundo y desaparecer a mi papá. Nada era más verdadero que aquello y, sin embargo, con frecuencia escuchaba decir —aún oigo expresiones parecidas— que lo que ocurría en el escenario era “sólo ficción”, como si con eso se pudiera frenar la ola de transformaciones que se generan con cada función más allá del proscenio.
La película termina cuando Sally busca confirmación en el barón: No fue sólo una historia, ¿verdad? El barón no responde y se aleja a galope montado en su caballo.
Se encendieron las luces en el cine y el siguiente recuerdo de aquel domingo es el brillo del gong, iluminado por un solo reflector, en el centro del escenario que permanecía a oscuras.
Ana Negri (Ciudad de México, 1983) es escritora y editora. Editó y prologó Cuerpo contra cuerpo, de Margo Glantz (Sexto Piso, 2020) y Por los pueblos serranos, de Ada María Elflein (UNAM, 2021). Forma parte de la antología de relatos Mexicanas II (Fondo Blanco, 2022) y ha colaborado con ensayos, crónicas y relatos en publicaciones de México, España, Cuba y Estados Unidos. Los eufemismos, su primera novela, se publicó en Chile, México, España, Argentina, Uruguay y Costa Rica; se tradujo al francés y en 2023 se publicará la traducción al inglés.