La primera vez que me fijé en las manos de mi madre, fue como un despertar.
Ella no tenía esas manos cuidadas como las de Adelina, la vecina que vivía usando cremas Pond’s.
Ni pintaba sus uñas de color rojo como doña Carmen, una señora muy coqueta que vivía enfrente de mi casa.
Desde ese momento no dejé de mirar las manos.
Las de mi hermano, cortajeadas y percudidas por volear ladrillos y baldes de mezcla.
A él le había tocado ayudar cuando quedamos solos, y era peón de albañil.
¡Tenía un oído para la música!
Pero nunca pudo estudiar batería.
Le gustaba el jazz y acompañaba a las orquestas de la radio, golpeando la mesa.
Las de mi viejo eran manos raras.
Las tenía cortadas y cuando volvía de la herrería, le sangraban. Algunos dedos les quedaron rígidos y las palmas todas moreteadas. Jamás escuché que se quejaran.
Al contrario, reían seguido.
Y eso que mi vieja no paraba nunca.
Hacía maravillas bordando y milagros para servir la mesa.
Nunca faltaba nada.
Yo era un niño cuando me di cuenta de que ellos tenían las manos heridas para que yo cuidara las mías.
-El nene va a ser pianista- decía ella.
Siempre hicieron todo calladitos y sé que cuando se fueron, se sentían orgullosos.
Fueron ellos, con sus manos marcadas, y el alma limpia.