Pocos días atrás, una matanza acontecida en una escuela de la localidad de Uvalde --situada en el estado de Texas, Estados Unidos--, arrojó el espantoso saldo de diecinueve niñxs y dos docentes asesinados. Al leer las crónicas de los tiroteos que en aquel país ocurren de manera casi cotidiana, el lector no puede menos que sorprenderse. Se habla siempre de Un sujeto, el arma que utilizó; los mensajes que dejó en las redes; las armas que albergaba en su casa; el lugar donde las adquirió; sus costumbres; si vivía aislado; y un largo etcétera cuya enunciación no hace más que ocultar lo que salta a los ojos de cualquiera. Esto es: lejos de tratarse de Un sujeto, estas matanzas dan cuenta de una nación que paga caro su histórica y agresiva política exterior. De hecho, en sus casi doscientos cincuenta años, Estados Unidos transcurrió apenas diecisiete sin guerras.
En otros términos, lo que este país actúa en la periferia de su geografía merced al descomunal y sofisticado aparato militar del que dispone, irrumpe de manera sorpresiva en las entrañas de su propio territorio; en el cotidiano transcurrir de su gente; sean los sitios donde los niñxs y jóvenes concurren para educarse; en las calles; supermercados; teatros; cines; restaurantes; discotecas, centros cívicos, iglesias, etc. Cualquier lugar donde haya gente es pasible de ser noticia a causa de la irrupción de una violencia fuera de todo control, medida o cálculo. En esta nación las personas son un blanco móvil a merced del desquiciado de turno. Toda la cuestión es ubicar donde empieza el desmonte del quicio.
El acto loco jamás está desvinculado del entorno, antes bien: es el producto del discurso que vehiculiza una comunidad hablante. De esta manera, al ubicarse en el lugar de la excepción, el victimario en este caso se hace señal, encarna y objetiva lo que el resto de las personas no quieren asumir. Basta que el discurso dominante obture la denuncia que porta el síntoma para que la violencia estalle como metáfora del conflicto que alberga un conjunto social.
Lo cierto es que en esta nación, si bien los ataques tienen una frecuencia semanal, cuando por el número de víctimas, el sitio, la forma que adopta la agresión o la extravagancia de sus protagonistas se transforman en noticia, los pasos son siempre los mismos. El presidente y su esposa rezan por las víctimas; la prensa brinda detalles sobre el accionar del asesino; las autoridades juran encontrar al culpable (si es que ya no lo mataron); y una vez más se comprometen a revisar el control y la libre disponibilidad de armamento. Toda una suerte de informal protocolo que lleva décadas y cuya sola repetición merece más de una interpretación.
Por lo pronto, llama la atención que la reflexión social no vaya más allá de la aspiración a la restricción de la venta de armas y otras medidas similares. Tan cierto como que la constitución subjetiva es paranoica (esto es: nos constituimos a partir de la imagen del otro) es que en una nación donde la exaltación del individuo resulta ser el factor principal de su cohesión, la necesidad de un enemigo surge como su imprescindible correlato. No por nada ante estos crímenes, siempre se busca Un culpable, mecanismo que preserva al conjunto de su responsabilidad en la comisión de estos desastres. Todo lo cual renueva el círculo del empuje al crimen con el fantástico negocio de la venta de armas como estímulo y el argumento de defender a la familia, la libertad y demás valores sagrados como excusa. Es decir, una moralina al servicio de que todo siga igual. Lacan fue muy preciso en este punto. En su crítica al imperativo categórico kantiano observa que: “ninguna ocasión precipita a algunos con mayor seguridad hacia su meta que el verla ofrecerse a despecho, incluso con desprecio del patíbulo”. No es el castigo ni el control lo que impedirá la consecución de estos ataques, sino la revisión del empuje paranoico que los anima: él o Yo. Fórmula que la cruel escena mundial reproduce enmascarada bajo los más pulcros elevados y nobles propósitos.
Hace cien años, tras caracterizar a la sociedad humana como una gavilla de asesinos, Freud se aliviaba al observar que: “Es una suerte que todos estos deseos no posean la fuerza que los hombres eran todavía capaces de darles en épocas primordiales”. No sé si hoy podemos experimentar el mismo alivio, habida cuenta de que en la actual comunidad hablante la violencia amenaza aniquilar todo vestigio de lazo social.
Por lo pronto, en lo que nuestra escena local corresponde vale tomar nota de los dichos que los voceros de la ultraderecha acostumbran a formular. Al ya conocido “el que quiera estar armado que ande armado” de Patricia Bullrich, se le sumó hace pocos días Javier Milei, quien durante una entrevista televisiva lanzó: “si los honestos portasen armas, habría menos delincuencia”. El detalle es que, en su inmensa mayoría, los protagonistas de estas masacres carecen de antecedentes penales, eran…. honestos.
Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología de la Universidad de Buenos Aires.