Una de las sensaciones dolorosas con las que convivimos en el menemato, después de que se les concedió a los genocidas el indulto, fue que se habían abofeteado no sólo los reclamos de verdad y justicia, sino que además se deshacían los parámetros para que los jueces hallaran culpables a cualquiera de otros delitos.
Si los que habían secuestrado, torturado, desparecido personas y se habían apropiado de bebés sistemáticamente, entre tantos otros hechos aberrantes, eran perdonados por el Estado, ¿qué autoridad moral quedaba en pie para juzgar a los responsables de otros delitos aislados?
Había malestar en la sociedad pero sobre todo en las cárceles superpobladas. Se llegó a reclamar en varios motines --hubo muchos-- por qué los autores de un hecho tipificado como secuestro o asesinato, tenían que purgar una pena, cuando los que lo habían hecho por cuestiones políticas y en masa gozaban del perdón del mismo Estado pero ya en democracia. ¿Qué democracia era ésa que se arrogaba el derecho del perdón a los que habían terminado con miles de vidas sin juicio previo y con el agravante de negarles a sus familiares la posibilidad de saber de qué se los había acusado y también de saber qué habían hecho con sus restos?
Vivimos muchos años con esa anomalía tanto jurídica como moral: era la política la responsable de aquel pacto con el crimen y era la falta de coraje para poner en tela de juicio el terrorismo de Estado la que impregnada a la política de inutilidad.
Hoy, que vemos lastimosamente cómo la Corte Suprema mantiene la balanza inclinada hacia un costado, la Sala de Casación II ordena la libertad condicional del genocida Santiago Riveros, condenado a 45 años por innumerables crímenes y torturas en Campo de Mayo, entre ellas el vuelo de la muerte al que hizo subir a Floreal "el Negrito" Avellaneda. Ese tribunal se basa en los 99 años del represor pero olvida en el mismo acto los 14 años de la más joven de sus víctimas.
Algo de aquella sensación demoledora vuelve desde el pasado a decirnos que todo puede repetirse: los negacionismos expresan no exactamente una disculpa sino una intención de repetir lo que disculpan.
El poder sobre la libertad y el patrimonio de 47 millones de personas no puede pasearse en paños menores ante todos y todas, aunque esa desnudez obscena no sea tapa, y sea tapada. También los grandes medios muestran ya obscenamente sus operaciones de acción psicológica, elevando a personajes de comic clase c a centros de atracción masiva que vomitan violencia y cosechan simpatías o fascinación. Lo que antes era “mediático” y connotaba algo del orden de lo peyorativo, hoy “mide”, en rating o en aspiraciones electorales. Porque las audiencias han sido reseteadas para confundir lo que sale de cualquier pantalla con la realidad. Y las pantallas --las de la televisión, las de los celulares, las de las computadoras-- que luchan por capturar atención sin desarrollo ni contexto, se desentienden de las ideas, que demandan demasiado tiempo para ser expuestas. Lo que atrapa no es lo verdadero ni lo interesante sino, sencillamente, lo asocial.
También es asocial el afán de ganancia angurrienta de los formadores de precios en una crisis global que acerca cada día más la hambruna. Es asocial la manera de pertrecharse contra cualquier intento de que algo de su rentabilidad sea cedida al bienestar general. Es asocial la reacción de violencia explícita con la que defienden ganancias con las que nunca soñaron, y que existen porque el sistema que se las permite está colapsando.
Es que esa resistencia a resignar una ínfima parte de lo que tienen les viene de una lógica que nunca fue blanqueada. Los genocidas que han sido juzgados y condenados por la salvaje cacería y el martirio de sus opositores eran apenas los alfiles de estos mismos linajes de sociópatas que en lugar de contar ovejas para dormirse cuentan dólares inesperados que reventarán sus arcas.
Oligarquía, empresas trasnacionales y corporaciones han decidido que no existe la noción de compatriotas porque no tienen patria sino offshores. Empezaron a especular antes de la guerra, y la guerra no les repugna sino todo lo contrario: les hace agua la boca. Una catástrofe alimentaria no es un problema: para ellos es una oportunidad.
No hace falta demasiado desarrollo para entender el paralelo entre hacer desaparecer personas y hacer desaparecer precios.
Cuando hay impunidad absoluta para los de arriba, vuelven a desaparecer los parámetros para juzgar a los de abajo, y ése es el filo del cuchillo que hoy sentimos muchos cerca de nuestras gargantas.
Lo menos que podemos pedirle al Estado es que deje de buscar consensos imposibles. El único consenso que importa en esta situación dramática es el que surgió de las elecciones de 2019. El gobierno se debe a ese consenso y a ningún otro. Es la lógica de la democracia y seguimos esperando más decisión política, que para eso se logró ese consenso que hoy está siendo humillado.