Si uno pudiera dejarse llevar por el deseo y sentir que la verdad no está afuera, ni es concordancia, ni mucho menos estabilidad. Si uno pudiera elegir una forma de verdad –un aforismo– para viajar por el tiempo con un candil o un relámpago, alumbrar las calles en blanco y negro que cruzan señores con sombrero bombín esquivando los verdes tranvías eléctricos; a través de la niebla uno podría entrever la figura de K como un otro cualquiera, antes de que fuera una pose, el gesto de la araña sobre la mesa.

Seguirlo a distancia por el empedrado de la calle, con bastón o sin él, en la zona de los teatros de Praga y oír lo que K se dice a sí mismo en su mente llena de palabras, en el íntimo ejido de la verdad.

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La literatura de Kafka es un conjunto de atrocidades que configuran lo “kafkiano”. Claro que éstas también configuran a K, pero de un modo secundario, hecho de traducciones y lecturas en clave de tiempo e historia. Borges ha dicho que trató de ser Kafka inútilmente, y hasta le creó sus propios precursores que no pertenecen a su tiempo, porque el tiempo de Kafka es la eternidad. Y sin embargo K asoma entre la pila de papeles que mandó quemar y que por desobediencia de su amigo Max Brod fueron publicados, traducidos y manipulados.

K piensa en este momento en el que yo escribo, una mañana de otoño imprecisa de un futuro que, sabe, no lo comprende, y no se imagina cuán necesario es para nosotros ir en su busca.

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El joven K duerme, a veces, cruzando los brazos y tomándose los hombros para ganar peso y conciliar de ese modo el sueño. Como un soldado con su impedimenta. La conciencia de sus capacidades literarias le es inabarcable durante las horas de la noche y las primeras horas del día. Una palabra lo define: desdicha. Cree ser visitado por un niño. ¿Es él ese niño? Escribía, de niño, una novela sobre dos hermanos. Uno va a América y el otro cae en una prisión europea. Escribía en la casa familiar, llena de parientes. El niño K se aplicaba al papel, describía la prisión. Conocía sus faltas, pero también sabía que estaba para grandes cosas.

Escribe bajo la mirada de los adultos. De pronto, un tío le arrebata el papel y dirigiéndose a los demás que lo seguían con la mirada, dice: “Lo de costumbre”. El niño siente que queda expulsado de la sociedad.

(Soñé que K era un niño, vivía en un piso alto de una torre con vista al río y me mostraba sus juguetes mientras su padre, un hombre rico, recostado en un amplio sillón cama, me hablaba de él como un ser perdido, un flojo, la materia de todas sus decepciones).

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Edward Trelawny ha dicho que conocer a un escritor supone a menudo la destrucción de la ilusión que sus obras han creado. Me gustan mucho los Diarios de Kafka, menos sus novelas y más sus cuentos y relatos. No hay peligro en entrar de lleno en el conocimiento de K puesto que no hay “obra”. Fragmentos sí, escritura, por supuesto. Pero la obra solo es una exigencia de la desesperación que está destinada a modificarse o perderse.

Georges Bataille dice que K es el más astuto de los escritores modernos. Quiso ser escritor y siguió escribiendo pese a la insatisfacción que da la literatura. Como Moisés, no alcanzó a ver el fin, la tierra prometida. Pero, se sabe, los fines nunca se alcanzan.

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El fracaso proviene del cuerpo. Se deben reunir muchas energías para sentarse a escribir. “La longitud de mi cuerpo hace que todo quede muy lejos” escribe K en su diario, y se recuerda como un joven bachiller, con aversión a los trajes nuevos. Los trajes adquieren ese aspecto solo en mí, se lamenta; primero es una tabla dura y luego algo colgante que lo hace andar con los hombros cargados. ¿Para qué un traje nuevo, si tarde o temprano le quedarán mal? Es preferible andar cómodo, huir de los espejos que reflejan la fealdad inevitable.

Su madre dice que es un chico sano con una ligera tendencia a imaginarse enfermo, la que desaparecería si pensara en casarse y tener hijos. Igual la literatura, esa otra enfermedad, se ajustaría a la dimensión de una persona culta.

“Estoy hecho de literatura, no soy ni puedo ser otra cosa” escribe K en una carta dirigida a Felice Bauer, mujer con la que nunca se casó.

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Los cuentos y relatos de K pueden ser literariamente kafkianos, pero su escritura está hecha de teatros, trenes, oficinas y burócratas con los que debía trabajar, conversaciones con un loco que lo aborda en la calle para pedirle asesoramiento jurídico, con un dios ausente o presente como un relojero viejo; se entreteje con la política y el provincianismo de la época, con el ruido familiar, todo esto que según Cinthya Ozick son “sensaciones viscerales de escritura” que rescatan a Kafka del prestigio sobrenatural.

K, el que escribe, se desliga de lo que lleva adentro: los sueños incomunicables, las distorsiones, lo que no podemos ver y sube desde el hondo lugar de la sombra en el que imaginamos dolores, enfermedades, supersticiones y todas las contradicciones de la que está hecha la verdad.

Para muchos, será difícil el mundo de K. Dicen que Albert Einstein le devolvió un libro de Kafka a Thomas Mann. “No he podido leerlo, la mente humana no es así de compleja”, se excusó.

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¿Por qué la necesidad de conocer a K? Carlos Skliar lo plantea en su libro Escribir, tan solos: “Leemos a Kafka para encontrarnos con él. Quisiéramos-querríamos que Kafka estuviese vivo".

Estamos solos y pretendemos re-conocernos.

En palabras de K: nos entregamos al hombre cuyas memorias o cartas leemos para convertirnos en parte suya. Así, cuando dejamos el libro y retornamos a nosotros, volvemos a sentirnos más a gusto con el propio ser.