Vale como racional -si es que la razón vale, aún con los monstruos que lleva engendrados- sostener que política y fútbol marchan por carriles separados. Una es cosa seria -o debería- destinada a mejorar las condiciones materiales y espirituales de quienes trabajan en una sociedad determinada. El otro, en cambio, un juego hermoso que produce caricias al alma cuando se gana, y penas pasajeras cuando se pierde. Lejos está por supuesto la realpolitik de reconocer tal distinción. Ejemplos sobran aquí, allá y en todas partes, pero ir al grano en tiempo, espacio y forma urge al calor del recién título obtenido por Boca.
Del interesado vínculo entre Mauricio Macri y tal se está hablando. Un empresario “exitoso” usufructuando la de por sí riquísima historia futbolística de Boca para posicionarse políticamente. Metiendo cuña en la populosa boca del pueblo para sumar votos, al tranco de focus groups. Preguntando a los socios qué querían y basando su campaña en las respuestas, para llegar a la presidencia del club… Demagogia pura, pues, pero de la fea.
Así doblegó MM a don Antonio Alegre quien, al igual que Cristina a nivel país años después, le había dejado territorio sano y libre de deudas para poder cometer sus fechorías con más aire. Porque fue Alegre -no olvidar- quien en realidad había parado a Boca tras la crisis de los primeros ochenta, entre otras cosas. El quiebre fue en 1995. Hacía tres años que Boca no ganaba campeonatos y la promesa de obtenerlos, más una serie de palabras que endulzaron oídos y corazones de la mitad más uno, le hicieron ganar las elecciones.
Y entonces puso más coqueta a La Bombonera. Y entonces se entrelazó con Gustavo Arribas y otros turbios amigos inversores para moverse como pez en el agua en ese campo. Y entonces compró y vendió jugadores como si el club fuera una concesionaria. Y entonces logró transformar al club en una especie de empresa con accionistas símil sociedad anónima, más que en un club social y deportivo a la vieja usanza. Y entonces lo salvó la suerte. Como antes y después en su vida, la suerte.
En una de las movidas a prueba y error que marcaron los primeros tiempos de su mandato, el futuro jefe de gobierno de CABA y presidente de la Nación, dio con Jorge Griffa, quien metió el dedo índice en Argentinos Juniors y encontró la solución: Juan Román Riquelme. Sí. En ese jugador brillante, único, exponente y guardián de la mejor tradición del fútbol argentino. A pocos importó las tempranas denuncias de Roberto Digón sobre irregularidades en el manejo de fondos.
Tampoco gravitaron las alertas de Carlos Heller, o las denuncias de Delgado o Bermúdez vinculadas a negocios turbios, y diatribas de sus rivales que acusaban a este de competencia desleal. “Si me dice que hay sol, yo salgo con paraguas”, solía decir el por entonces tesorero de Lanús, Nicolás Russo. La agrupación La Bombonera, que siempre enfrentó a Macri, denunció las sociedades anónimas y frenó el intento de mudar el estadio.
Sin embargo, los resultados mandan y la obtención del Apertura '98, más la del Clausura '99, le dio a MM otro triunfo. Dos campeonatos criollos más, cuatro Libertadores, y dos del Mundo lo terminaron de aposentar en el cargo durante ocho años más. E incluso pretendió reasumir en 2008 cuando se anularon las elecciones internas del club y se ordenó la reasunción del presidente anterior. Tampoco importó que fuera Jefe de Gobierno.
Como fuere, en el grueso de los títulos hubo dos artífices nodales: Juan Román, hoy vicepresidente del club; y Carlos Bianchi. Y los dos, al igual que Diego Armando Maradona, lo quisieron más nada que poco. El primero no solo lo ridiculizó en público, cuando lo del Topo Gigio en 2001, tras vencer a River 3 a 0 en la Bombonera, sino que enfrentó y venció al candidato M en las elecciones de 2019, como “segundo” de Ameal. Bianchi, en tanto, se atrevió a desautorizarlo en público durante aquella conferencia de prensa de 2001 en la que se levantó y se fue, cuando Macri le pidió explicaciones sobre la no renovación de su contrato.
Otro factor gravitó fuerte en los laureles: sin desestimar que el Xeneize tuvo tremendos equipos durante gran parte de la bisagra entre siglos, y que todo lo que logró fue ampliamente merecido, nunca estuvieron tan cerca de la realidad las sospechas acerca de alguna que otra ayudita arbitral. Dicho de forma concreta, con Macri en el poder, los dos goles anulados vía VAR durante los octavos de final de la Libertadores de 2021 frente al Atlético Mineiro hubiesen sido. Igual que el primero ante Tigre en la reciente final del torneo criollo, anulado por un offside bastante incobrable. Fallos los tres que, por cierto, enaltecen aún más al Boca de hoy, más perjudicado -o menos beneficiado- por fallos arbitrales que antaño.
Fue tarde cuando la sociedad tomó nota plena de los rebeldes que enfrentaron al macrismo desde adentro, casualmente los que de veras ganaron los títulos en la cancha. El contumaz cerrojo mediático, la penetración en el sentido común de buena parte de la sociedad vinculado a que MM podía repetir a escala capitalina primero y a escala nacional después lo que había hecho en Boca -analogía torpe por donde se la mire- y demás ensoñaciones, provocaron que se llegara tarde a entender la trampa. Lo sufrido a nivel país entre 2015 y 2019, cuando el objetivo primigenio del macrismo rindió frutos, consumaron la sofisticada arquitectura del artilugio que trastocó el sentido de lo posible: la rancia y odiadora elite neoliberal llegaba al poder ganando por penales, y de la misma manera que había entrado en Boca… Prometiendo lo que la gente quería.
Por eso tanto desahogo el domingo anterior.
Por eso, tan hermoso festejar un título sin contradicciones.