El Gobierno pareció dar una muestra de autoridad hacia la interna del vigente o desmembrado Frente de Todos. ¿Eso es bueno o malo?
La respuesta depende de qué se privilegia.
Renunciado Roberto Feletti como responsable de Comercio Interior y pasada esa repartición al control directo de Economía, el gesto es fuerte en cuanto a desprenderse de la influencia “administrativa” de Cristina.
La cuestión no es si Feletti se fue por decisión propia o a pedido de CFK, que continúa siendo el entretenimiento periodístico seguido a su renuncia. Como quiera que haya sido, lo concreto es que ya no está.
Si la mira es que el Presidente decidió concentrar resoluciones expeditivas y (empezar a) acabar con la dinámica agotadora de que se negocie entre los unos y los otros, en cada cartera, cada secretaría y subsecretaría, cada línea ministerial, cada relación con los movimientos sociales, suena sensato. Habrá de ver qué pasa en el flanco de Energía.
Desde un primer momento, el FdT horizontalizó, en lugar de verticalizar, el funcionamiento de las áreas gubernamentales más sensibles. Haberlas “loteado” entre los sectores que lo componen tiene cierta lógica, porque es una coalición. Sin embargo, el loteo llegó al extremo de que, ejecutivamente, cada quien procede según se le ocurra, sin coordinación alguna.
Así no se podía ni se debe seguir y el mismo Feletti, en el texto de su dimisión, señala que los resortes decisorios requieren un mando ensamblado que, desde arriba, tenga libertad para accionar. Y muchísimo más si está en disputa la lucha contra la inflación.
Pero después: ¿que “el cristinismo” vaya corriéndose de la gestión, por voluntad propia o determinación ajena, es una buena noticia sobre el rumbo que tomará la economía?
No.
La buena noticia sería que hubiesen acordado lineamientos centrales, en vez de quién impone sus criterios hacia una interna que ya semeja eterna.
Igualmente, aplica repetitiva la pregunta de qué es lo que tanto distancia a los segmentos de esa puja intestina. Como si hubieran unas diferencias insalvables, excepto considerar como tales un aumento en las retenciones, el manejo de una parte de la entrada y salida de divisas… y casi nada más si es por lo expuesto en público. Como si a un lado hubiera exactamente lo mismo que los cambiemitas, y al otro un enfrentamiento a rajatabla contra el neoliberalismo.
Es ése uno de los puntos en que vale detenerse.
Suele haber un error conceptual muy serio cuando se habla de neoliberalismo, como si consistiera en gobiernos con principio y fin; y no de una etapa sistémica del capitalismo, prácticamente planetaria.
Además de fallas en la formación ideológica, el yerro se comprende por motivos de economía expresiva. Se basa en razonar rápidamente acerca del signo político de una gestión, con sentido de crítica negativa.
Así, por ejemplo, decimos “el gobierno neoliberal de Macri”. Y sabemos que ni los propios macristas pierden ni perderán un segundo en desmentirlo. ¿Por qué lo harían? ¿Para qué se complicarían la vida?
En forma análoga, la derecha en su conjunto acusa al peronismo de ser “populista”. Al peronismo y a todas las experiencias, latinoamericanas en particular, que hayan intentado o vayan a pretender un papel activo del Estado en mejor defensa de las grandes mayorías. En eso no hacen diferencia alguna entre “kirchnerismo”, “antikirchnerismo”, “radicalizados” o “moderados”. Les dan lo mismo Cristina, Alberto, Massa o Kicillof. Evo Morales o Rafael Correa. Hugo Chávez o Lula.
Se acepte o no, “populismo” en su acepción de agravio es una enorme victoria cultural de la derecha.
Decir “neoliberalismo” implica un rato largo o bien fundamentado para indicar de qué se habla, mientras que “populismo” se asimila inmediatamente a demagogia, políticos chorros, vagos choriplaneros y continúa la lista.
En un caso, con pretensiones de síntesis, debe “resumirse” a Laclau y hasta ingresar al debate sobre si puede haber populismo de derecha y de izquierda. En el otro, basta con vomitar en discursos y en los medios que corrupción y populismo van de la mano.
Es de manual, a partir de cómo se trabaja que los grandes temas se identifiquen socialmente a mayor velocidad. Instantáneamente.
Hacia izquierda, caracterizar a los enemigos populares es mucho más complejo dialécticamente porque los “acusados”, aunque se los nombre, son interpretables en general como grandes abstracciones: el Fondo Monetario, la deuda, los que tomaron la deuda, los que fugan divisas hacia paraísos fiscales, el carry trade o la bicicleta financiera, etcétera. Por supuesto, esos nombres están. Pero quedan relegados a espacios que no son de consumo ni atracción masiva.
En cambio, hacia derecha o derecho viejo por allí, alcanza con hablar de “la casta”; de los privilegios de quienes reciben ayuda estatal, mientras quedan desprotegidos los ciudadanos que “pagamos nuestros impuestos”; de los piqueteros que cortan el tránsito y no nos dejan llegar al trabajo y, también, sigue la lista. Esos estigmatizados tienen nombre propio, tienen rostro, los vemos todos los días. Es fácil. Es la puteada específica.
En aspectos como ésos radica la victoria del neoliberalismo. En la conquista de las subjetividades. En el entendimiento extendido, ecuménico, de que la salvación puede ser individual. En la resignación respecto de que el Estado no (nos) soluciona nada de nada en cuanto a aspectos estructurales. No (nos) resuelve mejor salud y educación, ni la inflación, ni acceso al crédito, ni a la vivienda.
Todo ello tiene parte de cierto, precisamente porque lo estatal, o lo entendible como “lo público”, resulta cooptado por esa mentalidad.
Pero nunca el Estado debe ser visto preeminentemente como más chico o más grande desde lo cuantitativo, sino en función de a quiénes beneficia con prioridad. El Estado más inmenso es el que administra la derecha, porque pone a su servicio total los resortes productivos y distributivos, los medios de comunicación, el Poder Judicial. Entre nosotros, tomado desde los ’70 para acá y además de la dictadura, nunca hubo Estado más fuerte que durante el menemato y el macrismo.
De allí que hablar de gobiernos neoliberales o populistas sea en buena medida un equívoco porque todos quedan dentro del neoliberalismo como instancia generalizada, no coyuntural, de esta fase del capitalismo. Su fase financierizada con papeles pintados o criptomonedas. Digital. Aplastante. Es esa convicción ampliada, universalizada, ganadora, de que ya no hay trabajadores, en su caracterización de clase, sino emprendedurismo individual capaz de creerse el éxito de la felicidad solitaria, ajena a la suerte del colectivo.
Y de allí deviene, asimismo, que la interna del Frente de Todos no tenga salida posible mientras se crea que está en discusión quiénes son más guapos para imponer condiciones, cual si se tratase de que los unos son revolucionarios y los otros reformistas apenas tibios.
El kirchnerismo, en sus momentos óptimos (Néstor presidente, Cristina a la vuelta de la derrota contra “el campo”), fue idóneo para recrear entusiasmos mayoritarios gracias a haber sido, por lejos, lo mejor que le pasó a las mayorías desde el recupero democrático. Pero, aun así, apreciado como período, no pudo terminar de imponer ni un cambio de raíz en la matriz productiva, ni su ley de Medios progresista, ni la reforma judicial.
Entonces, y más allá de lo imperioso de que el Gobierno muestre alguna convicción de enfrentamiento contra los factores de Poder, en vez de seguir con diálogos interminables e inconducentes, ¿cómo puede perderse de vista que es un Gobierno que gracias si se logró porque Cristina no tuvo otra que colocar en cabeza de la fórmula a un “moderado” (con lo cual, y pese a la tragedia macrista, ni siquiera pudo impedir que el “macrismo” llegase a superar el 40 por ciento de los votos).
Lamentablemente, parece improbable discutir con quiénes creen que lo que está en juego es la grandilocuencia tribunera de extremar propuestas.
Lo que está en juego no es una revolución (¿es necesario subrayarlo?).
Es la posibilidad de que el agónico Frente de Todos se ponga de acuerdo, de mínima, en impedir que en unos meses se lleven puesta la chance de rechazar y controlar extremos de derecha. Y en la de entusiasmar para que así sea.