“En la peluquería éramos menemistas sin saberlo”, dice la joven peluquera apodada Rose, marcada por la orfandad –sus padres murieron ahogados en el Tigre–, que fue criada por unos tíos indiferentes, a quienes abandonará apenas consiga un trabajo que le permita emanciparse. “El poder político no es otra cosa que una administración cuantitativa y cualitativa de la felicidad de un país, bajo la imposición de categorías estéticas y éticas acerca de la conveniencia de las mejores vidas, y Menem dio su idea de la felicidad, como una llovizna nos la dio”, agrega esa voz acentuada por una ironía ligeramente arrabalera y una precisión inaudita para desplazar el zoom de sus certeras observaciones hacia la cuestión de las clases sociales –un tópico de endeble abordaje en la literatura argentina contemporánea–, cuando señala que Nora, la de las uñas esculpidas, se compró un Honda Prelude, un auto japonés, “haciendo uñas postizas de mujeres lindas con las uñas comidas”. El resentimiento y la sensación de que hay ganadores que consiguen más –aunque ella acceda a comprarse un departamento de dos ambientes– tiene su contracara en perdedores como José, el amante de Rose y padre de una niña y un niño ciegos que son el paradigma de la crueldad, que pasó de tener un frigorífico a manejar un taxi. Pocas primeras novelas tienen la potencia tóxica y la desfachatez mayúscula que despliega El papel preponderante del oxígeno (Reservoir Books) de Angeles Salvador para captar los entresijos de los años 90.

A pesar de que la voz de Rose es adictiva, genera sentimientos encontrados que van del amor a la compasión hasta el rechazo más visceral. No hay términos medios con esta criatura que encuentra en el sexo un antídoto para exorcizar sus demonios interiores. “Todos nosotros en la pelu, en el colectivo, haciendo los chistes sobre Menem, riéndonos tanto de Menem, fuimos geniales. Con nuestras lecturas teatrales de la suerte, del resentimiento, de la puesta en escena de un gobierno, de la marioneta que nos cagaba desde arriba de un puente como solíamos decir. Qué maravilla el tiempo aquel”, exclama la peluquera. Antes de empezar a escribir su primera novela, Salvador (Buenos Aires, 1972) fue actriz. Estudió actuación y se formó con grandes maestros como Ricardo Bartís, Rafael Spregelburd y Daniel Veronese; trabajó en las obras Deseos venéreos de Omar Fantini y Raspando la cruz de Spregelburd. Cuando nacieron sus tres hijos, se complicó ensayar y actuar de noche. Entonces llegó un gran paréntesis teatral, que se extendió hasta el presente. A los 38 años decidió anotarse en un taller de escritura con Esteban Schmidt y ahí empezó a escribir El papel preponderante del oxígeno, novela que está dedicada a su padre Alejandro, quien le donó un riñón para el trasplante que le hicieron hace 9 meses.

“Me doy cuenta de que aprendí a escribir diálogos gracias al teatro, algo que me quedó de improvisar mucho y de cierto absurdo que aparece en el habla. El tema de la ficción en el teatro –que es contrario a la ‘literatura del yo’– me alentaba a ser otras mujeres como actriz. La ficción no me da miedo. Me daría miedo tener que escribir en primera persona sobre mi vida”, revela la escritora a PáginaI12.

–¿Cómo construyó la voz de Rose, una voz un poco frívola?

–La fui construyendo desde cierto escepticismo que podía tener porque las cosas no le salían bien y estaba muy sola, no tenía un entorno fructífero para ser más amable o menos dura. Al ir por ese lado, como contrapartida surge cierto humor desde la tontería, que puede ser esa frivolidad. El ambiente de la peluquería le da un entorno frívolo y hace pie en ese mundo. Como está sola, no le queda otra que trabajar de eso que aprendió y que le da cierta comodidad y emancipación; es una buena peluquera y sabe hacerlo bien. Igual tiene algo antiguo, no sé si hoy una mujer hablaría así. Hoy cambió mucho todo y hay otros aspectos para posicionarse desde el feminismo, que harían que Rose se sintiera más culposa de cómo es. Me parece que es un personaje vulgarmente trágico que va indefectiblemente hacia su fin.

–¿Por qué buena parte de la novela transcurre en los años 90?

–Me interesan esas vidas que existieron más allá del menemismo, esos movimientos de clases ascendentes y descendentes donde muchos no lograron hacer pie. Ahí es donde yo me veo porque nunca terminé de hacer pie, menos en este país. Rose trabaja en una peluquería de ricos, pero ella nunca será rica.

–¿Cómo explica el hecho de que Rose sea un tanto desaforada con el sexo?

–Me parece que es una exageración de la autora (risas). Me gustaba la idea de escribir una biografía sexual, pero después me di cuenta de que se agotaba. Rose no fracasa en el terreno sexual, pero le falta distancia. Ella se deja llevar por esas salidas, por esos hombres con lo que se va a acostar y eso tiene que ver con un malentendido que genera el amor en la neurosis de uno. Ella responde a un estereotipo de mujer arregladísima, super coqueta, que está siempre alerta y metida en el mercado de la seducción, hasta que se enamora. 

–Hay unos niños ciegos que son malos como la peste. ¿Qué función cumple la ceguera en la novela?

–Quizá sea una metáfora de lo que me pasó como escritora, porque yo no veía lo que iba a escribir y estaba ciega respecto de mi propia historia. En un punto todos somos hijos ciegos que no podemos ver la dinámica de la propia familia, no podemos ver lo ominoso. En los 90 había una gran ceguera social.

–Hay muy buenas descripciones en la novela. ¿La observación le viene más de la actriz que de la escritora o hay un poco de cada una?

–Hay un poco de las dos. La observación para construir los personajes viene de la actuación, de la actriz, pero también de la escritora porque cuando escribo voy abriendo un poquito más de verdad en el terreno de la propia ficción.

–Una cuestión que la obsesiona es el ascenso o descenso de clase. ¿Qué encuentra en este tema?

–Me pasó de no tener un mango y decir qué estoy haciendo, de trabajar en un hotel en Once y nunca crecer. En mi niñez mi familia tenía una propiedad, cosas normales, que después se perdieron por la coyuntura del país, que siempre te da sobresaltos muy fuertes y que resulta  insoportable porque pareciera que no termina nunca. Yo perdí una casa, mis padres perdieron una casa. Hay demasiados altibajos en nuestras vidas.