El 7 de junio, establecido como el Día del Periodista, es una oportunidad para presentar algunas preguntas, que también son dilemas éticos que emergen en la agenda de la profesión y abrir el debate sobre los mismos. Son cuestiones que, por cierto, no solo atañen estrictamente a quienes ejercen la profesión periodística, sino que conciernen también a todos aquellos y aquellas que hacen docencia e investigación en el cada día más complejo y amplio mundo de la comunicación. Dando por sentado que hoy el campo disciplinar y profesional se proyecta en un escenario de múltiples incumbencias, desarrollos y habilidades, potenciados por la tecnología.
Muchas veces hemos dicho que la tarea del periodista consiste en revelar lo nuevo, en transparentar lo oculto, especialmente aquello que el poder busca esconder. Es una tarea esencial a la que no se puede renunciar de ninguna manera. Es evidente que los modos de informar y de informarse se multiplicaron y desestructuraron por los desarrollos tecnológicos que además generaron otras prácticas, habilidades y costumbres culturales. No obstante sigue existiendo un reflejo ciudadano que acude a los periodistas cuando se pretende dar visibilidad a algo, a un tema, a una realidad. Se trata de entender el periodismo con un servicio y una responsabilidad ciudadana que sitúa la profesión como eje del ejercicio del derecho a la comunicación. Es una compromiso que no se puede eludir.
Hay que atender, sin embargo, a otro aspecto no menos importante del trabajo profesional. A la luz de lo que está sucediendo en nuestro país y en nuestros países, la labor de los periodistas se ha transformado en una tarea difícil, hasta ingrata y en la mayoría de los casos portadora de “pálidas” permanentes. ¿Hay otra manera de hacer periodismo? Seguramente sí, aunque con solo decirlo será suficiente para que se alcen algunas voces acusando de ingenuidad o de falta de realismo. La corrupción y la mentira existen, la violencia nos atrapa en la cotidianeidad. Pero esa no es toda la realidad. En el escenario hay también otros temas, otras situaciones que también merecen ser recogidas y que tienen valor “noticiable”, porque hablan de valores, de ejemplos positivos, de solidaridades. Si vale o no la pena incorporar estas cuestiones a la agenda probablemente encuentre una respuesta valedera a través de un intercambio más frecuente y asiduo con nuestras audiencias, con aquellos que reciben cotidianamente nuestros mensajes. Es un diálogo al que cada vez menos nos sometemos los periodistas, mayormente acostumbrados a escucharnos a nosotros mismos.
Hacerlo impone también otra demanda: los periodistas tenemos que hacer el esfuerzo de bajarnos de nuestros pedestales mediáticos, resignar la condición de “estrellas del espectáculo” que en muchos casos se sobrepone a la del profesional de la información y de la comunicación. Quizás un camino para lograrlo sea pensar en las responsabilidades que nos impone la tarea, en la profesión como servicio y en las necesidades de nuestras audiencias ciudadanas, antes que en el “rating” o en la búsqueda permanente de repercusión a partir de lo que decimos o escribimos. ¿Se pueden lograr los dos propósitos a la vez? Es posible, aunque no siempre es así. Pero hay un imperativo ético ciudadano que nos obliga a poner por el servicio por encima de los egos personales o del alimento de nuestras vanidades.
Sin caer en la ingenuidad de pensar en la autonomía absoluta de los periodistas, habría que agregar otra pregunta acerca de a quién respondemos o a quien prioritariamente. ¿A las empresas? ¿A determinados grupos u orientaciones políticas? ¿O bien a las audiencias o, para ser más preciso, a un sector o a un grupo de esa categoría siempre diversa y plural con la que cada periodista construye empatías? Y en este último caso no debería quedar nunca por fuera el sentido de la universalidad del periodismo como servicio ciudadano. Cada día se hace más presente la tensión entre el periodismo y una condición que bien podría denominarse de “operadores mediáticos”. Un capítulo aparte merecería la conducta disociada y el doble estándar de quienes ofrecen informaciones diversas y hasta encontradas en los medios y en las redes.
Una última referencia –con absoluta conciencia de que la agenda podría ser mucha más rica y extensa– tiene que ver con el periodismo y la verdad, en la época de la llamada “posverdad”. Dejando atrás la obsoleta idea de la objetividad periodística es preciso recuperar el respeto por la verdad, entendida como veracidad de los hechos. Sabiendo también que no existe una única verdad ni siquiera en la descripción de una situación. Hay siempre multiplicidad de verdades como resultado de las circunstancias pero, sobre todo, de puntos de vista sobre cada realidad. Todas ellas deben ser atendidas, necesitan ser expuestas. Es una responsabilidad ética y ciudadana no mentir e informar de manera completa para que las audiencias, que son primaria y principalmente ciudadanos, puedan tomar decisiones libres.
Son apenas algunas preguntas, en un escenario profesional en el que hoy abundan más interrogantes que respuestas.