Sara Hebe es una máquina. Al menos eso se dice afuera del Teatro de Flores, recién comenzada la noche de un sábado de 9 grados. "Es una máquina, a veces sale con una botella de vino a cantar y se re ceba", le explica un hombre de unos 30 años a dos chicas vestidas exactamente iguales -suéter rojo, jeans desgastados, Converse- y muertas de frío en la esquina del teatro porteño. El recital arranca en dos horas y este grupito de fans de Sara Hebe decide matar el tiempo intercambiando anécdotas de sus shows.
El aire gélido no interrumpe el flujo de profecías autocumplidas: dicen que es muy manija, que a veces canta cuatro veces el mismo tema, que sus recitales no son para cualquiera. Hablan y repiten como se habla y se repite sobre las estrellas de rock más convocantes del planeta.
Adentro, el DJ set de la antesala es un pastiche compuesto por Kanye, Thalía, Daddy Yankee y versiones cumbia de Motomami. Los centennials, indies y adultos reunidos acá no esperan: bailan. Un cartel avisa que los niveles sonoros de este lugar pueden provocar lesiones permanentes en el oído, pero a nadie parece importarle. A minutos del show, esto es un boliche.
Los gritos impacientes en la sala, ahora llena, materializan a Sara Hebe en el escenario pasados quince minutos de las 21. Sostiene una especie de tótem en forma de cabeza, la parte superior de una escultura de piedra degollada, y lleva un outfit que tiene de todo: un arnés en las piernas, la cola de un vestido, un blazer estampado, algunos brillos y unos cuernos prominentes en la cabeza.
El surrealismo de la puesta en escena parece un intento de traer un poco de fantasía para balancear el golpe de realidad que suponen la mayoría de las letras de Sara, una de las pioneras de ese rap político que hace 10 años era incluso más marginal. "Le presento una botella / Cortada al pico / Impuesto a la riqueza pa' los ricos / Libertad para Milagro / Cerrá el pico / En el mundo todo preso es político", canta con una fuerza feroz y una rapidez incendiaria en Puras wachas, el tema que da comienzo al recital.
► El club de las chicas dulces
Determinada a ofrecer un último gran show antes de su gira por Latinoamérica y Europa, la cantante de 38 años presenta su quinto disco, Sucia estrella, en este teatro de 1400 metros cuadrados, con sus paredes negras y su palco resaltado de dorado -no de oro: dorado-, sus dos barras, su mirrorball colgando deforme y derretida del techo y su arquitectura que permite ver y escuchar desde prácticamente todos lados.
El recorrido parece lineal al principio: un setlist impoluto que recorre el cosmos de Sucia estrella en su totalidad, desde crowdpleasers como Kenny Bell y Cheto Mal -que canta desde el palco, iluminada por un único reflector, en un número íntimo y sensible- hasta México, un tema sobre la vulnerabilidad del amor cuyas raíces más profundas están en la balada, el electropop y el trap, una mezcla que ilustra el sonido polifacético de Sara.
Para el décimo tema del disco, Sara invita a Juliana Gattas al escenario ("La más dulce, Juliana, sucia estrella") en lo que será el primero de varios duetos de la noche. Justo después aparece Sassygirl ("La megadulce, puras dulces en mi crew, eh"), trapera indie con la que interpreta Dale.
Y, de repente, la profecía del grupito congregado en la esquina de Rivadavia y Pergamino se cumple. Quedan dos temas de Sucia estrella, pero Sara no se contiene. "Voy entrando en onda ahora que se termina el disco. ¿Arrancamos todo de nuevo?", pregunta, un poco en joda y un poco en serio, con el eco metálico que le da a su voz el autotune todavía prendido. "¿Podemos repetir un tema? Yo soy así de gede, ¿puedo? ¿Cuál hacemos de nuevo? Qué hinchapelotas soy, yo sabía que iba a pasar esto", dice, divertida, y cumple: canta de nuevo Cheto mal.
Después, vuelve en sí: "Vamos a terminar como corresponde todo el re-per-to-rio". Van 45 minutos de show y en ningún momento hace pausas para tomar agua o recuperar el aliento, apenas baja la velocidad para ubicar el setlist y seguir tocando, como si tuviera el impulso irrefrenable de salirse del libreto y dar el show que decide en el momento. El disco termina, Sara pide un ron y vuelve. Y lo que sigue es delirio, show y capricho.
► Ni aunque la música termine
Como si las 14 canciones que acaba de tocar hubieran sido un preámbulo sin exigencias, la rapera chubutense inicia un experimento instrumental que licúa todos sus vicios e influencias, del dancehall al dembow, de la electrónica al rock. Una versión de Sucia estrella de Ratones Paranoicos, temas claves de su discografía -Esa mierda, Normal, Jeni-, un número bailable al ritmo de Teta, un cover impecable de Hit the Road Jack y el último dueto de la noche, otra vez con Juliana Gattas, en forma de cover de I Follow Rivers.
En el medio, no falta el polvo que convierte a Sara en una sucia estrella: la crudeza del discurso, la carga política de sus letras, el entendimiento de la música como espacio genuino de memoria y denuncia. "Ustedes producen memoria, y si nosotros no producimos memoria, no la produce nadie", dice antes de cantar Nunca digas nunca, una canción sobre los desaparecidos en democracia. "Fuck the police. La contra al sistema capitalista es el amor, ustedes saben."
Pasadas las dos horas de recital, Sara no tiene ninguna intención de terminar. Siguen los temas -Lujo popular, Asado de fa, Morón-, y aunque cada uno parece el último, Sara improvisa, se pelea con su mánager, se tira de espaldas a la multitud, pide seguir. Y sigue, como una hydra caprichosa a la que intentan cercenarle la cabeza y en su lugar crecen otras dos.
Pero el show termina aunque Sara no quiera. De un momento a otro, los músicos desaparecen. La cortina está cerrada, la luz -ahora prendida, impiadosa- vuelve a revelar las paredes negras del teatro. Y aunque la música terminó y no hay rastro de la banda, como una máquina o una hydra, Sara Hebe sigue balanceándose entre los brazos hambrientos del público.