Cuando los textos cubrían los primeros días de la invasión Rusia a Ucrania sentí una extraña transgresión que mi cuerpo no ocultaba, porque comprendí que en todos esos textos el espacio no se diferenciaba: indistintamente se unían Ucrania, Kiev o Bielorrusia, como si una metonimia reprodujera la perplejidad que sentíamos en una ciudad como Rosario que literalmente sometía la libertad de nuestros actos. Recuerdo que en esos días las últimas noticias afirmaban que la comunidad Europea decidía cambiar sus objetivos ciento ochenta grados, y otra vez el espacio parecía agrandarse, multiplicarse hasta alcanzar la mirada totalizadora de miles de cámaras ocupando un radio de trescientos sesenta grados, con la consecuente precisión de los actos, la milimétrica acción ralentizada y bruscamente continuada, como lo haría el municipio en la ciudad de Rosario en pocos días más con otras miles de cámaras puestas para controlar el tránsito, el delito o la violencia inhumanas en las calles de la ciudad.
Cuando la distancia que media entre la vida y la muerte se achica, se vuelve estrecha, las expectativas de una vida también se reducen, y en los escasos siete días que habían pasado desde el comienzo de la guerra la norma que separaba a unos de otros era un interrogante que no tenía respuesta. Aún el espacio pertenecía a un siglo que ya no estaba.
Los armamentos que se utilizaban en los enfrentamientos no alcanzaban la gramática de una lengua que nombrase sus atrocidades, porque resolvían la potencialidad de cada conflicto con batallas propias del siglo XXI que armonizaban su capacidad de fuego sin tener la necesidad de ocupar el mismo medio físico que la guerra planteaba, y progresivamente las ciudades se volvían espectros, presencias o ausencias virtuales, sus ciudadanos se alejaban, las dejaban, dejando todo aquello que ningún valor conservaba. Veía el vacío, las inutilidades, las casas destrozadas, los puentes maltrechos, las instituciones, los bienes públicos y privados, la voracidad, el hambre, un jogging negro con dos rayas blancas, los soldados ucranianos vestidos de negro ayudando a esa mujer acostada sin saber lo que le pasaba, la gente aquí y allá, con un celular hablando, los soldados rodeando a esos escasos metros cuadrados compungidos por el barro, la nieve desperdigada, descongelándose, mezclándose detrás de la hilera de un alambre con la tierra desvanecida, escapando, abriendo un camino que en su perspectiva llevaba al fondo de casas precarias, continuamente al mismo lugar, evitándolo, ya perdido, como el objeto de cualquier recuerdo estancado.
Aún el espacio proyectaba las ideas de Loos, los restos de una arquitectura que con la innovación de sus ideas desplazaba todo lo que extraordinariamente persistía del siglo XIX, y comprendía que en un tiempo inverosímil, frágil, instintivo, súbito, a comienzos del siglo XX esas mismas ideas racionalistas cayeran irremediablemente junto a las ambiciones del Imperio Austrohúngaro. Recordaba las pequeñas ventanas que había imaginado Loos para algunos de esos diseños tan particulares, y otros espacios semejantes, racionalistas a principios del siglo XX y minimalistas después de la segunda guerra, cuando había sido necesario pensar otra vez el espacio y reconstruir los restos de una Europa devastada, hambrienta, irremediablemente austera, sobria, como si esas cualidades hubiesen propiciado la naturaleza de un diseño arquitectónico público y privado desprendido de las necesidades y posibilidades de su inmediata referencia, nunca tan precisa, nunca tan equivalente, nunca tan inmediata como la realidad evidenciada o simplemente expresa.
De adolescente recorría la ciudad de Rosario y el único barrio que tenía una arquitectura diferente a la del resto era Fisherton. Por supuesto, sus casas se construyeron de acuerdo al estilo inglés: techos a dos aguas, planta alta y baja, ladrillos a la vista, ventanas rectangularmente verticales que presumen habitaciones, cocinas o livings. Sin embargo, no me dejaba de llamar la atención que tanto las casas en barrios pobres (recordemos que Fisherton no lo es), como el estilo de la arquitectura elegida para construir las instituciones públicas de la ciudad en estos últimos treinta años con la llegada al poder del socialismos, seguían o perseguían una línea recta o chata, plana, en donde las ventanas que permitían el ingreso de la luz en su interior eran pequeñas o estéticamente opacas, informales, literalmente hablando, "impensadas".
Curiosamente, el estilo de la arquitectura adoptado por el municipio en estos últimos treinta años es el mismo estilo que adoptaron las casas en los countries, cuando la ciudad se achicó, se fraguó, se condensó, y debió extenderse hacia todos los puntos cardinales, dando como resultado la llegada de barrios cerrados, casas que se pensaron con sus ventanas anchas o puertas-ventanas para que el ingreso de la luz fuera total y no la expresión mínima del minimalismo característico de las instituciones públicas de la ciudad. Como las líneas informales, atonales, chatas, rectas, planas, literalmente impensadas, ese espacio abierto dentro del espacio y el tiempo no produce rechazo sino curiosidad, inquietud, o esas presencias o ausencias indistintamente virtuales tan características de un espacio que expresa indiferencia, silencio, apatía, tan semejante a la ciudad que eligió Stanley Kubrick en La naranja mecánica para representar esas cualidades, con significados no muy diferentes a los que construyen los seres humanos y AI-DA en una obra de arte, la robot humanoide que mostró su poesía en la última bienal de Venecia.
Creíamos que a una cultura le bastaba con poseer libros o bibliotecas, teatros y cines, y nunca pensamos que los diálogos cotidianos estaban colmados de cultura, y de una cultura que se la suele degradar, o despreciar, cuando vamos al supermercado y hablamos con un vecino haciendo cálculos y nunca esos cálculos son los mismos, porque siempre especulamos con otra posibilidad: unos multiplican cinco por seis y otros a veintitrés le suman siete para llegar al mismo resultado.
Para los mocovíes, por ejemplo, el silencio era tan concreto y objetivo como la sabiduría topológica que apreciaban en la naturaleza. Aunque entre el lenguaje de los mocovíes y el nuestro, aunque entre las abstracciones matemáticas y la relación concreta con el entorno pareciera no haber armonía alguna, eso no invalida el hecho de que el espacio y el tiempo se pudiesen reducir en una fórmula o, lo que es lo mismo, en un gesto, siempre práctico para unos y para otros. ¿O es muy diferente el lenguaje de los sordomudos? No. ¿Y por qué no? Porque si en vez de decir "Hace mucho tiempo que espero" dijésemos, como dicen los sordomudos, "Yo-Ya Esperar Durante", estaríamos reduciendo nuestro lenguaje al espacio, desatendiendo su continuidad temporal; es decir, atendiendo de alguna manera a una fórmula o a un gesto que lo discrimine para poder comprender la realidad.
El lenguaje de los mocovíes, así como el de la mayoría de los pueblos originarios que eran nómades, como también lo fueron los primero Homo sapiens, tenía razón, una práctica razón. Quiero decir, entre los diseños minimalistas tan característicos de Loos aparecidos después de la segunda guerra y los actuales, inexistentes en las ciudades, ya que su arquitectura necesita de espacios amplios, abiertos, para que ese diseño sea funcional; las degradantes consecuencias de la segunda guerra para toda la sociedad europea; la miserable subsistencia que proyectan la arquitectura de las casas en barrios tanto o más precarios en la ciudad de Rosario, en donde el dinero solo "sirve" para construir un techo, cuatro paredes y dos ventanas, compartiendo la misma proyección plana, chata, uniforme, de las expectativas de las personas en aquellos espacios que sirven cerveza, pizzas, carne asada, el único negocio rentable en zonas determinadas de la ciudad; la guerra en Ucrania que resuelve sus batallas sin ocupar el mismo espacio y sin alejarse de los comienzos de un siglo XX que había visto caer sus ambiciones racionalistas junto a una concepción de poder reemplazada por otra atroz, emblemática, seguía persistiendo, sin embargo, en el siglo XXI una evidente paradoja: llamamos virtuales a los espacios externos de interacción individual o grupal, pero, justamente, nuestros pensamientos, que pertenecen a un mundo interior, siempre fueron virtuales.
La objetividad de nuestros pensamientos siempre será una objetividad inmanente, ya que siempre buscarán un fin o se relacionarán con un contenido. En la representación siempre algo es representado. Si amamos, por ejemplo, es porque amamos a algo o a alguien. Solo que aquello que deseamos representar se volvió un carácter imposible de cambiar, porque nuestro entorno es violento, insípido, ingrato, intolerante, amargo, escueto, brutalmente distante o sobrio.