En un año tan lejano como 1963, Ramón Ayala –entonces tenía 27, hoy 95- condensaba ya su largo y colorido devenir en un disco. Lo llamó Viaje vegetal. Rodaba en formato LP a 33 revoluciones por minuto y tenía once temas, que versaban sobre seres, paisajes y músicas de Triple Frontera, entremezclados en un todo común. En su momento, época de auge de nombres como Eduardo Falú, Ramona Galarza, Atahualpa Yupanqui o Ariel Ramírez, pasó bastante inadvertido pero, como los buenos vinos, su buen gusto se fue descubriendo con los años, hasta transformarse en una de las perlas sonoras y poéticas fundamentales para la historia de las músicas de raíz.
Por estos días, a sabiendas de su valor intrínseco y como parte de un proyecto de recuperación integral del catálogo de siete vinilos de Ayala, su trabajo iniciático acaba de ser restaurado, digitalizado y subido a plataformas on line. Publicado originalmente por el sello uruguayo Carumbé, el disco –que increíblemente permanecía inédito en la Argentina- es un presagio del universo Ayala que plasmaría en sesenta años, nada menos. Ya está concentrado en él, es decir, ese mundo de tierra colorada, seres anónimos y ranchos ribereños propios del arte de multifacético hijo de Garupá, pueblito de la periferia de Posadas, que luego harían suyos las voces de Mercedes Sosa, Horacio Guarany, Teresa Parodi, Cecilia Pahl, entre tantísimos intérpretes.
Al disco. El ruido a púa inicial no solo transporta almas y oídos al momento en que el trabajo se editó, sino que estremece por su pertinencia y pertenencia a un paraje sonoro propio de una parte del litoral –no necesariamente la más chamamecera- por entonces casi virgen en términos de mercado. Es tal la galopa misionera que inaugura la ópera prima bajo el nombre de “La vertiente”. Apenas un aperitivo que entronca luego con el primer clásico de don Ramón Gumercindo Cidade: “El cosechero”, ese personaje de la tierra del Chaco “quebrachera y montaraz” que deja en el algodón su corazón, y que años después sería bocado fino, bello y dulce para la voz de Mercedes.
El sonido arcaico, propio de los fondos del folklore hecho música, impera también en “El gualambau”, nombre de un antiquísimo instrumento de cuerda indígena, que Ayala –trocando la “u” por la “o”- reinventó como género musical apoyado en su hermano, el violinista y también compositor José Vicente Cidade. Se trata de un ritmo de frontera que conjuga galopa y polca en un original compás de 12/8.
Galopa como la que arropa en retumbos otro clásico inmortal: “El mensú”, personaje que enamoraría las voces de Teresa, Horacio y Ramona… “selva, luna, noche / pena en el yerbal”. Profundísimo él, y significativo, al punto de generar una de las anécdotas más llamativas del planeta Ramón. Año antes de editar su disco debut, había viajado a Cuba invitado por el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos, y allí conoció al Che Guevara, que le contó en persona que el tema era uno de los más cantados en los fogones guerrilleros de la Sierra Maestra.
Otra arista de su tarea primigenia: casi lógicamente le costaba más Corrientes que Misiones al joven Ayala, y así se nota también en “El mencho”. El chamamé, aunque correcto, ensombrece ante lo que entonces proponían su amigo Damasio Esquivel, Mario del Tránsito Cocomarola o Ernesto Montiel. Ventajosamente, la maravilla verde agua vuelve a ser tal a través de otra de las piezas que porta el viaje iniciático de Ayala. “El jangadero”, bellísima canción del confín del litoral, que entronca con la menos conocida –pero dulcísima- “Irupé”. Versa sobre la leyenda del manso río Paraná que se enamora de la indiecita llamada así, al punto de cortejarla “con voz de bruma”.
Los personajes que completan la galería inicial de don Cidade son “El hachero” y “El Cachapecero”. A su pluma le debe el pueblo su conocimiento sobre ellos. Difícilmente hubiese sabido un bicho de ciudad sobre esa tierra que cobija al hachero de la selva, que el autor –apoyado en este caso en la lírica de Soledad Legar- informa a trote de galopa. Menos aún se hubiesen enterado del cachapecero, ese otro personaje que pilotea el carro tracción a buey, llevando troncos por los fondos del Chaco boreal.
Además de lo estrictamente musical, aquel vaticinio hecho disco contempla otra de las vetas estéticas del misionero: el dibujo. La tapa hecha en tinta por el mismo autor, bajo el título de “Paisaje misionero” torna visible lo que luego se escucha en música. Y una tercera dimensión, la de escritor, aparece cuando el tío de Walas –cantante de Massacre- tiene que definir el disco en tiempo y forma. “Para ellos, para la gente simple de mi tierra, pero llena de luz, va este homenaje de guitarra y canto”.
Y lo asiste la razón.