Hoy a las 20, en el Gran salón de Plataforma Lavarden (Mendoza 1085) tendrá lugar uno de esos necesarios actos de justicia reparadora que hacen que una sociedad merezca el nombre de civilización: el dramaturgo, director, actor y performer Omar Serra recibirá la declaración de Artista Distinguido de la ciudad de Rosario. Es un reconocimiento más que merecido a quien desde hace tantos años (toda una vida para muchos) viene siendo fuente de inspiración creativa y creando maravillosas puestas escénicas casi de la nada, con los mínimos recursos materiales que su ingenio logra reciclar, siendo sin embargo autor de adaptaciones excelentes, basadas en un trabajo de investigación que ninguna universidad se ha tomado la molestia de financiar. Omar Serra se zambulló en la cultura griega clásica de la Antigüedad para escribir y autoeditarse, en 2009, el libro perdido de la saga de Edipo de Sófocles, Layo. Fue una edición artesanal con tapas repujadas que él mismo realiza, con el oficio adquirido en los años 70 y 80 en sus tiempos de artesano que trabajaba el cuero para subsistir mientras creaba algunas de las performances y actuaciones más maravillosas que hayamos podido ver en esta ciudad. Lo conocí a fines de la dictadura, si mal no recuerdo en 1982. Me acercó un volante de difusión de la obra La tempestad, de Shakespeare, en aquella puesta que dirigió Norberto Campos al aire libre en las barrancas del Parque Urquiza. Fui. El escenario estaba hecho con cañas, y el vestuario, con lienzo teñido. El atardecer sobre el río Paraná estuvo a cargo de las luces en el primer acto. Omar compuso al mago isleño Próspero con una potencia tan creíble que sus hechizos me resultaron terroríficos, y me enamoré del barroco para siempre.
La misma entrega y la misma capacidad de conmover nos hizo a algunos volvernos adictos a la mejor Winnie que vi y oí jamás. Los días felices, un monólogo tour de force que puede consagrar a una actriz, es una de las piezas más a menudo representadas del dramaturgo irlandés Samuel Beckett. A fines del siglo pasado, Omar se dirigió a sí mismo haciendo de Winnie. Todavía me rompe el corazón escuchar en mi memoria aquella voz: "Willie...". Y el clímax de la obra, cuando Winnie se dice a sí misma: "Canta, Winnie. Canta tu canción" y arroja al aire su sombrilla en llamas, motivó a una pequeña horda de gente sensible con tan poco dinero como él, entre las que se encontraban Max Cachimba, Pablo Dacal (quien entonces tocaba con Coki Debernardi) y quien suscribe, a producirla en el antiguo sótano de Luis Bras. Importantes intelectuales y periodistas de aquella época acudían a ver la puesta en el Galpón Okupa, donde el gesto flamígero era un riesgo puramente estético, dada la gran altitud de los techos. En el sótano de Bras estaban las casitas de cartulina que ese genial cineasta -otro que hacía todo a pulmón- había pegado formando un pueblito de ficción para filmar. Si estoy escribiendo esto es porque una deidad favorable impidió esa noche que el fuego de la sombrilla las rozara.
Vuelve mi memoria a una tarde fría y soleada de 1982: una performance, casi secreta, en el mirador semicircular de ladrillo que se encuentra en la barranca que se extiende entre Pasaje Juramento y Avenida Belgrano, cerca del Monumento a la Bandera. Gladys Nistor tenía algo que ver, además de Omar, cuya performance consistía en comer una mandarina. Pero era intenso, muy intenso. Me volví dadaísta. Nos hicimos amigos, por entonces. Yo le escribía poemas en sus jeans con birome azul trazo grueso (se dejaba) y él nos contaba sus aventuras en los años 60, en aquella Buenos Aires de persecuciones a las mentes que se abrían al universo y a los cuerpos que socializaban el placer. Omar Serra fue la Eva de Copi (literalmente; y una de las pocas puestas donde puso un precio fijo en la entrada), fue Sade en su propia adaptación de Filosofía en el tocador, y fue el loco divino Daniel Paul Schreber en una de sus adaptaciones al teatro más flasheras y voladas, la de las Memorias de un neurópata que aquel místico incomprendido había escrito para salir del manicomio. Freud mismo no se atrevió a entrevistarlo, pero Omar lo encarnó. Los rayos de sus visiones eran materializados en escena. Omar Serra fue o es Paco Jamandreu en otra puesta y dirección profundamente investigada. Y me estoy olvidando de un montón de sus producciones teatrales. En cine, Enzo Monzón lo dirige en el cortometraje El drac de Miuka y en el largometraje Reina Hormona. Ojalá pronto lo veamos en un film aún no estrenado de Mario Caporali, Croic, donde estremece en un papel de reina que tiene algo de sangrienta condesa pizarnikeana. En todas o casi todas esas producciones, cinematográficas y teatrales, su co-estrella es Sebastián Tiscornia, con quien ha desarrollado un rapport de años y años de trabajo en equipo y amistad.
Además, Omar Serra lleva un registro fotográfico de todas sus puestas que es una obra maestra desconocida de la fotografía, según los pocos ojos que hasta ahora la han visto. Y durante años ha llenado cuadernos que están vivos: sus diarios de infinita riqueza en fotos fotocopiadas, poemas, letras de colores, el envoltorio Mondrian de una golosina.
Escribo estas líneas con amor y furia, una que Omar Serra no tiene porque es un sol que derrite todo rencor ante la injusticia y lo transmuta en esplendor de oropeles reciclados con astucia y creatividad. Imaginen a Fernando Noy y a Antonin Artaud en uno: ese es Omar. Sobrevivió a la homofobia de una ciudad que margina social y económicamente a su gente más talentosa; y es que no sobrevive sino que vive, plenamente, vive a fondo y sigue produciendo, fiel a su arte con un heroísmo que debería ser innecesario, porque a los genios como él una verdadera civilización debe honrarlos y sostenerlos. Son nuestra chispa divina, son el alma luminosa que nos guía a las estrellas, que nos contagia amor y felicidad incondicionales y que sigue resplandeciendo sin importarle la injusta miseria de las circunstancias. Omar Serra me salvó la vida con un verso de Alejandra Pizarnik, una noche muy oscura en que canté y unos tipos me tiraron con lo que tenían a mano. Y nos viene salvando la vida a todos y nos viene salvando el alma. Gracias, Omar.