Mientras las denuncias y los escándalos se suceden con la velocidad de un rayo, mientras un presidente ilegítimo actúa con un cinismo que supera cualquier límite para aferrarse al cargo y la clase política se mueve de manera descarada para asegurar una impunidad inmoral, ocurren cosas.
A lo largo de los doce meses y medio al frente del gobierno, Michel Temer y su pandilla arruinaron la economía, cerraron casi tres millones de puestos de trabajo, retrocedieron de manera brutal en derechos conquistados por descendientes de esclavos e indígenas para favorecer a los terratenientes. Y más: decidieron vender tierras públicas sin límite de extensión a empresas extranjeras. Vender el país, literalmente.
Pusieron topes perversos a gastos con educación y salud, abrieron puertas y compuertas del petróleo para las grandes multinacionales, congelaron el programa nuclear que era considerado referencia mundial, impusieron recortes brutales a los presupuestos destinados a las universidades y a los centros académicos de investigación.
Mientras, el senador Aécio Neves, cabecilla más visible del golpe institucional que contó con el aval del ex presidente Fernando Henrique Cardoso, de su mismo partido, vio cómo su carrera política era liquidada de manera irremediable gracias a las grabaciones, autorizadas por la Justicia, de sus llamadas telefónicas. El apetito sin frenos por coimas y negociados reveló que la máscara de combatiente de la corrupción ocultaba a un corrupto insaciable. Neves fue alejado del Senado, aunque haya mantenido su mandato. Con eso, sigue disfrutando del “foro privilegiado”, o sea, solo podrá ser juzgado por el Supremo Tribunal Federal, que suele actuar con la velocidad de una tortuga acalambrada.
No se sabe cuánto tiempo más Temer logrará mantenerse en el sillón presidencial. Pero ya se sabe que el retroceso que implantó está a punto de arruinar el país, y serán necesarias generaciones para que se recupere lo perdido.
Temer está moribundo, y sobrevive mientras no se encuentra, entre los golpistas y sus verdaderos comandantes –el empresariado, las multinacionales y los dueños del capital–, un nombre potable para sucederlo.
Mientras, Brasil se derrumba más y más a cada día. Hay estados en quiebra virtual, y los efectos de la peor recesión de la historia de la república se reflejan en las calles.
El estado de Río de Janeiro, segunda mayor economía del país, quizá sea la mejor muestra del descalabro. No importa hacia dónde se mire, el escenario es desolador. Los empleados públicos llevan meses con sus salarios retrasados. Los músicos de la Orquesta Sinfónica Brasileña no cobran desde noviembre, los médicos y enfermeros de la red de salud pública desde marzo, la policía desde abril, maestros y profesores universitarios desde marzo, lo mismo que los jubilados.
La violencia urbana aumentó un 60 por ciento desde noviembre. El poder de fuego de los narcotraficantes se traduce bien con el secuestro, por la misma policía que no cobra su sueldo, de un cargamento de armas el pasado jueves. Fueron 45 fusiles AK-47, diez AR-10 y un HK G-3, de los modelos más modernos existentes, despachados desde Miami. La carga, que sería destinada a narcotraficantes de la región metropolitana de Río de Janeiro, estaba oculta en calentadores de piscinas. La facilidad con que se transportan armas deja claro que tanto la Policía Federal como la aduana no cumplen con su misión. Y también explica la facilidad con que actúan los bandos de narcotraficantes, en evidente superioridad frente a las fuerzas locales de seguridad, mal preparadas y desmoralizadas.
Una de esas madrugadas, el comercio de una calle central de Río fue saqueado como venganza a la negativa de los comerciantes a pagar una “tasa de protección”. Dos camiones fueron estacionados para recibir el resultado del saqueo. Un patrullero fue enviado al local. Sus dos ocupantes dieron marcha atrás cuando vieron el armamento de los más de 40 saqueadores.
Otro flagelo de Río, además de la violencia: los pobres más pobres, que viven en las calles, son, según cálculos de la municipalidad, alrededor de 15 mil. Esa población de abandonados se multiplicó por tres desde 2014. Y 40 por ciento de ellos llegaron a la calle en el último año. Esa violencia desenfrenada y esa multitud de parias sociales traducen bien lo que será el legado de Michel Temer y sus aliados golpistas.
“Mi patria es dulce por fuera y muy amarga por dentro”, cantó hace décadas Nicolás Guillén, refiriéndose a su país, sometido por la arrogancia imperial de los Estados Unidos. Poeta nacional de Cuba, el gran Nicolás no sabía que esos versos duros se clavan en mi alma cada vez que veo a mi país.
Sí, sí, es verdad: “o Río de Janeiro continua lindo”, como declaró Gilberto Gil. Pero a cada día se hace más y más amargo por dentro.
Hasta en esa triste realidad mi ciudad es el retrato de mi país. Tiempos de indignación, tiempos amargos. Tiempos de pesadilla.