Hace pocos días en Uvalde, Texas, una matanza conmovió a Estados Unidos. Un joven de 18 años, latino, pobre, marginado, asesinó a 18 niñes y a dos maestras en el aula de la escuela a donde concurría, además de matar a su abuela. Luego fue ultimado por las balas de la policía. El marido de la maestra asesinada falleció de un literal corazón roto pocos días después. El 14 de mayo había habido otra matanza en un supermercado de Buffalo, New York. El autor fue un joven armado, también de 18 años, que dejó 10 muertos y varios heridos. Antes de salir a matar, redactó un manuscrito de 188 páginas donde intenta justificarse. No era casual que los 10 muertos hayan sido afroamericanos.

Desde algunos medios se intenta simplificar estas tragedias. Pero las matanzas masivas en los shoppings, en las iglesias, en las escuelas, en las calles del país del norte, no son el resultado de un “loquito” al que se le saltó la cadena. Esto sucede en un país que promueve en el mundo la idea de bienestar, pero sin seguro médico para su población. En Estados Unidos, la psicología se entiende como un tratamiento para obtener un resultado concreto: la funcionalidad estándar del individuo en el sistema para que no moleste más. La salud mental es un privilegio de los ricos y a la gente diferente se la discrimina, encasillándola en una etiqueta. Esto lleva a no hablar. A encerrarse a planear la propia venganza, porque la indiferencia duele más que el desprecio. Todos los días, en las calles y bajo las carreteras de Estados Unidos, hay miles que amanecen a la intemperie, que subsisten en carpas. “No se puede hacer nada”, te dicen. “Son locos”.

“Víctima de bullying y con una mamá adicta”, dicen los medios sobre el chico hispano que abrió fuego en Uvalde. Se vestía de negro, se autolesionaba. Pero no, no hay “loquitos”. Hay individuos a quienes culpar: desposeídos, alienados por la barbarie en la que viven, y que responden a los mensajes que reciben a diario. Mensajes provenientes de una casta política que se adueñó del concepto de la libertad y que practica el negocio de la guerra. Que explota al resto de los países y arma al pueblo para que, en nombre de la libertad, salga de vez en cuando a hacer el trabajo sucio que ellos desde sus puestos de poder incitan a realizar, desde el discurso del odio: matar al indeseable. Los asesinos ideológicos, después, bajan la cabeza aduciendo espanto y pesadumbre.

En Estados Unidos, por culpa de la “segunda enmienda” que habilita a portar armas (y que según algunos fanáticos “debería ser la primera”), un niñe va a la escuela y no sabe si vuelve vivo. Acá en Argentina no pasan esas cosas pero pasan otras. Acá en Rosario los narcos mataron a una niña a mansalva, y a su mamá, y cada vez da más miedo salir desde que amenazaron con balear los bares. No todos portan armas, pero quienes las portan hacen gala de la misma arrogancia asesina en todas partes. Y sin este contexto donde la ley del más malo rige en todos los niveles, no se explica la naturalización del bullying en las escuelas. Porque así como lo individual es político, lo político es social.

Va siendo hora de que la sociedad se replantee seriamente la cuestión del acoso escolar. Es grave, es destructivo, es devastador. El acoso -escolar, laboral o vecinal- es una práctica que ya no debe ser tolerada. Es la guerra de todos contra une, contra alguien diferente que con dolor aprende a no sentirse parte de la sociedad. Y a quien la sociedad revictimiza con la hipocresía, la indiferencia, el algo habrás hecho. Una sociedad que valora más la productividad material que la felicidad o la bondad de sus miembros, sólo permite que algunos elegidos se sientan parte de ella, se crean superiores y “normales”.

La ideología se llama racismo, capacismo, sexismo, clasismo; la actitud: discriminación. La práctica que hace carne y dolor esta ideología se llama: acoso. Cuando el individuo acorralado y segregado reacciona con ira, se hace visible. Es solo la punta del iceberg. El resto está naturalizado. “Fue como un rayo”, dijo el gobernador de la provincia de Buenos Aires en 2004 ante el único caso de masacre escolar que supimos conseguir, allá en Carmen de Patagones. Al asesino en la casa le decían Junior; en la escuela, Pantriste. Cuatro muertos, otros tantos heridos, incontables traumatizados. Ponele que el trauma se cure con análisis, pero, ¿por qué mejor no prevenir? Por qué mejor no crecer como humanidad y empezar a valorar lo que importa: la bondad y la felicidad, las diferencias que nos enriquecen humanamente como sociedades; los diversos idiomas y lenguajes, ya sean señas, o sonidos que por cualquier motivo no pertenezcan al castellano virreinal ni al inglés imperial.

Entonces, les habitantes de un mundo estrangulado por las injustas y supremacistas leyes económicas del Fondo Monetario Internacional, nos preguntamos… ¿cuál es la raíz del odio, la discriminación y la violencia con que el sistema normaliza las masacres llamándolas “terrorismo doméstico”? Una palabra que en el imaginario del mundo se conecta con el “terrorismo internacional”, el rostro del terror establecido en los medios: los ojos árabes de Bin Laden, la cara del miedo abstracto para justificar el odio a todo lo que no sea occidental. “Terrorismo” fue la excusa del terrorismo de Estado en nuestra Argentina. Desde la misma ideología se justificó asesinar, torturar y desaparecer a casi dos generaciones de luchadores, también en nombre de la defensa del territorio nacional, supuestamente amenazado por “ideas foráneas”. Estados Unidos, con su intervención en Chile en 1973, asesinó al líder del movimiento popular socialista, Salvador Allende, y financió el Plan Cóndor de exterminio en toda América Latina. Le siguió la destrucción de Centroamérica con el financiamiento de “los contras”: el mismo criterio, el mismo miedo a que los comunistas fueran a sustituir al “ser nacional” o a poner en riesgo los intereses que el Imperio Americano tenía en el “patio trasero”.

Y al fin, en la fecha patria, juntas a pesar de los 66 grados de latitud de distancia con el Ecuador en el medio, unidas por la magia de la escritura en los teléfonos, nos vamos al bar de la esquina a buscar una empanada y un plato de locro. Interrumpe el flujo de temas del año de ñaupa una voz en el micrófono: un cantante. Karaoke salvaje. Canta: “Consigue una pistola sí es que quieres/ o cómprate una daga si prefieres/ y vuélvete asesino de mujeres/ Mátalas…”. ¡Apología del femicidio! No, es demasiado. Huimos. “No amenizamos tu almuerzo, lo amenazamos”, nos decimos y el chiste nos despierta la risa en medio del horror. La risa que, antes como ahora, nos devuelve la esperanza.

*Adriana Briff vive en Estados Unidos. Integra Asamblea Desobediente: https://www.facebook.com/asambleadesobediente