El hombre de cuerpo enjuto, calvo y en apariencia inofensivo era uno de los criminales más buscados de la Segunda Guerra Mundial. Un genocida oculto llegado en 1950 a Buenos Aires, una ciudad donde incubaría el huevo de la serpiente que arrojaría el golpe de Estado de 1976. Se hacía pasar por Ricardo Klement, en Alemania había sido Otto Heninger, pero su verdadera identidad lo llevó a la horca: Adolf Eichmann. Fue uno de los principales responsables de la llamada solución final, la pretensión de acabar con todos los judíos de Europa ideada y aprobada en 1942 en la conferencia de Wannsee. Se cumplen 60 años de su ejecución en Jerusalén, en la medianoche del 31 de mayo al 1° de junio de 1962. Sus últimas palabras antes de ser subido al patíbulo fueron: “Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva Argentina! ¡Viva Austria! ¡Nunca las olvidaré!”.
Su papel en el holocausto, su fuga a través de Suiza e Italia con la venia del Vaticano, su captura por el Mossad en San Fernando y el juicio que se le siguió en Israel, provocan todavía investigaciones en continua dinámica. La saga de sus matanzas planificadas, la polémica que avivó Hannah Arendt sobre la banalidad del mal de este burócrata de la muerte y su ocultamiento por una década en la Argentina han generado una prolífica cantidad de libros de historia, documentales y ficciones literarias. Uno de los últimos trabajos se llama Querido Eichmann y es una novela publicada en 2021 por el dramaturgo y doctor en Letras, Marcos Rosenzvaig. Su acción transcurre en Tucumán, donde el nazi vivió a comienzos de la década del ’50.
El ejecutor ejecutado, varios años antes de vivir en los suburbios al norte del Gran Buenos Aires – primero en Vicente López y después en San Fernando – se había mantenido clandestino y con identidad falsificada en su propio país. Con la caída de Berlín en 1945, fue capturado por Estados Unidos pero consiguió escaparse pese a que formaba parte de la nomenclatura de las SS. Mientras sus superiores eran sometidos a los Juicios de Núremberg, él se escabullía de los aliados aun cuando su nombre comenzaba a trascender en ese proceso. Se haría pasar por refugiado y con un pasaporte falso salió desde el puerto de Génova el 17 de junio de 1950 con destino a la Argentina.
Eichmann llegó durante la primera presidencia de Perón, continuó viviendo como si nada durante la autodenominada Revolución Libertadora y fue atrapado por el Mossad durante el gobierno de Arturo Frondizi en la llamada Operación Garibaldi que toma el nombre de la calle donde vivía. Esta versión de los hechos aceptada casi de manera unánime por los especialistas, es discutida por la periodista alemana Gaby Weber. En su libro Los expedientes Eichmann (Sudamericana) sostiene que el secuestro del nazi fue “un montaje” para ocultar ensayos de Estados Unidos con armas nucleares en el Cono Sur.
El falso Klement, más allá de las versiones conspirativas, se mimetizó en distintos oficios, trabajó en la fábrica de calefones Orbis y en la automotriz Mercedes Benz donde ingresó el 8 de abril de 1959 como empleado técnico. Su cédula de identidad tenía el número 212.430. Fue uno de los miles de exfuncionarios, militantes o simpatizantes del Tercer Reich que llegaron desde Alemania a Sudamérica. Tuvo la protección de otros nazis como él hasta que lo descubrió un ciego: Lothar Hermann, un judío alemán vecino suyo, que había migrado a Argentina en 1938 y cuya hija se había hecho amiga de su hijo mayor: Klaus Eichmann.
Liliana, una sobrina nieta de Hermann, declaró en una nota de Infobae firmada por los periodistas Eduardo Anguita y Daniel Cecchini en 2018: “…Supe que mi tío abuelo fue decisivo para capturar a Eichmann. Sin embargo, fue dejado en un segundo plano o ninguneado tanto por Alemania como por algunas instituciones judías pese a que la propia primera ministra Golda Meir en 1972 hizo un reconocimiento claro de que Lothar fue el héroe que detectó a Eichmann. Él dio todos los pasos para que pudieran capturarlo”.
El fugitivo durante quince años fue declarado culpable de casi todos los cargos en un célebre juicio televisado. “En el sitio en que me encuentro hoy ante ustedes, jueces de Israel, para demandar contra Adolf Eichmann, no me encuentro solo; conmigo se levantan, aquí, en este momento, seis millones de demandantes”, dijo el fiscal Gideon Hausner.
Desde una cabina de cristal blindado, el tribunal integrado por Moshé Landau, Benjamín Halevy y Yitzhak Raveh lo condenó a muerte el 15 de diciembre de 1961. Arendt siguió las alternativas del proceso para The New Yorker contra ese criminal que había sido sacado de manera clandestina desde la Argentina el 20 de mayo de 1960, disfrazado de mecánico y con pasaporte falso. Su detención puso en alerta a otros nazis como Josef Mengele y Franz Stangl, quienes se escondieron más de lo que estaban para no ser descubiertos. El ángel de la muerte, como lo llamaban al primero, había sido vecino de Eichmann en el partido de Vicente López.
Con su apelación a la Corte de Israel rechazada y un pedido de clemencia al presidente también, al criminal que enviaba por tren a miles de judíos a los centros de exterminio, le fijaron el horario de ejecución para la medianoche del 31 de mayo. Como es tradición entre los condenados a muerte, le concedieron su última voluntad y pidió una birome, papel, cigarrillos y una botella de vino blanco. Les escribió una carta a su esposa y sus hijos, rechazó los oficios religiosos de William Hull, un pastor protestante canadiense que lo visitaba hacía unas semanas en prisión y se tomó unas cuantas copas del vino. Eichmann había esgrimido como coartada para intentar frenar la previsible condena una teoría que sería contagiosa para varios represores de América Latina: la obediencia debida.
Subido al cadalso rechazó una capucha para cubrirse la cara y la plataforma sobre la que estaba subido se abrió bajo sus pies. Sus restos fueron cremados y sus cenizas arrojadas al mar más allá de las aguas territoriales de Israel para que a ningún acólito del nazismo se le ocurriera peregrinar hacia una tumba en su homenaje. La tesis de Arendt sobre que Eichmann era un burócrata, un numerario del régimen nazi sin demasiadas luces que cumplía órdenes, todavía sigue levantando polvareda. No minimiza sus crímenes, pero hay quienes piensan que fue mucho más que eso: el teórico de las deportaciones masivas hacia los campos de exterminio. Una figura gris dedicada a exterminar judíos sin ningún remordimiento con plena conciencia de lo que hacía.