“Puede que al pueblo no le resultara fácil conciliar la creencia en que era el predilecto de su Dios omnipotente con las tristes experiencias de su desdichado destino”.

                                                                                                                Freud

A poco de andar, uno descubre que tanto en el terreno académico como en la práctica política con frecuencia se hace visible la complejidad de la categoría pueblo. Dicha complejidad se pone de manifiesto al momento formular definiciones conceptuales sobre qué es el pueblo, pero, sobre todo, cuando necesitamos enlazar tales hipótesis con los hechos concretos. Algo similar planteó Borges en el Prólogo a la edición de 1955 de su Historia universal de la infamia cuando afirmó:“los compadres son individuos y no hablan siempre como el Compadre, que es una figura platónica”.

Teorías políticas, sociológicas y psicoanalíticas, e incluso con ayuda semiológica, intentaron recubrir con palabras, juicios y razonamientos esa experiencia que llamamos pueblo. Cada acierto conceptual de inmediato parece desdibujarse y perder sus contornos cuando deseamos aprehender en los hechos el quién, el cuál o el dónde del pueblo. Si posee una estructura, una frecuencia, quizá una intensidad o un origen, son algunos de los escasos recursos que siempre con insuficiencia tratan de envolver o capturar algo que, a la vez, con certeza, intuimos que ocurre.

Tal vez debamos asumir que la categoría pueblo tiene algo de enigmática, y que parte de ese enigma siempre quedará irresuelto. Sin embargo, la brecha existente entre los desarrollos teóricos y la praxis y discurso político no constituye un menoscabo para unos u otros. Al contrario, constituye una zona fecunda que da lugar a nuevos interrogantes y hallazgos. No por nada, si volvemos a la bibliografía freudiana, hace un siglo pensamos y repensamos qué quiere decir que la psicología individual es simultáneamente psicología social. O, más acá en el tiempo, qué decimos cuando expresamos que lo personal es político.

En lo que sigue, entonces, nos proponemos, primero, revisar la categoría que Freud denominó psicología de los pueblos y, luego, establecer qué otras hipótesis freudianas pueden enriquecer dicha categoría.

Freud y la psicología de los pueblos

Freud aludió a la psicología de los pueblos en diversos textos, sobre todo, en Tótem y tabú y Moisés y la religión monoteísta. Uno de los ejes centrales para Freud era el simbolismo universal, el cual puede ponerse de manifiesto en los sueños aunque no es exclusivo de estos, sino del representar inconciente, que luego se expresa también en el folklore, los mitos, las sagas, en giros idiomáticos, en el saberrefranero y en los chistes. Decir simbolismo universal, pues, es definir un sector del patrimonio común de la humanidad.

Otro aspecto fundamental es la equivalencia que Freud establece entre la psicología de los pueblos y la psicología individual, es decir, equipara a los pueblos con el sujeto. En ese contexto indica el valor del horror al incesto, así como sus derivaciones culturales: la moral, la religión, la ética, los regímenes políticos y el derecho. Sin duda, para lo que estamos exponiendo cobra particular importancia otro de los conceptos que Freud incluye en su comparación: la centralidad de las ligazones libidinales.

Al mismo tiempo, Freud se pregunta por aquello que hace posible la continuidad psíquica entre las generaciones, y aquí vale una aclaración: Freud no se está refiriendo a la transmisión psíquica en el marco de una familia sino a la continuidad en la humanidad. Recordemos que Freud decía que el yo expresa la historia individual, el superyó expresa la historia familiar y el ello es la cifra de la historia de la especie humana.

En síntesis, la psicología de los pueblos para Freud es la categoría que permite pensar lo común, la cultura y los lazos libidinales en el contexto amplio de historia de la especie. En consecuencia, cobra valor la pregunta sobre cuáles son los contenidos y las vías por las que todo ello se transmite dado que, como Freud mismo dice, no alcanzan ni la comunicación directa ni la tradición para responder a tal interrogante.

Para Freud, entonces, el eje determinante de la psicología de los pueblos se encuentra en la hipótesis filogenética, hipótesis que sostuvo y defendió durante toda su obra y que, por razones aun no comprendidas, ha sido parcialmente abandonada por la comunidad psicoanalítica. La psicología de los pueblos, pues, supone preguntarnos por los enviones que en cada vida singular despiertan la acción eficaz de las predisposiciones y contenidos adquiridos en nuestra larguísima historia como especie.

“Si suponemos la persistencia de tales huellas mnémicas en la herencia arcaica --dice Freud-- habremos tendido un puente sobre el abismo entre psicología individual y de las masas”. La categoría pueblo, entonces, exige que asumamos que no hay abismo entre lo singular y lo colectivo.

Pueblo, diferencia y antagonismo

En la figuración mítica que propone Freud, las luchas fratricidas que siguieron al parricidio concluyeron en una unidad, un contrato social, a partir de cuatro factores determinantes: la percepción de los peligros que entrañaban tales luchas, la evaluación de su inutilidad, el recuerdo de la hazaña libertadora consumada en común y las ligazones afectivas que habían nacido entre ellos durante el período opresivo. Asimismo, señala que en al acontecer histórico sucede que cuando se deshace la fusión que liga a un colectivo muy posiblemente se deba a que anteriores divorcios salieron nuevamente a la luz. Es decir, todo propósito de unidad de lo disperso debe afrontar un riesgo: que aquello que fue producto de una soldadura se reencuentre con sus antiguas fragmentaciones (Moisés y la religión monoteísta).

Dicho en forma más conceptual, para Freud la unidad fraterna exige una renuncia pulsional, sobre todo de la agresividad y de la indiferencia: “Cada individuo --dice Freud-- ha cedido un fragmento de su patrimonio, de la plenitud de sus poderes, de las inclinaciones agresivas y vindicativas de su personalidad; de estos aportes ha nacido el patrimonio cultural común de bienes materiales e ideales”.

En síntesis, pueblo es la supresión de todo abismo entre lo individual y lo colectivo, la unidad de lo diferente que debe afrontar permanentes riesgos de fragmentación y la renuncia al ejercicio del poder. Dicho de otro modo, pueblo es la configuración antagónica de la ilusión de omnipotencia, el egoísmo y el odio.

La fragilidad como categoría que define al pueblo

Propongo pensar, entonces, que la fragilidad es la categoría que define al pueblo. Hay otros términos que pueden asociarse, como desvalimiento o vulnerabilidad. Sin embargo, para ser más preciso, lo que define al pueblo no es únicamente la presencia de la fragilidad que, de hecho, es universal. Lo que lo define, pues, es el tipo de vínculo que establecemos con aquellas fragilidades, propias y ajenas. Dicho vínculo consiste en saber sobre ellas, no desconocerlas, y en el hecho de fundar allí la razón de toda política. Por el contrario, quien se autoconvence de una fatua omnipotencia asume, siempre, una posición de excepción y superioridad. Éste abomina de sus propias fragilidades y atribuye un valor denigratorio a las ajenas.

La heterogeneidad, que antes mencioné como unidad de lo diferente, es también un vector de la fragilidad, aunque fragilidad no debe homologarse con impotencia o derrota. La heterogeneidad, entonces, deviene en inevitable y se termina creando siempre que admitamos y reconozcamos nuestras fragilidades.

Freud da una pista cuando examina el origen de la comunidad; consiste en la “unión de muchos débiles y de potencia desigual”. Es en esta composición de débiles y desiguales, precisamente, donde anida la riqueza, y también la fragilidad, del campo popular y, particularmente, de su unidad. La unión de los débiles, pues, es la oposición al poder del más fuerte. Claro que una vez que se ha dado este paso decisivo surgen nuevos problemas: cómo hacer de esa creación algo duradero. Un primer paso, entonces, es cómo se origina la unión, luego, cómo perdura y, finalmente, cómo se perpetúa. Todos estos pasos entrañan riesgos en tanto la comunidad, reitero, se compone de elementos de poder desigual. Más aun, Freud sostuvo respecto de la ligazón social que “nada se habría conseguido si se formara solo a fin de combatir a un hiperpoderoso y se dispersara tras su doblegamiento”.

Por todo ello es que el pueblo nunca está, enteramente, en el poder, pues su lugar, aun cuando durante un tiempo ejerza el gobierno, es la resistencia: resistencia a la violencia, a los abusos de poder, a la desigualdad, etc. Entiéndase que resistir no es aguantar, sino disminuir o eliminar tales desigualdades y violencias. El pueblo, entonces, es la representación política de las fragilidades en conflicto y lucha contra el poder.

Adenda final

A la cultura del éxito anteponemos la jerarquía de las fragilidades. El hambre es una de ellas, pero no la única, puesto que la fragilidad humana es constitutiva, quizá sea el rasgo humano por excelencia. La cultura es frágil, el amor y los vínculos también lo son, y por qué no nuestros conceptos. Dilucidar el mal fue y es tarea necesaria, pero entender la subjetividad que nos une e identifica requiere de una reflexión permanente, de un trabajo de elaboración constante. Debatir sobre nosotros mismos tiene una función esencial, pues pensar que no somos como ellos, no alcanza.

Cuando Freud formula que la hipótesis filogenética permite tender un puente sobre el abismo entre psicología individual y de las masas está afirmando, por un lado, que el abismo es el negativo del pueblo y, por otro lado, que no debemos olvidar nuestro pasado, nuestros orígenes, nuestra historia, colectiva y de la especie. Con ello, evocamos el libro Ser judío de León Rozitchner. Él se pregunta sobre su pertenencia a la comunidad judía, y por qué no debía renunciar a esa identificación para ser revolucionario. Sostiene que lo que siente en común con todos los judíos es pertenecer a una comunidad que, por el mero hecho de serlo, les ha valido la persecución y la muerte. Esto es, una vez más, se trata de la fragilidad, de uno de los rasgos que lo identifican para luchar contra el mal del mundo o, como él mismo dice, contra “la internacional del sufrimiento que viene al hombre por mano del hombre”.

Sebastián Plut es doctor en Psicología. Psicoanalista.