En un bar de Almaty –donde la residencia presidencial de Kazakstán está achicharrada desde enero por un conflicto político interno que terminó con la entrada de tropas rusas convocadas por el presidente Tokaev-- un joven bielorruso me da su punto de vista sobre la guerra en Ucrania: “era predecible pero nadie hizo nada por evitarla. Occidente venía empujando la situación, quizá para generar la reacción rusa sin tener que involucrar a sus soldados. No tomo partido por ningún bando, ni simpatizo con Putin en absoluto. Una amiga desde la ciudad ucraniana independentista de Luhansk me contó los horrores del ejército ucraniano contra los pro rusos. Sin eso no se puede captar la complejidad del problema. Yo puedo entender a las dos partes desde su perspectiva. Es lógico que los ucranianos se defiendan y también que Rusia no quiera a la OTAN en su frontera, así como Estados Unidos no aceptaría armas rusas en México”.
En un hotel de Nursultán --capital de Kazakstán rebautizada en 2019 por el presidente con su propio nombre de pila— conozco a Irina, veinteañera rusa muy tímida llegada desde Moscú a rendir un examen de inglés internacional que abra las puertas a ella y su madre para emigrar. “Mamá tiene un buen trabajo pero en Rusia ya no se puede vivir: te meten preso por llevar un papelito de 'no a la guerra'", me dice. "Y vine a sacar una tarjeta de crédito; las rusas fueron bloqueadas en el mundo. Yo entiendo la rusofobia por lo que hace Putin. Y tememos una guerra nuclear”.
En un tren desde Khiva a Samarcanda en Uzbekistán, comparto camarote con una pareja de rusos recién casados (las ex repúblicas soviéticas aliadas a Rusia son las únicas donde los dejan entrar). Habla Vladimir, informático: “Repudio la invasión a Ucrania y no estoy a favor del avance de OTAN. Este conflicto no se reduce a buenos contra malos porque lo que Rusia está haciendo es, a otra escala, lo que Ucrania hizo a los rusos en la región separatista de Donbass con 47 bombardeos, exiliando a miles y atacando un kindergarden en Staytsia Luganska”.
A mi lado, en ese mismo vagón, viaja Jack –inglés, 25 años-- quien escucha y opina: “Es inaceptable que un país invada a otro; Europa es parte del mundo democrático y es lógico que Ucrania quiera estar de ese lado”. Vladimir le plantea con amabilidad que, en efecto, en su país las elecciones no son libres y que muy a su pesar, la popularidad de Putin aumentó. “Pero nadie está libre de pecado en esta guerra”, concluye.
Jack está abierto a asomarse al entretejido geopolítico, pero duda: “¿Cómo es posible que ustedes me cuenten sobre Donbass y yo –que leo diarios y miro la BBC-- jamás escuché sobre lo que hizo el gobierno de Ucrania allí?”. Me dan la palabra: “En Occidente el manejo de la información es más sutil y efectivo; hay un acuerdo tácito de que ciertos episodios no se subrayan y prima la mirada etnocéntrica que impide a ciertos comunicadores ver algunos resortes de los hechos, reacomodando su percepción al concepto civilizatorio que divide al mundo entre 'nosotros democráticos y ellos autoritarios'. Pero si googleas 'Donbass' en algún medio de izquierda inglés, encontrarás la parte de información que te falta, sepultada bajo un tsunami de noticias sobre los crímenes reales de Putin”.
En una parada de bus en Tashkent --capital uzbeka-- conozco a un matrimonio, ella kazaja, él iraní y profesor de inglés: “Si mirás un mapa, verás que Irán está rodeado de bases militares de Estados Unidos desde once países. A mí no me cae simpático el gobierno de Irán, cuya policía no me deja tomar un café con una amiga si no es mi esposa. Eso no me impide ver que el interés de Estados Unidos es geopolítico y no prodemocrático. A Rusia también la están rodeando. Todos los actores son culpables de esta guerra. Fueron pésimos liderazgos en un ambiente donde reina la hipocresía. Cuando Estados Unidos invadió Irak con una mentira, casi ningún país salió en defensa de los iraquíes. Y lo que sucede en Ucrania es pequeño comparado con millones de muertos en Irak”.
En un tren que cruza la verde estepa kazaja me siento frente a Nadia, treintañera ucraniana, actriz: “Salí dos días antes de la invasión y estoy dando clases de teatro en Nursultán. Sergei, un amigo de la infancia en mi pueblo rural de Orihiv, tuvo que ir a la guerra y lo mataron”.
Mientras conversamos, la madre de Nadia le hace una videollamada. Luego la hija me cuenta: “vive sola y no se quiso ir, aunque todos los vecinos lo hicieron salvo algunos ancianos. El centro de Orihiv está destruido por los misiles –hubo dos muertos– y mamá los oye volar todos los días sobre su cabeza; entonces se esconde. Incluso encontró esquirlas en el jardín. Casi todo el tiempo está sin agua, luz ni TV. Un día fue al almacén y se vio con soldados rusos, quienes no solo matan, también violan (una de las razones porque me fui). Ni siquiera saben por qué están matando. Putin es un asesino y en el fondo, este es un problema entre Rusia y Estados Unidos. Europa prometió ayuda pero no da protección real; solo promesas. Y los perjudicados terminamos siendo los ucranianianos".