“Mi hijo se voló los pensamientos”, dice la protagonista de Rota, una obra de teatro que se puede ver por estos días, escrita por Natalia Villamil, con actuación de Raquel Ameri y dirección de Mariano Stolkiner. “¿Por qué apretar las rosas hasta matarlas?”, se pregunta. “Mi hijo mató a su mujer y yo me morí también”, dirá al final. Y: 

“Yo también le tuve miedo”.

Qué poco hablamos de esas vidas destrozadas que sobreviven apenas luego de ser atravesadas por las violencias de género. A un hombre que fue a ver la obra, la idea de que una mujer pudiera temerle a su propio hijo lo conmovió tanto que lo hizo lagrimear y le cortó la voz.

Qué poco hablamos de esos miedos. Salvando las distancias, pienso en las veces que tuve miedo de lo que podían hacer mis hijos con las chicas. La vez que después de haber escuchado el relato de una adolescente abusada por un compañero de la escuela, volví a casa y le dije al mayor:

--No hagas nada que una chica no quiera.

--Mamá, qué te pensás --dijo él, enojado.

Lo que me pienso es el temor de saber que no hay crianza que pueda escapar a un mundo en el que está normalizada, entre otras tantas formas de sometimiento, la violación “pedagógica” de cuerpos feminizados, considerados objetos y propiedad del varón. Un mundo en el que todavía los asesinatos de mujeres por el hecho de serlo son cosa de todos los días.

Desde el 1 de enero al 31 de diciembre de 2021, se produjeron 295 femicidios, 10 trans/travesticidios, según el informe del Observatorio de Femicidios en Argentina “Adriana Marisel Zambrano” que dirige La Casa del Encuentro. Y 41 femicidas se suicidaron.

Pienso también en los daños que rodean a los femicidios, de los que no se habla mucho. Existen los “femicidios vinculados”, aquellos de personas que quedaron en la línea de fuego, que quisieron impedir, que solo estaban en el lugar equivocado y fueron asesinadas también. En 2021 hubo 21 femicidios vinculados de varones, en lo que va de 2022, cinco. Y también dentro de esta categoría están aquellos que son cometidos con el fin de hacer daño a la mujer, sobre todo contra sus hijes. En España a estos últimos los llaman “violencia vicaria”. Un estudio reciente de la Asociación de Mujeres de Psicología Feminista de Granada, "Violencia vicaria: un golpe irreversible contra las madres", encontró que en la mayoría de los casos, el agresor es un hombre de mediana edad, de entre 30 y 50 años. En un 82% de los casos era el padre biológico de las niñas, niños y adolescentes que asesinó. Y el 48 por ciento se suicidió o intentó hacerlo luego de cometer el crimen.

Pienso además en las “víctimas colaterales”: hijas e hijos huérfanos de una madre víctima de femicidio. A quienes las leyes y la sociedad toda empezaron a ver hace bastante poco. Se habla apenas de qué les pasa. En general son números que engrosan las estadísticas de la violencia. En 2021, 336 quedaron sin madre, el 58 por ciento eran menores de edad.

Mauricio Koch escribió una novela bellisíma, Baltazar contra el olvido, que viene a ponernos en el cuerpo de un adolescente al que le mataron a su madre. Koch pudo retratar los distintos matices del dolor que se instala en esa vida que también queda truncada a partir del femicidio. A partir de esa cicatriz, Baltazar es como esas plantas que necesitan de un gajo injertado para seguir adelante.

El vacío que deja esa vida arrebatada llena a Baltazar de preguntas por el futuro imposible: “Qué diría ella si viera como crecí. Qué cara pondría al verme así de grande. ¿Qué pensaría? También me gustaría saber cómo estaría ella hoy, con más arrugas, un moco más gorda, o tal vez más flaca, quién sabe”.

Esa necesidad de saber también carcome a la protagonista de Rota. Ella necesita los detalles de aquella mañana en que no pudo evitar la tragedia porque prefirió dormir. Ella quisiera reconstruir el pasado, también imposible. El momento en que se rompió y los anteriores.

Para ella el peso es enorme. De alguna manera, toda madre carga con los delitos de sus hijos. Así se ve, así la ven.

“Crie un pichón capaz de volar tres vidas de un día para otro”, dirá.

Y también:

“Lo solté, fui culpable, por eso soy casi una fantasma, por eso no le abrí la puerta”.

El suyo también podría ser un femicidio, simbólico, de los que poco se habla en un mundo en que también naturalizamos a una madre muerta en vida porque su hijo se mató y antes mató a su pareja; a mujeres muertas de culpa: si le di demasiado, si fui demasiado dura, si no me opuse lo suficiente, si no pude frenarlo, si estuve y si no. Si dejé que me pegaran. A mujeres acusadas, juzgadas. Malas madres. Señaladas como las únicas culpables por una sociedad que farfulla: ¿Para qué sirve una madre si no es para criar bien a un hijo; a un hijo que no abuse, que no pegue, que no mate?

Cómo ser madre y no sentirse destrozada por el dolor cuando un hijo comete un acto semejante. Cómo no llorarlo, aunque ese hijo haya sido “la piel de judas”, como dijo una espectadora de la obra. Más aún esas madres que todavía somos, que todavía fomentamos y reproducimos, esas mujeres entregadas a la vida de los otros.

 

Difícilmente soportaría no estar totalmente a disposición de quienes me necesitan”, dice la protagonista de La mujer rota, ese relato de Simone De Beauvoir, protagonizado por una mujer que construyó su vida atada al amor conyugal y cuando el marido la dejó quedó despojada de todo. Imposible no volver a ese libro cuando se piensa en mujeres rotas, mujeres llenas de miedos, destrozadas, que las hay y muchas; cada una a su manera pero sostenidas por ese hilo común en que nos coloca llevar ese rótulo así como el rol de madre que nos define. Un rol que muchas veces nos hace vivir y que, por supuesto, también puede matarnos; aun cuando después juntemos nuestros pedazos, nuestros injertos, para que algo nuevo pueda crecer de tanto dolor.