Lidia escucha la puerta abrirse y hace un punto más antes de clavar las agujas en el ovillo de lana. Agarra la revista de costura, sale al patio y ve a Toto que acomoda sobre la mesa un cuadro de bicicleta y dos ruedas.

—¿Conseguiste todo?

—Todo —dice Toto sacando del bolsillo un piñón y dos ejes que pone al lado de las ruedas.

—¿También la cadena?

—Voy a usar la de la bicicleta que está en la terraza.

—Pero…

—Va a servir. Va a servir —dice Toto, prende un cigarrillo, se acomoda los lentes y sonríe.

—¿Entonces está todo? —dice Lidia.

—No me decido con el asiento. Estuve viendo uno que, si me dan lo que creo por los fierros y las botellas que estuve juntando, lo compro.

—¿Negro?

—Con un pedazo de cuerina lo tapizo —dice Toto apoyando el cigarrillo en el borde de la mesa y antes de sacarse la remera.

Lidia enrolla despacio, muy despacio la revista.

—Después solo queda armarla —dice Toto y se pone el cigarrillo entre los labios.

Lidia lo mira mover la antena, casi en cámara lenta, para sintonizar la radio.

—Escuchá —dice él, mirando a Lidia y señalándose con el dedo el centro de la oreja. La voz de Serrat dice: «Hoy puede ser un gran día». «Podría», piensa Lidia por un segundo. «Podría». Aprieta la revista enrollada entre sus manos.

Toto entra al baño, abre la canilla y se lava las manos. Después moja la punta de la toalla, la refriega en un jabón blanco, rectangular y después se la pasa debajo de los brazos.

—A los puños voy a ponerle tiritas —dice Toto y, acomodando la toalla en el barral, continúa diciendo—, tiritas de plástico, de colores. Y un timbre. Uno bien ruidoso. Con un espejito. Pensé en uno redondo sobre la derecha. ¿O mejor dos?

Lidia lo mira. La revista es, ahora, un tubo finito que Lidia sigue apretando. Tiene dibujada en la cara una mueca que cualquiera podría confundir con una sonrisa.

—Dos. Decididamente son dos. Uno de cada lado del manubrio —dice Toto, se acomoda los lentes y pita el cigarrillo. Un punto rojo intenso se ilumina en su cara. Lidia ve el humo blanco del cigarrillo elevarse hasta hacerse gris, formar una curva, comenzar a temblar y mezclarse con el aire del lugar hasta desaparecer.

—¿Quedó un poco de aguarrás?

—Fijate al lado del lavarropas.

Toto sale al patio, se pone la remera y sube la escalera. Lidia entra a la cocina. El gato juega con el ovillo de lana. Lidia lo corre de una patada y el gato salta sobre la mesada. Lidia agarra el ovillo y lo guarda en una bolsa de nylon. Pone adentro también la revista hecha un tubito húmedo, corre la cortina del bajomesada y coloca la bolsa entre la garrafa de gas y la pared. Escucha a Toto que baja la escalera silbando. Lidia va a la heladera y saca un frasco de mermelada de naranja. Lo abre. Queda poco. Muy poco. Apenas alcanza para que el pan quede cubierto por una capa de un amarillo muy clarita. Cuando termina acomoda los dos pedazos de pan en un plato.

Toto entra y se sienta. El gato salta de la mesada y se sube de un salto sobre las rodillas de Toto. Lidia se acerca a la mesa. Lleva el plato con las dos rodajas de pan. Corre la silla. Se sienta.

—Lo más difícil va a ser lijar los rayos —dice Toto.

Lidia muerde el pan. Mastica.

—No sé si desarmar las ruedas para lijarlos, o no —dice Toto y acaricia al gato, después enciende un cigarrillo, se acomoda los lentes, sonríe. El gato salta de la falda de Toto y se acomoda al lado de la hornalla apagada.

Lidia traga. Vuelve a morder. Mastica.

—Tampoco me decido si usar una lija fina o una virulana.

—¿Si mejor le tejo una bufanda?

—…

—Azul. Para la escuela.

Toto parece desinflarse al soltar el humo del cigarrillo. En silencio se acomoda los lentes, se para, agarra un jarro y va hasta la canilla. La abre. El chorro finito de agua, al golpear en el fondo del jarro, no tapa el ruido que hace Lidia al masticar.

Toto pone el jarro sobre la hornalla. El gato no se mueve.

—Hay que comprar otra garrafa —dice Lidia. Después, sigue masticando.