Me parece bastante evidente que estamos en un tiempo “raro”. Y por raro entiendo el hecho de que sorprendente o inesperadamente aparecen cosas, palabras, imágenes impensadas no hace mucho tiempo. Y no hablo de Nahuelitos o de OVNIs sino de cosas que parecían superadas, cosas que Nunca Más. Hace una década era impensable, en el mundo, ver reaparecer esvásticas, ¡y reaparecieron!, y hasta entra en segunda vuelta electoral un candidato colombiano que se declara fanático de Adolfo Hitler (aunque el apellido Hernández no parece demasiado ario, para un paladar negro nazi... alguien debería avisarle). Hace una década nadie hubiera imaginado algún tipo de reivindicación de la dictadura genocida, ¡y ahí está!, en más de un sujeto o por las negaciones.

La lengua griega, siempre tan precisa, tiene varias palabras para decir lo que nosotros traducimos por libertad. Hay libertad para hablar (parrēsía), libertad de obrar (exousía), libertad social o política (especialmente en tiempos de esclavitudes, eleuthería)... Cada una de ellas tiene un término diferente porque dice cosas diferentes, aunque en castellano las digamos igual.

No estaría de más, entonces, para empezar, saber de qué tipo de libertad hablamos cuando pronunciamos la palabra. Pero, además de precisarla, ponerla en el marco de una sociedad. Aunque también, por lo que parece, deberíamos definir sociedad. Desde cierto individualismo se sostiene, por ejemplo, que “mi libertad termina donde empieza la de los demás”, con lo que libertad sería hacer lo que yo quiera sin límite alguno más que el que la convivencia me impone. Claro que, y no está de más pensarlo, cuando en esa sociedad hay poderosos y débiles (es decir, en todas) lo habitual es que los que pueden corran siempre “la alambrada” (en la Biblia se critica a los que corren los mojones de los pobres, por ejemplo). Así, todos son libres, pero unos o unas son más libres que otros.

Es precisamente para evitar que esos unos más libres devoren a los de afuera que se vuelve indispensable establecer normas de convivencia. Normas que, en una comunidad organizada, se llaman “leyes”. Aunque, una vez más, los más-libres-que-los-otros encuentran nuevos y más sofisticados modos para correr los límites, y así, como se dice, robar una gallina es gravísimo, pero robar un Correo, y muchas otras cosas más, es meritocracia. Y todo en nombre de la libertad.

Así se entiende libertad como “posibilidad de”, o casi como “derecho” (exousía), pero derecho para mí, que no lo es para los demás (la palabra “derecho” es casi una mala palabra, salvo cuando es mía). Cuando uno mira a los demás, o “el otro” (y otra, y otre), parece que ya no se trata de derecho sino de “fe populista”. Y, entonces, cuando no hay quien (el Estado) ponga esos límites siempre alguien los pone, y en este caso, el que “puede”, es decir, el que tiene poder. Entonces, el pobre, por ejemplo, tiene “libertad para morirse de hambre” porque no elige ser esclavo; o elige vender un órgano para poder comer. El mercado manda, y su mano invisible ahorca a una mayoría; los que tienen el mérito de haber nacido donde nacieron, sea en el país o en la familia que les “tocó”. Es una especie de mérito del destino. Para este poder de pocos (que en griego se dice oligarquía) es obvio que no es verdad eso de que donde existe una necesidad nace un derecho. Eso es populismo, que --parece-- es una mala palabra. Así, aquello o aquellos que defienden a los pobres (al pueblo, se decía antes de que lo llamen “gente”), sería malo y perverso. Cada quién debe defenderse por sí mismo, y si Mike Tyson me desafía a pelear, hay igualdad de oportunidades (nada de pensar que un Estado debe garantizar nada, ya sabemos que eso sería populismo, y que atenta contra la libertad, que en su lengua se llama “mercado”). Y, además, uno que inauguró un monumento a Perón nos dijo, después, que ese, ese mismo del monumento, fue el que exportó el perverso populismo al mundo entero desde hace 70 años. Los años del mal mundial hasta que resucitó la sensatez de poder hablar con libertad (parrēsía). Esa misma que permite que hoy se pueda hablar de lo que antes, por culpa del aluvión zoológico-populista, no se nos permitía.

Bueno… en realidad “ese” y también “esa mujer” que dijo esa barbarie de que “donde existe una necesidad nace un derecho”, algo de lo que, afortunadamente, uno que no tiene necesidades, se ocupó de explicar su falsedad. En el país que le pertenece (“mi país”, dijo) hay bárbaros que lo sostienen. Porque, ya se sabe, entrar por una ventana y robar comida es gravísimo, y, casi, casi (por ahora, todavía no... mañana ¿quién lo sabe?) motivo de pena de muerte, en cambio, entrar por una ventana a la Corte Suprema es motivo para ser invitado a dar conferencias en Chile, y hasta para autonombrarse vicepresidente de la corte. A puro mérito, por cierto.

 

Claro que habemos otros... bárbaros quizás, populistas, tal vez, que seguimos creyendo que “el miedo a la libertad” (eleuthería) de Erich Fromm debería ser de lectura obligatoria. Aunque, con eso de “obligatoria” algunos aúllen en nombre de la libertad. Y volvemos a empezar.