A pesar de que Kamasi Washington es un hombre alto, sus manos son sorprendentemente pequeñas. Tanto que no podría agarrar una pelota de básquet con una de ellas. Sin embargo, son habilidosas, talentosas, desenfadadas y rápidas, características que bien supieron desarrollar debajo del aro jugadores fabulosos de baja estatura de la NBA, entre los que destacan en épocas recientes Markus Howard o Facundo Campazzo. Además de todas esas cualidades, que demuestra cada vez que se cuelga el saxo, las manos del músico estadounidense son generosas: toda una extención o más bien un reflejo de su personalidad. Eso queda patente cuando sale del camarín para saludar a un puñado de fans argentinos, antes de subirse al escenario de C Complejo Cultural Art Media, donde habla de lo que vio hasta el momento en Buenos Aires, reparte sonrisas y dedos con la señal de victoria en fotos, o revela sin pruritos que se toma su tiempo para grabar su próximo disco de estudio.
El jazzista californiano, un revolucionario del género en pleno siglo XXI, es también un hombre de palabra, lo que puede parecer una paradoja si se toma en cuenta que su propuesta musical es básicamente instrumental. Su debut porteño, en el Lollapalooza local de 2019, no fue el esperado, en contraste con la fama y la chapa que lo atavian. Lo traicionó el calor de esa tarde, al igual que el sonido. Entonces prometió sobre escena, y en el nombre de su guía sonoro y espiritual, el bendito Sun Ra, que volvería a la capital argentina para tomarse revancha. Y cumplió. En la noche del jueves, en la sala ubicada en el barrio de la Chacarita, Washington protagonizó uno de esos shows de los que cuesta olvidarse. Porque la música mandó, pero en especial sus diferentes matices. Esas dos horas devinieron en un lujurioso encuentro entre el ritmo y la psicodelia. Algo similar a la tribalidad de un ritual, en el que algunos entraron en trance y otros llegaron a perder la conciencia.
Muchos antes de que la multitud despertara de ese viaje y se reencontrara con ese frío callejero que atraviesa los huesos, el jazzista entró a escena escoltando a sus músicos. “Los mejores del mundo”, llego a rubricar momentos después. Al mejor estilo de uno de sus ídolos, el también saxofonista Pharoah Sanders, en tiempos de su obra maestra Karma (1969), el artista californiano salió vestido con su camisón africano y tomó el micrófono. “Hola, ¿qué pasa? Te amo”, espetó en medio del ensordecedor bullicio de la gente. Y entonces arremetió: “Mi nombre es Kamasi. ¿Quieren un poco de diversión?”. Una vez que el público aceptó el contrato, el contrabajista Miles Mosley, algo parecido al Jimmy Page de su instrumento, agarró el arco y empezó a chocarlo contra las cuerdas hasta que estas comenzaron a burbujear. Ahí se inició un diálogo con el sintetizador de Brandon Coleman, al que se sumó Tony Austin (uno de los dos bateristas del grupo) y más tarde entraron los caños.
Así arrancó “The Garden Path”, nuevo single de Kamasi (estrenado en febrero de este año en el programa televisivo de Jimmy Fallon) e inspirado en la ansiedad que provocan las ambivalencias que padece el mundo, lo que bien supo reflejar el vértigo que atraviesa al tema. Todo lo contrario a “Street Fighter Mas”, en el que la cadencia baja dos cambios. Acá el groove sirve de trampolín para que esas voces épicas, comandadas por la cantante Patrice Quinn, recreen la solemnidad que el artista siente por los videosjuegos. Y es que la canción, casi de corte autobiográfico, está basada en la obsesión que el músico sentía de niño por los arcades y las consolas, al punto de que soñaba con ser gamer profesional. De eso puede dar fe su padre, Rickey Washington, quien, aparte de ser integrante de su banda, se lució con un solo de flauta que ilumina acerca de dónde proviene el talento de su hijo.
A propósito del vínculo familiar, el saxofonista de 41 años introdujo su siguiente tema compartiendo que recientemente había sido padre de una niña. Este hecho, al que describió como una “bendición”, fue el dínamo de “Sun Kissed Child”, incluido en su EP Liberated / Music for the Movement Vol. 3 (2021), y dueña de una impronta que se tornó en la más estándar (en lo que a jazz se refiere) del repertorio. Se trata un tema en el que Quinn se llevó la relevancia casi completa, respaldada por Kamasi, Rickey y el trompetista Dontae Winslow, al tiempo que Mosley terminaba de ponerle el moño a tamaño derroche de frescura. Uno, por cierto, con sabor a ocaso vespertino, cosa que se la dejó picando al cover que hicieron de “Hub-Tones”. En ese post bop del legendario trompetista Freddie Hubbard, la celeridad fue magistralmente domada, a tal instancia de que la recrearon en clave de reggae.
En la cosmogonía de este querubín del nü jazz vale todo. Desde sumergirse en el delirio electrónico de su colega Flying Lotus hasta latir con el bajo de Thundercat (hermano de su tecladista), pasando por rapearla con Kendrick Lamar o componer la banda de sonido del documental de Netflix sobre Michelle Obama: Becoming. Justo de ahí vino ese cierre improvisado, luego de que el público lo obligara a salir tras semejante performance. Y es que pocos se atrevieron a recoger el guante de la típica arenga del “oh, ooh, ooooh” para darle identidad propia y transformarla en la intro de una canción. Era como meterla al arco de volea. Eso fue lo que sucedió con el afrobeat “Mutha Africa”, secundado por “Fists of Fury”, hit de su disco Heaven of Heart. Si al principio hubo quejas por lo fuerte del sonido, en esta instancia de la noche el público ya padecía acúfeno. Pero de amor.