Desde Cannes
En 1999, el escritor alemán W.G.Sebald publicó un pequeño libro de ensayo titulado Luftkrieg und Literatur (Guerra aérea y literatura), donde abordaba un punto ciego de la literatura alemana del siglo XX: la ausencia manifiesta -salvo raras excepciones- de obras que hubieran dado cuenta de las consecuencias de los sistemáticos y masivos bombardeos aliados sobre la población civil alemana durante la Segunda Guerra Mundial, que dejaron un saldo de 600 mil muertos y un trauma que se convirtió en tabú. Lejos de cualquier sospecha de revisionismo nazi, Sebald –que en su libro reconoce como referentes a Elías Canetti y Alexander Kluge- planteaba el problema desde el lugar de la culpa y la vergüenza: “Un pueblo que había asesinado y maltratado a muerte en los campos a millones de seres humanos no podía pedir cuentas a las potencias vencedoras de la lógica político-militar que dictó la destrucción de las ciudades alemanas”.
Ese libro fue luego traducido al inglés como On the Natural History of Destruction (hay edición castellana por Anagrama: Sobre la historia natural de la destrucción) y ese título es el que adoptó el cineasta ucraniano Sergei Loznitsa para su documental más reciente que, exhibido fuera de concurso, fue uno de los puntos más altos del reciente Festival de Cannes. Considerando que Loznitsa –autor de notables documentales basados en material de archivo, como El proceso (2018) y Funeral de Estado (2019)- es un enemigo declarado del expansionismo ruso podía hacer pensar a priori que su nuevo film fuera una interpretación sesgada del texto de Sebald, adaptándolo a las circunstancias actuales de la invasión rusa a Ucrania.
Pero debe reconocerse la honestidad intelectual de Loznitsa, quien lejos de aggiornar su tema –la génesis de su proyecto se remonta a 2018- se ciñó al espíritu del libro y, como en varios de sus films previos, consiguió extraer de distintos archivos imágenes de una elocuencia fáctica que es la que extrañaba Sebald, cuando decía: “no dudo de que hubiera y haya recuerdos de la destrucción; simplemente no me fío de la forma en que se articulan literariamente”.
Si hay algo en lo cual Loznitsa –con la ayuda de su extraordinario montajista lituano Danielius Kokanauskis- destaca es en la articulación de sus films de archivo, concebidos a la manera de sinfonías, con sus respectivos movimientos, cada uno con un tema y una estructura diferentes. Y The Natural History Of Destruction no es la excepción. Su flamante obra maestra comienza con los créditos del film en la inconfundible tipografía gótica alemana, llamada “fraktur”, como un modo de poner al film y al espectador en contexto: lo que se verá tiene que ver esencialmente con lo que sucedió en Alemania y con ningún otro país.
De allí, se pasa a una suerte de obertura o allegro: imágenes de una pacífica, bucólica vida rural, de pequeñas, antiquísimas aldeas alemanas con músicos callejeros, o de trabajadores portuarios realizando felices sus faenas. Cuando las imágenes corresponden en cambio a la gran capital, Berlín, y a su elegante burguesía acomodada, que baila despreocupadamente en las terrazas de los cafés (hay imágenes del legendario Kranzler, que sobrevive hoy en día), el tono se ensombrece: aparecen cada vez más los uniformes con las cruces gamadas y las banderas nazis ondeando al viento, mientras surca el cielo de la ciudad un monumental zepelín. La iconografía esvástica se vuelve protagónica.
Es en ese momento cuando el film pasa a su segundo movimiento, lento, grave. Aquel cielo diurno inicial, poblado de nubes diáfanas (como de las que descendía Adolf Hitler, al modo de un dios, en El triunfo de la voluntad, el famoso documental de 1935 de Leni Riefenstahl) se vuelve nocturno, iluminado por detonaciones cada vez más frecuentes, que se convierten en una suerte de cuadro abstracto en movimiento. El punto de vista salta de la tierra a las alturas y ahora es el de los atacantes, que desde las carlingas de sus aviones ven –y el espectador del film con ellos- una suerte de op-art en blanco y negro, provocado por las bombas que arrojan y los disparos de la artillería antiaérea que reciben. Abajo, sin embargo, se verá luego el paisaje después de la batalla: edificios en llamas, que se desmoronan ante el esfuerzo vano de los bomberos; mujeres con sus hijos y sus bártulos a cuestas, abandonando con la mirada gacha lo que hasta poco antes fueron sus casas y ahora son montañas de escombros.
El libro de Sebald –de quien Loznitsa ya había tomado el título de una de sus novelas para otro de sus documentales, Austerlitz (2016)- describe fríamente, a partir de fuentes oficiales, la estrategia del bombardeo aliado de saturación denominado “Operation Gomorrah”. Según el autor alemán, “sólo la Royal Air Force arrojó un millón de toneladas de bombas sobre el territorio enemigo, que de las 131 ciudades atacadas, en parte sólo una vez y en parte repetidas veces, algunas quedaron casi totalmente arrasadas”. El cineasta ucraniano, sin embargo, se concentra no tanto en los efectos de los bombardeos, sino en la maquinaria de destrucción de dimensiones industriales que los hizo posibles.
Con un ritmo de scherzo, Loznitsa utiliza magníficamente el material de archivo sobre la construcción masiva de los aviones bombarderos y la cadena de montaje con que se los alimentaba, tanto de explosivos, municiones y ametralladoras como de cámaras de filmación, que servían como herramientas de reconocimiento territorial y armas de propaganda (las cámaras cinematográficas también tienen un rol importante tanto en El proceso como en Funeral de Estado). Y en un film que prescinde, como siempre en Loznitsa, de un narrador en off o de intertítulos explicativos, los fragmentos de discursos que incluye son particularmente significativos.
El primero corresponde al mariscal británico Bernard Law Montgomery cuando visita una fábrica militar y con su legendario carisma se gana la simpatía de sus trabajadores, mientras -en un magistral contrapunto del film- sucede algo equivalente en una fábrica de armamentos alemana, donde la planta se detiene para escuchar en vivo a la Orquesta Filarmónica de Berlín, dirigida por Wilhelm Furtwängler, interpretando fragmentos de Los maestros cantores de Núremberg, de Richard Wagner.
El segundo es un discurso en el que el Primer Ministro británico Winston Churchill se dirige a la población alemana y en el que los invita a dirigirse a las zonas rurales para escapar de los bombardeos y así “puedan ver tranquilamente cómo arden sus casas”. El tercero es aún más significativo y corresponde a Sir Arthur “Bomber” Harris, el arquitecto del bombardeo indiscriminado, llamado técnicamente “de área”. Sostiene Sir Harris, también conocido como “The Butcher” (el carnicero): “Hay mucha gente que dice que con bombardeos no se puede ganar una guerra. Bueno, mi respuesta a eso es que nunca se ha intentado todavía (…) Alemania será un experimento inicial muy interesante”.
El montaje de Loznitsa contrapone a este terrible documento histórico un audio de un alto oficial nazi (¿Goebbels?) no menos escalofriante: “Sabemos que hay una sola respuesta eficaz al bombardeo británico-americano de terror: el contra terror”. A esta altura, el film ha dejado de ser una sinfonía para convertirse en un réquiem, en una oración fúnebre, porque ahora sí incluye imágenes de una Londres arrasada por las bombas y el fuego ya no hace distinciones entre unas ciudades y otras.
Si hay algo –mucho, en verdad- de ese pasado que recuerda el film y que hoy tiene un eco en este presente de guerra en el este de Europa es justamente la escalada no sólo bélica sino también discursiva que han adoptado las partes en pugna. El complejo industrial militar vuelve a funcionar a pleno al compás de la verba encendida de una dirigencia política que no parece haber aprendido nada sobre la historia natural de la destrucción.
La palabra de Sergei Loznitsa
¿Sergei Loznitsa contra la corriente? Mientras varias personalidades del cine ucraniano pedían en la Croisette un boicot total a los artistas rusos, el director de Funeral de Estado señaló en una entrevista con la agencia noticiosa francesa AFP que "decidir quiénes son buenos y malos es grotesco".
"Esta actitud es inhumana. ¿Cómo se define el concepto de ruso?", se preguntó el cineasta, que nació en Bielorrusia, creció y estudió cibernética en Kiev, la capital de Ucrania, y se formó cinematográficamente en la mítica escuela estatal VGIK de Moscú. "¿Sos ruso por tu pasaporte, por tu ciudadanía? ¿Por tu etnia? Es una pendiente muy resbaladiza", estimó Loznitsa en medio de un festival que programó en competencia oficial La esposa de Tchaikovski, del director disidente ruso Kirill Serebrennikov, exiliado en Berlín, pero impidió que se acreditaran la mayoría de los periodistas rusos.
"Estoy firmemente convencido de que debemos juzgar a las personas por sus declaraciones, por sus acciones individuales y no de acuerdo con sus pasaportes. Cada caso individual debe ser juzgado por sus propios méritos", insistió.
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