¿Qué hace realmente que un disco se convierta en una pieza inoxidable, que la suerte de logradas armonías, acentos, fraseos, lo que se da en llamar ritmo, o swing, el uso de elementos puntuales de un género, o de un híbrido, calen con precisión en las escuchas de modo que nunca más se abandonen? ¿Que las letras de sus temas, si las tienen, despeguen de las poéticas dominantes con un dechado de imágenes irresistibles que palpitan cualquiera sea el tiempo en que les toque ser escuchadas? No se trata de su preciosismo musical y lírico, ni siquiera de un criterio instrumental sumamente elaborado ni de la existencia de un genio compositivo detrás del andamiaje sonoro, es decir, podría existir todo eso junto –también hay piezas musicales exquisitas que con uno o dos de estos componentes suenan increíbles– pero no alcanzaría para que entre el aluvión de propuestas contemporáneas surja la memoria de ese disco eterno que sigue abriéndose camino y que nunca podrá ser explicado por la mera suma de sus ingredientes.

Un disco que en el acervo de la formación como oyente se hizo esencial, que cuenta entre los favoritos a los que siempre se vuelve, de los que es posible extraer una imagen que además de cristalizarse en su origen, suele tornarse suficiente para movilizar los ascensos o declives del momento. Alguien podría mencionar el estilo, sí, pero seguramente no bastaría para que tenga esa presencia indeleble pero a la vez insustituible, esa sonoridad diferente que lo vuelve admirable; eso, solo puede darlo un registro que guarde intacto un espíritu de época.

Tiempos difíciles, el disco inaugural de la llamada Trova Rosarina, conserva una estricta fidelidad con esa idea, sobre todo porque no estuvo pensado para resultar lo que fue sino que es la expresión de un momento definido de la historia y de un momento musical –de un zeitgeist–, plasmado por músicos con más intenciones que certezas, con más entusiasmo que objetivos, con más honestidad que oportunismo.

Tiempos difíciles fue grabado en noviembre de 1981, y el 14 de mayo de 1982 se presentó en el estadio porteño de Obras Sanitarias, cuyo público masivo asustó a Juan Carlos Baglietto y la banda que lo acompañaba; evento que tras los primeros acordes se transformaría en una jornada provocativa que cifraría en el imaginario popular argentino temas como Era en abril, Mirta, de regreso, Puñal tras puñal, La vida es una moneda, sobre los que podían conjeturarse razones diferentes de las habituales en el rock para su composición. Se trataba de un sumario de canciones con historias, contextualizadas y empecinadas en despertar sentimientos dormidos por años de silencio. Piezas de un mapa orgánico despuntando en las letras de Adrián Abonizio y Jorge Fandermole, en los arreglos de Fito Páez y Rubén Goldin, y en las voces de Silvina Garré y el propio Baglietto. Sin embargo, allí no había programa estético alguno, sino pura corazonada para tensar esos continentes sonoros que hablaban de la vida allá arriba, a la orilla de un río caudaloso. Esa música estaba sesgada por las condiciones adversas de la dictadura, pero además se metía de manera prodigiosa en parajes diferentes para mostrar calamidades de un territorio común de modo casi elegíaco. Casi hablando del hombre y sus (terribles) circunstancias.

Cuando se rescata el paradigma predominantemente poético de las canciones de Tiempos difíciles, también se hace proclive pensar en determinaciones externas para el suceso del disco. Las canciones parecían tener una lógica interna cuando expresaban ciertos sentimientos e iluminaban zonas donde el imaginario de un par de generaciones, las que habían soportado –en cualquiera de sus formas imaginables– la dictadura cívico-militar, hacían agua o estaban vedadas a fuerza de censura, y fueron lanzadas al ruedo con excitación y fluidez, en una interpretación directa y sin trucos técnicos al oído, lo mismo que podía verse en cada presentación en vivo del disco. Salvando las distancias en cuanto a concepto musical –porque se trata de expresiones diferentes–, Tiempos difíciles tuvo como compañía en bateas al excelso Kamikaze de (Luis Alberto) Spinetta, lanzado en abril de 1982 en coincidencia con la ocupación militar de Malvinas, con un par de temas que se escucharon alusivos al sacrificio de los soldados que participaron; y con Yendo de la cama al living, de Charly García, que inauguraba la etapa solista del gran músico, grabado luego de la confrontación en las islas, y que ya en su título apuntaba a la noción de encierro y hartazgo en los oscuros años de control social, brillando entre sus pegadoras canciones la emblemática No bombardeen Buenos Aires, escuchada como un tiro por elevación sobre el rol desamparado de los jóvenes en la contienda bélica y en las mismas calles porteñas.

Salvo en escasas excepciones, la elección de temas de un disco suele ser un misterio, más cerca de un conjunto de casualidades cuyo origen remite a la posibilidad de diálogo entre ellas o de equilibrios tímbricos o rítmicos y, para nada menor y hasta a veces en primer plano, una preocupación específica por que las letras reflejen cierta temperatura ambiente, algo que emana aun desde las sublimaciones más inesperadas. Juan Carlos Baglietto tuvo una buena cantidad de buenas canciones a su alcance, dando vueltas en el aire local de la época; canciones que rodaban entre músicos, compositores, letristas rosarinos, que cada uno hacía propias si la ocasión ameritaba, naturalizando una procedencia de un estado de cosas comunes, compartidas, un desasosiego junto a una inquietud de espíritu joven, de estar para decir pese al opresivo y pestilente clima dictatorial. Las canciones que circulaban no solo pertenecían a Abonizio, Fandermole, Goldín o Fito Páez, sino a una variopinta cantidad de compositores de lo que se conoció como “canto rosarino”; otras surgían al compás del rock de bandas como Amor, El Ángulo, Pablo El Enterrador. Algunos protagonistas del momento apuntan que a la hora de sopesar una serie de temas para armar un álbum, al trovador de exquisito registro vocal que era Baglietto no le resultó fácil dar con temas que se ajustasen a su modo de ensamblar letras y músicas. Pero Baglietto había rondado por los variados intentos de armar asociaciones de músicos y otros artistas, había buscado salas para dar recitales, había subido rápido a un bondi antes que un operativo hiciera pinzas sobre un grupo de pelilargos que volvían de discutir alguna forma de organización. Y su olfato, que seguramente estaría probando en esos lances, fue dando con una serie de canciones que le cuadraban por contar con cierto carácter incisivo y visceral, que no eran tan crípticas ni estaban encapsuladas en el modo de expresión de ningún grupo, que contaban una pequeña historia y podían –un factor decisivo para, justamente, un trovador– ser cantadas simplemente con una guitarra.

Esa experiencia el cantante la había tenido con Mirta, de regreso, que fue la primera canción con la que produjo un efecto de conmoción entre el público cuando la interpretó en el Anfiteatro local Humberto de Nito, mucho antes de que su nombre fluyera en la tinta impresa o en el aire radial; ya allí intuyó que la forma de algunas canciones de contar situaciones y sucesos con intensidad, era algo que él terminaba de completar con su dechado de recursos expresivos –su carisma y naturalidad entre los más sobresalientes–. Al cabo, Baglietto fue como un imán para otros músicos y compositores, quienes le alcanzaban sus temas porque de su voz podía surgir una potencialidad nueva o un carácter inédito o menos frecuente. Juan –como siempre lo llamaron los músicos rosarinos– fue un receptor de energía, atraía todas las canciones que estaban dando vueltas y las probaba. Y esa gama de canciones tenía una considerable amplitud; las había de protesta, de futuros liberados, de existencialismo tanguero y portuario, de paisajes rurales desolados, de penas sentimentales y pérdida de amor y vidas, y, sobre todo, tenían un irreductible color local. Así, el repertorio de Tiempos difíciles obedecía a una forma de sociabilidad impuesta por la época, cuyos códigos se habían establecido en torno a los grupos de artistas-músicos en la encrucijada de las asonadas de censura y represión. Al aire cribado de malos augurios en esos “tiempos difíciles” lo interpeló un cancionero que exploraba sus puntos de clivaje para ver qué había quedado en pie. “…Ya no hay ni un pelo largo / todos parecen soldados. / Me siento parado en un cementerio. / Me recibió el frío y un nuevo gobierno…”, cantaba Baglietto cifrando el naufragio de sueños románticos tras seis años de dictadura.

El asunto se puso más interesante paradójicamente desde el interior del país, primero desde Córdoba y luego desde el norte argentino, Salta, Chaco, donde comenzaba a prender con fuerza ese grupo que sonaba tan bien y no era precisamente de Buenos Aires sino del mismo interior, de otra ciudad no tan parecida a las de esas geografías lejanas pero a considerables kilómetros de la populosa y autosuficiente urbe porteña. Y los temas pautados por climas melódicos bien delineados que integrarían Tiempos difíciles iniciaron su rodaje intermitente por las radios del interior antes de que el vinilo fuese realidad. Era en abril y Mirta, de regreso fueron dos estandartes levantados por quienes los escucharon en una radio del productor Mario Luna durante el festival de La Falda después que Baglietto y su banda los tocaran allí. Podría mentarse como un hecho fundacional, porque luego que el cantante rosarino los interpretara sobre el escenario –y los grabaran desde abajo– pavoneándose con su largo pelo rubio y su jardinero blanco, al rato nomás –y ni hablar del día siguiente– todo el mundo los cantaba con envidiable fidelidad. Nadie parecía discutir semejante fenómeno, porque se trataba de jóvenes con un estilo que no condecía con el imperativo de interpretación de canciones memorizables del pop que campeaban en esa época –con bandas como Los Twist, Viuda e Hijas, Sueter, que aggiornaban parte de la rítmica de los 60 tornándola superficial y divertida– sino más bien con una sonoridad profusa de matices surgida de los arreglos de Fito Páez y Goldín, que dotaban de volumen al caudal poético de canciones inhabilitadas de alcanzar esas alturas cuando se las tocaba solo con guitarra. La yunta imbatible de las voces de Silvina Garré y Baglietto hacía el resto.

La tapa del disco grabado en noviembre de 1981 en un recital actual. IMAGEN: Sebastián Granata.

La homología entre la imagen de Baglietto y su banda y el discurso sonoro era tan rotunda que hubo amor a primera vista con un heterogéneo arco de público. Por eso la tapa de Tiempos difíciles resume en esa imagen que remeda a El pibe, el film de Charles Chaplin, la idea de un joven dispuesto a todo por cantar lo suyo sin más artilugio que una buena voz y la inocencia de quien solo lleva canciones bajo el brazo. Un modo de decir que estaban todos medio “presos”, que estuvieron siempre a punto de que les cortaran el pelo o la vida, presintiendo que eso ya era zafar del rechazo local de los medios dominantes, cuyos conductores radiales –a falta de otros argumentos para que los Falcon se pusieran en marcha– los tildaban de faloperos y homosexuales. Baglietto quiso llamar Tiempos de guerra a su disco para graficar también lo que sucedía en el Atlántico Sur, pero alguien mencionó el título de un libro de Charles Dickens, Tiempos difíciles –donde su autor ponía en evidencia el dolor y la miseria existentes durante la primera industrialización en la Inglaterra de mediados del siglo XIX– y sugirió que era mucho más abarcativo y menos explícito. Y Baglietto pensó en Mirta, de regreso y entendió que se trataba de un triunfo por haber sobrevivido y era un bautismo de fuego para él y parte de esa generación que ponían a punto, en esos “tiempos difíciles”, una lengua ribereña y un artefacto poético significativamente político frente a los restos de una cultura erosionada.

Baglietto hizo la selección de los temas que integrarían Tiempos difíciles teniendo en cuenta que no había muchas canciones que dijeran las cosas así y no fuesen las típicas de protesta, pero sobre todo porque esas canciones expresaban el deseo de no morir joven y ser olvidado pronto –algo que en tren de joda, pero también como manifiesto, ya se hablaba en los ensayos inaugurales en la casa de calle Cochabamba, donde se formateaba lo que iría a llamarse Trova Rosarina–; entonces había que dejar sentado lo que estaba pasando y el cantante lo sabía y el público también. Además Baglietto rescataba el buen tocar, el entendimiento con sus músicos, que en ese disco no eran “suyos” sino libres interlocutores de una relación horizontal, de igual a igual, en la medida que, en ese terreno para él un tanto arduo de conducir esa movida, su liderazgo tendía a relativizarse y a estar parcialmente compartido. Esa síntesis trató de lograr Baglietto al elegir esas canciones para Tiempos difíciles, una lista que incluía Mirta, de regreso, de Adrián Abonizio; Aunque mañana no estés, Puñal tras puñal, Sobre la cuerda floja, La vida es una moneda, de Fito Páez; Era en abril, de Jorge Fandermole; Los nuevos brotes, con letra de Juan Manuel Monfrini y música de Rubén Goldín; Dulce pájaro y Sin luna, de Goldín, y La música del río de la Plata, con letra de Baglietto y Páez y música de este último. Canciones que concentraban un potencial utópico sin que sus hacedores se percataran exactamente de las fronteras permeables de una música que terminaría ganándole la partida al tiempo.

La grabación

La grabación de Tiempos difíciles en un estudio “con todo lo necesario al alcance” fue, según lo recuerda la mayoría de quienes participaron, una verdadera entrada a otro mundo; nada de lo que había allí era un chiste y mientras la vida sociopolítica del país daba la impresión de querer entrar en otro movimiento aunque todavía imperase una malsana quietud, la entrada al estudio de EMI Records tuvo un efecto compensatorio, el de un refugio ideal para esos tiempos difíciles. Julio Avegliano, convertido en manager de Baglietto tras descubrirlo cantando una noche de 1981 en el Café de la Flor, tenía de amigos a algunos músicos de fuste que eran exquisitos sesionistas y artífices de una amplia gama de rítmicas. De este modo, a ese ethos que portaban los rosarinos, sustanciado en su sinceridad y en una música tan ensamblada que podía parecer hecha por un solo autor –y a la posibilidad de embarcarse en una ambiciosa aventura que el grupo intuía con ese ingreso a un estudio “de verdad”–, se le sumaron experimentados músicos como Luis Cerávolo, en batería –que deslumbró a Baglietto & Cía cuando escucharon su feeling–; el pianista Manolo Juárez, al que Goldin recuerda haberle pasado los acordes de Los nuevos brotes con un temor reverencial y encontrarse con una felicitación y una ancha sonrisa del eximio tecladista pese a la fama de malhumorado que se le conocía; y el no menos talentoso Chango Farías Gómez en la percusión. La sala donde grabaron tenía un tamaño descomunal si se la comparaba con algunos estudios rosarinos. El mismo Goldín recuerda el azoramiento de Fito Páez, quien estaba un poco bajo su ala después de que una de las tías del autor de Puñal tras puñal le hubiera encomendado “su cuidado personal” al verlos tan compinches y porque le llevaba varios años. El jovencito de por ese entonces dieciocho años estaba deslumbrado por una consola muy similar a la que se veía en fotos de Los Beatles ensayando en Abbey Road y pasaba sus finos dedos por los controles, unos semicírculos con bordes redondeados y hasta se fascinó con un harmonizer (un modificador tonal) al que quisieron utilizar en todos los temas porque “era como un brillito que duplicaba la voz”, subraya el arreglador junto a Fito de todos los temas de Tiempos difíciles. Los integrantes de aquella banda rosarina no conocían todavía el “universo técnico” de un registro “profesional”, por lo que Goldín menciona los impresionantes acoples que se daban durante la grabación de guitarras eléctricas, sobre todo en el solo de En la cuerda floja. Al mismo tiempo abusaban de los arreglos al no tener una idea preconcebida de cómo debía ser el “tempo” de los temas. A La música del río de la Plata la habían pensado como un candombe pero tal cual la habían armado tenía una velocidad que la hacía incantable, por lo que hubo que modificar sobre la marcha ese “tempo” tan rápido. A esa grabación entraron sin manuales ni brújula y aunque no eran ningunos improvisados, había mucha inexperiencia; eso sí, tajeada por cierto desprejuicio y frescura para abordar los vericuetos del repertorio. Sin embargo, para Cerávolo, esos músicos aparecían como sabiendo de qué estaban jugando ya que el baterista admite que ellos tenían todo ensayado, y él no. Recuerda que aprendió rápido, fue escuchando y metiéndose en clima y señala la impresión que le causó un flaquito desgarbado, a quien jamás había visto, tocando los teclados como un animal salvaje.

Los técnicos del estudio tampoco sabían qué hacer con ellos, puesto que no era fácil dar la adecuada sonoridad a un grupo que no hacía folklore ni tampoco rock ni tango, sino una mezcla de todo eso con una polenta admirable. Baglietto señalaba a los músicos qué parte quería que cantase cada uno, abriendo el juego para la participación, algo reconocido por ellos como esencial para lograr los ricos matices de Tiempos difíciles. En uno de los altos de la grabación, Goldín acorraló a Jorge Portunato, el productor artístico del disco, para preguntarle qué otro artista en el “rubro Baglietto” tenía la compañía, y luego de pensarlo un instante, el hombre de EMI nombró al uruguayo Yabor, quien en ese lejano 1981 había vendido cuatrocientos discos. Ansioso, Goldín quiso saber cómo venían ellos y Portunato le confió que ya tenían pedidos cinco mil discos antes del lanzamiento. Ese mismo año, Tiempos difíciles terminó vendiendo ochenta mil unidades, iniciando una rueda interminable que lo llevaría a ser el primer disco debut de artista(s) nacional(es) en obtener la certificación de doble platino. Baglietto en voz y guitarra acústica; Silvina Garré en voz y coros; Fito Páez en piano, teclados, arreglos y coros; Rubén Goldín en guitarras eléctricas, arreglos y coros; Sergio Sainz en bajo eléctrico y José Luis “Zappo” Aguilera en percusión fueron los protagonistas rosarinos de aquella memorable grabación, a lo que debe sumarse el invalorable toque de distinción de Cerávolo en batería, Juárez en piano y arreglos en Los nuevos brotes y Chango Farías Gómez en percusión en el mismo tema.

Basta escuchar la prodigiosa Puñal tras puñal con esa sentencia implacable en su letra: “…La propuesta es sencilla, / pero olvidar es matarse de a poco. / Soy otoño esta noche. / Soy verdugo impaciente de mi sombra…”; la imaginativa y lírica Los nuevos brotes; la evocativa Sin luna cuando dice “El otoño dulce gotea su muerte / barriendo el patio de la niñez. / El instinto y el sueño animal / te hacen temblar porque ves / que los años se pasan…”, fortalecida por el brillante punteo de guitara final, o el preciosismo demoledor de Era en abril para constatar la elegante solvencia con que Tiempos difíciles unió vuelo e intensidad y acabó convirtiéndose en un hecho artístico de los que suceden de vez en cuando, un fenómeno genuino –ajeno a las modas y al negocio de la música– que hoy puede escucharse –seguramente deparando otras perspectivas– con la misma fruición que cuando salió a la luz. El disco tuvo su reedición en vinilo en 2021 y en el contexto de la revalorización del registro musical más fiel hasta ahora, de su vuelta a bateas, Tiempos difíciles concitó la atención de nuevos públicos evidenciando una señal incontrastable de su perdurabilidad.

La pátina del tiempo profundizaría los rasgos definitorios de un disco donde inspirados músicos y compositores dispusieron sus dotes para que un demiurgo alumbrado las elevara a impensadas alturas con su voz. Por ellos, y más allá de ellos, porque fueron sujetos de un singular entramado histórico, Tiempos difíciles es hoy un testimonio inapelable de una época, una memoria hecha de canciones tan poderosas como hace cuarenta años.

 

*Periodista, editor, crítico, coautor junto a Adrián Abonizio del libro La Rosa Trovarina, que cuenta en clave de crónica el surgimiento y la historia de la Trova Rosarina.