La película a la cual me voy a referir no es una de la que soy especialmente fan, ni la que más me gustó en mi infancia, cuando veía películas de dibujitos.

Cuando tenía entre ocho y nueve años vivía con mi familia en Neuquén, en la capital. No hacía mucho que habíamos llegado a la ciudad, y todavía no tenía muchos amigos en la escuela. Ser varón y jugar al fútbol abre puertas, invita a la amistad, sobre todo si uno lo hace más o menos bien, como era mi caso. En uno de esos partidos en el recreo, dónde jugabamos una división contra otra, conocí a Nicolás Sosa, que rápidamente se convirtió en mi cómplice, un ladero, alguien confiable, sobre todo porque no me jodía por mi tonada mendocina, que, en aquel momento, hablar así era lo mismo que venir del espacio exterior.

Más o menos por esa época, un domingo a la tarde, vimos Aladdin con mi hermana Julia. La película tiene una trama compleja, se trata de un plebeyo muy hegemónico y simpático, Aladdin, cuyo mejor amigo es un monito, y que es elegido por el antagonista Jafar para ingresar a la Cueva de las Maravillas a buscar una lámpara mágica. Luego está la trama de la princesa Jazmín, que se rehúsa al mandato de casarse, y en una de sus fugas al fango proletario –la película hace énfasis en que esta ciudad ubicada en Oriente Medio está atravesando una crisis social y económica por culpa de su padre– conoce a Aladdin. Se gustan, se imaginan, sueñan, pero claro, se trata de un amor imposible.

Cuando Aladdin ingresa a la Cueva de las Maravillas se encuentra con una alfombra mágica, que tiene el poder de volar con sus tripulantes encima de sus sedas trenzadas. La escena donde vuela con la princesa Jazmín cantando “Un mundo ideal” es antológica. Mientras cruzan los cielos de todo el oriente a una velocidad maravillosa, se despierta una aventura y un romanticismo que tuvo en mi cabecita inocente y fantasiosa una pregnancia inmediata.

En Julio de 1994, Nicolás Sosa y su familia, en un viaje a Buenos Aires, tuvieron un accidente con el auto y fallecieron en el acto, excepto su padre, cuyo nombre no recuerdo o nunca supe, y un bebé recién nacido. Todavía recuerdo a mi madre entrando al baño, con los ojos llorosos y la voz entrecortada, tratando de explicarle a su hijo de ocho años, que hasta hace unos instantes jugaba en la bañadera con alguna esponja con forma de animal, que a Nico no lo iba a ver nunca más. Pienso en la escena a la distancia y me cuesta imaginar a mi madre en esos segundos previos a entrar al baño, detrás de la puerta, intentando ponerle palabras a esto de la muerte, tan simple, tan doloroso.

Esa noche en la cama, antes de dormir, mi papá y mi mamá me explicaron como pudieron qué pasaba con las personas cuando morían. Al parecer, después de una especie de examen de faltas y aciertos, como en un partido de fútbol, algunas iban al cielo, y otras al infierno, pero que Nico por ser tan chico iba a ir al cielo; que los niños no conocen el infierno. Mi viejo, al pasar, hablo también de la reencarnación. La idea de volver a nacer siendo otra persona, pero también incluso una planta o un animal, me pareció una aventura fascinante, que imaginaba como un viaje a toda velocidad por el cielo.

A partir de ahí, y durante muchos años, sueño que Nico me pasa a buscar por la ventana de mi habitación en un colchón mágico, y volamos por la ciudad, y charlamos, y nos divertimos, y luego me lleva de nuevo a mi habitación, y yo me despierto, y la vida continúa. De alguna manera, esa imagen de Aladdin y su alfombra mágica se habían instalado en una zona inconsciente de mi cerebro, y ese breve lapso de ficción me ayudó en sueños a sobreponerme al dolor de la pérdida, de esa primera gran pérdida.

No soy un gran devoto de pensar de forma esotérica en los acontecimientos que nos van atravesando en la vida, o que son fruto de designios ocultos del universo, pero lo cierto es que unos ocho años después de aquel accidente, con quince recién cumplidos, conocí al mejor amigo de mi primo Juan Manuel, y rápidamente también se convirtió en uno de mis mejores amigos hasta el día de hoy. Su nombre es Nicolás Sosa.

Ahora, para este texto, volví a contactar con gente de Neuquén con la que no hablaba hacía mucho tiempo. Quería tener detalles del accidente. Curiosamente, todos parecían haber olvidado a esa familia. Después de preguntar y preguntar, la mejor amiga de mi hermana, Fernanda, me mandó un mensaje de voz que me reenviaba de una conocida que recordaba el accidente, pero que el apellido de la familia era Sadobe, y no Sosa, como yo había elegido recordar a lo largo de todos estos años.

Ignacio Ceroi nació en 1986 en Comodoro Rivadavia, Chubut. Dirigió los cortometrajes El amor cambia (Mejor Cortometraje 14°Bafici); Tarapoto Yurimaguas Lagunas (2013) y Tornado (BAFICI 16°), y los largometrajes Una Aventura Simple (2017) y Qué será del verano (Mejor Largometraje Competencia Argentina BAFICI 22°). Su último trabajo como director fue la serie Marrón, sobre el colectivo antirracista Identidad Marrón, emitido por Canal Encuentro. Trabaja, además, como asistente de dirección en cine.