Esa noche de invierno a comienzos de los 80 la dictadura parece ser para siempre. Con Grüner, fundador de la revista “Cinegrafo”, cruzamos el hall de la Sociedad Hebraica, donde funciona la Cinemateca Argentina. Salimos del estreno “El gran escuadrón rojo” (así se tradujo entonces “The big red one”) de Samuel Fuller. Los dos nos hemos formado en el mismo cine, el cine negro, rescatado en los 60 por la nouvelle vague. Y la de Füller, una película de guerra, es tan negra como toda su filmografía. La negrura siempre es reveladora, habla de nosotros cuando menos lo esperamos. Como escribirá Grüner años más tarde en un ensayo: “Una película no es es un objeto que miramos, es algo que nos mira, y por ello se vuelve Otro, se vuelve Sujeto”. Estamos ahí, en el hall, cuando lo vemos: el tipo de unos setenta, bajo, todavía fuerte, sobretodo elegante, con un habano, mas bajo que la rubia de su brazo, rubia y elegante. Se trata de Füller y, a su lado, una mujer hermosa, la joven la actriz y guionista Christa Lang. Nos acercamos. No me acuerdo de qué hablamos. Seguramente de una secuencia alucinada que nos había pegado: un tiroteo furioso en un manicomio. Vale que me pregunte qué habíamos leído nosotros, bajo el terrorismo de estado, en esa película donde los locos no se inmutaban frente a la masacre. Tal vez esa secuencia decía algo de nuestra realidad. Se ha dicho que este film de Fuller es autobiográfico. Debemos haber hablado de esto con él. “El cine es un campo de batalla”, declaraba en una película de Godard. Hablamos de esto con Füller, me pregunto, o mi memoria cede a una evocación imaginaria. Quiénes éramos entonces y qué leíamos en los films que nos gustaban. Dónde se podía encontrar la belleza, si es que podíamos tener en claro que la estábamos persiguiendo. La respuesta es tan neblinosa como la tarde invernal en que escribo esta línea. La niebla se instala en el bosque y vuelve borrosos los contornos, sólo se oye el crujido de las hojas muertas que alguien pisa al caminar. Es cierto: este clima propicia la melancolía. Pero no puedo hacerme el distraído. Parte de la melancolía proviene de la lectura del libro de Grüner.

Qué sentido puede tener la búsqueda de la belleza cuando esta se presenta como un enigma siempre a resolver. Pensemosló así; cuando creemos encontrarla, al enunciarla, fue. Si nos internamos en la situación poética, la fulguración del instante lo demuestra. Pronto se vuelve memoria. Toda definición de belleza puede ser abstracta y también vana. Sin embargo, en “El sitio de la mirada” Eduardo Grüner, lector de Benjamin y Adorno, pero antes, principalmente, marxista y freudiano, observa y desmenuza la belleza cuestionadora en el cine que nos gustaba, nos sigue gustando. Su libro es en verdad una colección de artículos publicados a través del tiempo, reunidos en libro, revisionados, una miscelánea compleja y, no obstante, coherente, que puede abarcar desde Griffith hasta Tarkovski, y no deja afuera, cuando es necesario, una vuelta de tuerca y detenerse en la pintura de Cranach o Holbein sin olvidar, entre tantos, ni a Bacon ni a Magritte.

Entonces, si la definición de belleza requiere una travesía desde las ruinas de Lascaux hasta acá, intentar una definición de su libro no es menos complejo. Hay que remitirse al prólogo de Jorge Jinkis: “Como el pensador de “El sofista”, Grüner toma algo -de dónde venga- para otra cosa. Analogías, metáforas, homologías, correlaciones, identidad de método, sistema de diferencias, mecanismos de generación que exploran el papel de las imágenes (no sólo las que provienen de imágenes artísticas) en la conformación de las representaciones que construyen nuestra subjetividad”.

Me impongo ser claro: este es un libro sobre cine, pero va más allá en su despliegue de una escritura de reflexión que, por su propio carácter analítico, incita a la disidencia en un tiempo de crisis de la representación, la anomia del gusto impuesto. Ante la monocordia visual y narrativa, “la estetización no busca resolver enigma alguno: ya tiene todas las respuestas de antemano, lo único que quiere –desde la abstracción de su espiritualismo– es aplicar sus ideas previas a la “materia” para “universalizarla”. No es sólo que no respete el el secreto singular que puede guardar el material – o mejor, que puede ser construído entre el material y el artista ni le siquiera le asigna uno. Para el estetizador cualquier método es bueno si logra producir “belleza”: he ahí su racionalidad instrumental. Como para Benjamin y Pasolini, para Freud hay que empezar a retirar las ideas convencionales sobre lo “bello” para buscar en otra parte el enigma (¿qué puede haber de enigmático, en efecto, en la belleza, fácilmente explicable para los usos sociales). No se trata de los pensamientos integrados en el “diálogo” ni de las excelencias del estilo” –como Freud diría de Shakespeare– sino de como ellos reenvían a otra cosa: llamémoslo el registro de lo real que excede enigmáticamente, que por fuera de estas “marcas”, Freud es un realista, un materialista. Benjamin y Pasolini -¿hace falta recordarlo?– también”.

Se me reprochará que estas citas son, como de costumbre, demasiadas y, seguramente, no logran explicar ya no en qué consiste la belleza, el enigma, ni tampoco redondean de qué clase de libro hablo. Voy entonces al título y sus relaciones. “Sitio” fue una revista literaria que, entre el 81 y el 87, alcanzó apenas los cinco números. No había un director. La hacían Ramón Alcalde, Gusmán, Mario Levin y Luis Thonis. Y entre ellos estaban también Jinkis y, por supuesto, Grüner. Si un fuerte tenía la publicación era la polémica. Centrales, sus debates sobre la Guerra de Malvinas y La ley de Obediencia Debida, hoy todavía necesarios. A la vez “sitio” refiere un espacio determinado, pero también alude al acto de cercar.

 

Pero si por un lado el libro de Grüner me induce a la melancolía, por otro me impulsa a la rabia, ese sentimiento que Pasolini asocia a la poesía y, especialmente, a la poesía de su cine interrogante del lenguaje: interrogar, de movida, la propia obra, abjurar y exponerse, así estos sean actos sin retorno. Grüner marca un año clave para la mirada: 1975. No casualmente es el año en que Sartre quedó ciego y “Saló” lleva lo real en el cine hasta “las últimas consecuencias últimas de soportabilidad”. La conjunción Sartre/Pasolini es, además de existencial, política. Desde entonces, salvo unas pocas excepciones, puede coincidir uno con el crítico Jean Orr, no pasó mucho más transgresivo en el cine. Pero a Pasolini esta idea de fin que implica el “no pasó mucho más” le habría indignado. Porque es en los momentos en apariencia quietos de la historia, esos períodos turbios de inercia engañosa, donde estalla lo que vuelve a replantear todo otra vez en la vida y en el arte, lo que incluye eso indecible que es la belleza a menos que uno se conforme con un “like”.