Son muchos los aspectos de la vida brasileña que crecieron –en algunos casos, un crecimiento sin antecedentes– bajo el gobierno del ultraderechista Jair Bolsonaro: hambre, miseria, desempleo, devastación ambiental, recortes brutales en los presupuestos destinados a educación, salud, artes y cultura.
Un aspecto específico, en todo caso, pasa ahora a merecer las atenciones –y preocupaciones– en forma acelerada: el número de nuevas armas adquiridas desde mediados de 2019, primer año de su gobierno.
Son más de un millón de armas particulares de diferentes tipos y calibres, inclusive las que hasta ahora eran de uso exclusivo de la policía y de las Fuerzas Armadas.
Según datos de la Policía Federal y del Ejército, hasta noviembre de 2021, último registro, había en Brasil un total de dos millones 300 mil armas particulares en situación legal. Es decir: bajo Bolsonaro, ese total creció 78 por ciento en relación a 2018.
Otro detalle revelador: entre ciudadanos comunes, la cantidad de armas creció de 344 mil a 810 mil en tres años. Más del doble.
Un grupo específico, los llamados CACs –cazadores, coleccionistas y practicantes de tiro al blanco en clubes destinados a ese deporte– pasó de 350 mil en 2018 a 794 mil armas en noviembre de 2021.
Como consecuencia natural, más armas, más municiones. En 2018, fueron 124 millones, de distintos tipos. Hasta noviembre del año pasado, 297 millones vendidas para CACs y personas físicas.
Bolsonaro siempre fue favorable a armar la población. Bajo su gobierno, mucho más que desburocratizar la venta de armas y municiones, lo que se ve es un fuerte incentivo.
Lo que se observa en el país es asustador. Investigaciones policiales muestran que varios de los clubes de tiro al blanco son mera pantalla para comprar armas de alto calibre que luego son repasadas a pandillas de asaltantes. También compradores particulares fueron detenidos por haber servido de intermediarios para adquirir legalmente armas que luego fueron aprehendidas a criminales.
Antes de la actual legislación, cada coleccionador o prácticamente de tiro al blanco podía tener entre cuatro y 16 armas, según el caso. Ahora puede tener sesenta, incluyendo treinta que antes eran de uso exclusivo de las Fuerzas Armadas.
Mientras crece el número de armas vendidas, baja sensiblemente el de armas aprehendidas. Eso se debe a la “flexibilización” impuesta por el gobierno de Bolsonaro, a través de decretos presidenciales.
El presidente reitera de forma compulsiva que “el ciudadano armado jamás será esclavizado”. También repite a cada día que las armas son la garantía de que “nuestra democracia será preservada”.
En su caso específico, esa “nuestra democracia” significa mantenerlo en el poder y alejar la “amenaza comunista” representada por una previsible victoria de Lula en las presidenciales de octubre.
Sus ataques a las autoridades electorales y al mismo método de votación utilizado en Brasil desde 1996 –las urnas electrónicas– sin que jamás se haya registrado un único caso de fraude, son acompañados de llamados a la unión de sus seguidores frente a lo que ocurrirá.
En los últimos días, aumentó el tono. Mientras amenazaba no reconocer el resultado de las elecciones, pasó a pedir a su electorado que se prepare para “la guerra”.
Como no hace otra cosa que recurrir el país de punta a punta en permanente campaña electoral anticipada de manera ilegal, sus llamados repercuten cada vez con más fuerza entre sus seguidores más fanáticos, que representan alrededor del quince por ciento de los aptos a votar. E igualmente repercuten, pero de manera más floja, entre el total de los que dicen que votarán por él, alrededor del treinta por ciento del electorado.
Todo eso sirvió para que, más allá de la preocupación, empiece a surgir tanto entre grupos y partidos políticos como en el medio empresarial y amplios sectores de la población la certeza que de aquí a la fecha al domingo dos de octubre mayor será el riesgo de que ocurran actos de violencia contra manifestantes que no integren la manada de seguidores de Jair Bolsonaro.