¿Qué hicieron los represores que secuestraron, torturaron y desaparecieron gente cuando la dictadura cívico militar eclesiástica terminó? El deseo de imaginarlos monstruos escondidos, temerosos de que siquiera una parte de todo aquel mal les volviera, se choca de frente con la realidad que es otra: seres humanos de carne y hueso que continúan compartiendo con el resto de la sociedad sus días y noches hasta que la búsqueda de justicia sobre los crímenes que cometieron los va descubriendo. Es el caso de Luis Horacio Castillo, quien fue durante décadas tan solo el dueño del Colegio San Diego, una respetada institución de educación privada inicial, primaria y secundaria de Wilde, y desde el mes pasado cumple prisión preventiva en su casa, acusado de crímenes de lesa humanidad en centros clandestinos del sur del Conurbano.
“La comunidad está alborotada”, asegura una exalumna de la institución que recién hace algunos días supo que estudió “en el colegio de un genocida”. La joven de 35 años hizo el jardín, la primaria y la secundaria en el San Diego, el colegio que Castillo y su esposa María Marta Sosa fundaron en Wilde, localidad de Avellaneda, partido del sur del Conurbano bonaerense, en 1979. La dictadura cívico militar eclesiástica estaba en pleno auge y entonces, él brindaba sus servicios no solo a la Policía bonaerense, sino también al terrorismo de Estado. Según consta en su legajo, desde febrero de ese año era oficial principal de seguridad en la Brigada de Lanús, donde funcionó el centro clandestino conocido como “El Infierno”.
Supo a través de una noticia publicó este diario a mediados de abril que Castillo integraba un grupo de represores procesados por el juez de instrucción Ernesto Kreplak, acusados de perseguir, secuestrar, torturar y abusar de personas, entre las que figuran varias integrantes del colectivo travesti trans, durante la última dictadura cívico militar. También supo que el magistrado ordenó su detención bajo prisión preventiva y que cumple el encierro en su casa.
“Parece que está preso. Y a pesar de estar relacionada al mundo de los derechos humanos desde hace mucho, con mis 35 años no salgo de mi asombro y bronca. El tipo junto con su mujer (directora del jardín) son dueños de un colegio de Wilde. Miles de niños y niñas pasaron por ahí. Hoy cobran sentido muchas cosas”, se descargó la ex alumna vía redes sociales.
La joven repasó algunos de los momentos en los que, a lo largo de su camino educativo convivió “con un genocida”. “Ese tipo me llevó de viaje de egresados. Ese tipo me llevó de campamento. No dejaba que lleváramos caramelos. Si hablabas a la noche, marcaban tu carpa y el domingo lavabas los platos de todo el campamento. ¿Qué sutil todo, no?”, se preguntó. Por último, destacó “esto tan cruel de la convivencia, de la impunidad, del silencio cómplice y la justicia lenta. Castillo vivió toda su vida a cuadras de mí casa. Iba todas las mañana al colegio con un semblante difícil de describir”.
Castillo se retiró de la Policía bonaerense en 1986 con el rango de comisario. Para entonces, la institución educativa que había fundado junto a su esposa llevaba cinco años y ya funcionaba en el terreno donde hoy continúa emplazado. Los comienzos, en 1979 fueron en el sótano de la casa familiar –el matrimonio tuvo dos hijos– en Polonia y Mitre, Wilde, a modo de guardería.
Fuentes cercanas a la institución que prefieren mantener el anonimato aseguran que durante estas cuatro décadas no hubo certezas de la función policial de Castillo durante el terrorismo de Estado, pero sí “muchas sospechas y mucho runrun, mucho cuchicheo”. Las mismas fuentes también certifican que el colegio “siempre se mostró a la comunidad como una institución que imponía disciplina entre los pibes y pibas, como que de ahí salías derecho o derecho”. Entre los recuerdos compartidos con este diario vuelven a ser mencionados los campamentos con la “presencia muy dura” de Castillo, que “siempre llevaba con él un bastón que golpeaba contra el piso cuando quería que se hiciera silencio, marcar presencia. Y lo lograba”.
Una comunidad convulsionada
La noticia corrió como reguero de pólvora entre el barrio donde se emplaza el colegio San Diego y la comunidad educativa vinculada a la institución. Tanto fue el barullo que Castillo, que dejó en mano de sus hijos la dirección de la institución en diciembre pasado, se vio obligado a reconocer el procesamiento y su prisión preventiva en una carta que emitió “a las familias del Colegio”.
En el texto proclamó su “inocencia” respecto de “hechos acaecidos hace cuarenta y seis años”, omitiendo cualquier referencia a la dictadura militar o al terrorismo de Estado. Desde la institución que dirigió hasta hace unos meses, también son esquivos a llamar aquella época terrible de esa manera. En una placa conmemorativa del Día de la Memoria –desde el equipo educativo del colegio aseguran que se cumple con el contenido curricular oficial que introduce el trabajo en las aulas sobre los crímenes de la última dictadura– lo definen como “el día en que se recuerda el último Golpe de Estado llamado ‘Proceso de Reorganización nacional’”.
Castillo dice que la causa que lo mantienen encerrado en su casa es “promovida por organizaciones de derechos humanos” e invocó a “Dios” como quien “hará prevalecer la verdad”. Dice, también que “de la causa no surge ningún tipo de elementos de prueba o indicios reales que me ubique como partícipe de delitos de Lesa Humanidad” y jura “por la vida” de hijos y nietos que “nunca” participó de facilitó la ejecución ni colaboró con los crímenes de lesa humanidad que se le endilgan.
Pues, el expediente judicial lo desmiente. El 30 de marzo pasado, el juez de instrucción federal número 3 de La Plata, Ernesto Kreplak, procesó a Castillo y le dictó prisión preventiva tras hallarlo responsable de secuestros, torturas, abuso sexual y apropiación de niñes, delitos que tuvieron lugar en los centros clandestinos que funcionaron en las ex brigadas de Investigaciones de Banfield y Lanús.
Las pruebas del juez
¿En qué se basó el juez para tomar esa decisión? Surge del legajo que documenta el derrotero de Castillo en la Policía Bonaerense que entre el 10 de agosto de 1976 y el 7 de marzo de 1977, fue oficial inspector y luego ascendido a oficial principal de seguridad de lo que entonces era la División Delitos contra la propiedad de la Bonaerense que funcionaba en Vernet y Siciliano, Villa Centenario, Banfield. En esa dependencia, que a partir de enero de 1977 pasó a ser sede de la Brigada de Investigaciones de la fuerza conducida por Ramón Camps, ya funcionaba el centro clandestino conocido como Pozo de Banfield.
Del mismo legajo surge que aquel marzo de 1977 Castillo fue trasladado a la Brigada de Investigaciones de la Bonaerense en Lanús, que entonces funcionaba en Avellaneda: El Infierno. Allí fue reconocido y nombrado por dos sobrevivientes de ese campo de concentración: Mercedes Alvariño Blanco y Héctor Oscar Callejas.
En su testimonio, Callejas lo nombró por su apellido y lo identificó como el “jefe que estaba a cargo” de les detenides clandestines del lugar. Alvariño Blanco lo nombró por su apellido, lo describió físicamente y lo acusó de ser quien la obligó, bajo amenaza de muerte, a firmar una declaración falsa mientras ella estaba detenida de manera clandestina en El Infierno. “Entró a mi celda con una silla y con un papel en la mano que decía que yo había sido detenida por tener en mi casa volantes y armas de la organización ERP y Montoneros”, testimonió la sobreviviente, que contó que se negó a obedecer: “Se puso nervioso y me dijo mirá Mercedes, a vos acá no te torturamos, porque no lo hacemos nosotros sino que estamos a las órdenes de los militares. Yo seguí sin firmar y sacó de la cintura su arma y me dijo que firmara, entonces yo ante esa amenaza firmé y él se fue. Me dejó sin vendas”, continúa el testimonio, citado en el auto de procesamiento del magistrado platense.