Por estos días culminaron las ligas de fútbol del mundo y tenemos nuevos campeones en los historiales. Mientras los fanáticos editan videos y los nerds se encargan de completar en wikipedia las estadísticas de equipos y jugadores con nuevos datos, los muchachines vuelven a las peluquerías para emprender los desafíos de la próxima temporada (llamar a Pablo Bigliardi por más precisiones). 

El fútbol, ese gran negocio de la alegría, que con insistencia nos entrega metáforas que llegan a modificar el léxico cotidiano irremediablemente, es tan transparente que atraviesa definiciones que terminan colándose en la política de muchos países del mundo. Es notable, pero la luminiscencia de los estadios suele ser proporcional a los comportamientos de los hinchas, a su manera reflejan un “estadio” de la propia cultura (que es necesariamente política). Pienso en las sombras de las canchas rosarinas, cuando en invernales días soleados, la silueta de una tribuna condiciona la visión en el campo de juego; pero también pienso en el sol a pique en las techadas canchas inglesas. Sí, el calendario futbolístico internacional está hecho, como casi todo, a la medida del hemisferio norte, que impone coherentemente su poderío económico sobre el resto del mundo.

Y ahí están los campeones, en mangas cortas en Europa y en mangas largas por estos lados, porque el fútbol argentino se debe al fútbol europeo, y las cajas fuertes de los clubes lo saben. El verano europeo, sinónimo de aburrimiento en los canales de televisión deportivos, marca el inicio del gossip que viene con los nuevos enamoramientos entre jugadores y otra gente famosa, y los movimientos de compra venta con muchos ceros, las mudanzas de jugadores (esas no son migraciones, son otra cosa, por favor). Y mientras Rusia no le corte el gas a Occidente, eso es todo lo que importa: el verano, el descanso merecido, el mar, los yates, las fiestas lujosas y todo lo que sabemos envidiar los mortales que, por este lado, con el invierno y el yugo de la cotidianeidad, disfrutamos de esos sentimientos.

Pero todo eso era para introducir un asunto que se ha suscitado en esta temporada que acaba de concluir y que merece la atención. La tesis general sería “cómo cambia la cultura a partir de las pequeñas gesticulaciones” y se resumiría en “así como los niños replican los gestos que en primer plano muestran las televisaciones de los partidos de fútbol de todo el mundo, esas imitaciones generan comportamientos que se trasvasan al resto de la cultura de los países que consumen masivamente esas televisaciones”. Condicionamientos, a saber: no se trata ya de la ostentación con la que ciertos jugadores disfrutan de su habido dinero, sino de cómo ciertas gestualidades provocan imitación. Y no vamos a entrar ni en los cortes de pelo ni en los tatuajes, que no se borrarán jamás, y ya no jamás sino ni siquiera mañana. Y tampoco entraremos en lo que hacen los jugadores cuando suena el silbato de finalización del partido. Todo lo que nos interesa es lo que está dentro de ese rectángulo que es la cancha, el universo, y lo que la recorre, el trofeo máximo que es la pelota. Y el tiempo de juego, los 90 minutos.

Messi llegó a París y no precisamente en un caballito gris. Esta mudanza (¿no es migración? ¿Es migración?) sacó del horizonte televisivo al Barcelona y enseguida puso al PSG en horario central, que disputa la liga de Francia, una liga que históricamente no es muy transmitida. El solo hecho de que Messi llegue a tal escenario hizo que todos queramos ver los partidos del Paris Saint Germain. Ver a Messi, el sueño de todos, la promesa que cada año late con fuerza en el parque Independencia y que cada disparo de bala ahuyenta desde la tapa de los cotidianos (negocio para river y boca que no querrían jamás que los messis y los dimarías vengan a cumplir con sus amores). Messi en PSG se integra en un equipo de grandes figuras, en donde resplandece un muchacho que no se cansa de hacer goles, Kilian Mbappé. Lo que su juventud enciende, su sabiduría aplaca: no son jugadores, son planetas y se disputan en tamaño. Messi eclipsa a todos fuera de la cancha, y como Messi dentro de la cancha ejecuta una danza maravillosa. Pero no es el barsa, entonces no todo gira en torno suyo, sino que es el equipo, ahora, que ejecuta una coreografía que hasta Britney amaría. Esa coreo termina siendo siempre un pase mágico y un gol. 

En el festejo del gol aparece un dato riquísimo, por el que mañana mismo llamaría a un especialista como Aldo Pricco para que me dé más bibliografía. Los chicos del mundo capturan esa información y la procesan en cada partido barrial y cada escuela argentina. Cuando era pibe, era un abrazo, o era correr como el diego con el puño apretado y saltar. Antes los jugadores no se abrazaban, no sé, cuando se empezaron a abrazar quizás festejaban que les pagarían más por ese gol, no sé, ¿por qué se abrazan tanto? Todo ese contacto, esas transpiraciones, la eliminación de límites, la montañita esa en el rincón. Todo eso está sucediendo en la mitad del partido, y no define nada, porque el partido puede terminar en derrota todavía, y todo ese festejo, visto en la versión editada en la que ya sabemos el resultado, es hasta ridículo. Aldo me dirá de la disposición corporal de los jugadores que se acomodan para tirar un tiro libre, o cuando el equipo rival forma la barrera. ¿Me dirá algo de los festejos? ¿Me contará qué opina Kartún, qué opina Valdano de todo esto?

El dato que aparece es que Mbappé, cada vez que mete el gol, no puede evitar festejar, como ningún jugador que marca gol puede reprimir esa alegría intensa. Pero es inmediatamente que se hace consciente que no hizo el gol sino que le hicieron hacer el gol, que el eclipse se está dando pero es al revés: Messi hizo algo que lo dejó en una situación en la que no hacer el gol hubiera sido un tremendo error. Entonces, y ahí aparece la tele, al hacerse consciente (mañana lo llamo y le pregunto a Carlos Kuri), se da vuelta y señala con su índice a su asistidor, al que le dio el pase ese que fue como un monumento. Lo señala con el índice y la cámara sigue sosteniendo la espalda con el número del jugador cuando llega el señalado y se abrazan orgásmicamente.

Antes de abrazarse, el que metió el gol señalaba con el índice y el otro, el que dio el pase, venía hacia él con los brazos abiertos. El contacto visual es penetrante, hay que decirlo, son ellos dos mirándose y uno le está diciendo al otro en esa mirada “me viste” y además le dice “me viste y qué pase me diste”, pero también le está diciendo “me viste como nadie más me ve” que significa “me viste y ni siquiera yo en mis mejores sueños puedo verme así”. Es como si le estuviera diciendo “me mejoraste”, o como dice un enamorado en una película “me hiciste mejor persona”.

Eso no estaba en el fútbol en las temporadas anteriores. Sí, eso de señalar estaba, pero no se había hecho algo tan marcado como en esta temporada. Personalmente me emociona, no solo porque me gusta la magia, me atrapan los eclipses, sino porque corre el eje de que el gol lo hace un jugador y empieza a aparecer un otro, que representa a todo el equipo: los goles son de todo el equipo.

El fútbol es un juego de equipo, aunque parezca una obviedad siempre es bueno repetirlo porque vivimos en un mundo en donde triunfan las individualidades, y el nombre ya no es solo la identidad, sino que es una proyección y una ambición. Cuando aparece el equipo, entonces aparece la potencia: no alcanza con un jugador bueno, se necesita un equipo, y si el equipo es bueno, no tiene límites.

Y esa es la máxima metáfora que el fútbol le lega a la política y a los que día a día tratan de hacer del mundo un lugar más lindo para vivir.