Desde Barcelona

UNO Después de una semana perdido en el espacio solitario y de otra reencontrándose con autómatas surtidos (à propos: lo del juicio Depp-Heard es de replicantes malfuncionantes; lo de los Rolling Stones y Elizabeth II es pura carcaza/carrocería; Shakira le canta a su cortocircuito con Piqué con voz robotina; y Nadal es humano pero cósmico y electrizante), Rodríguez de regreso y extraviado en la Tierra. Ese sitio en el que los titulares de los periódicos informan de cosas como que el núcleo interno del planeta no es tan sólido como se creía (hace rato largo Rodríguez desconfía de que exista algo sólido por aquí). O de que "los ciudadanos ya no confían en el futuro aunque seamos la generación más rica y educada y tecnológicamente avanzada en la historia de la humanidad" y de que "con la pandemia, los conflictos crecientes y la crisis climática, todo es ahora peor". Añadir a lo anterior el que "Un reciente análisis de datos en ecosistemas de todo el mundo multiplica por diez la cantidad de virus conocidos del grupo que más afecta a personas, animales y plantas". Cansado de semejante panorama no-ficticio presente y de tantas stranger things en un mundo upside down, Rodríguez decide pasarse a paisaje ficticio futurista. Y ahí, enseguida, descubre que no son tan diferentes uno del otro; que retratan casi un mismo tiempo casi al mismo tiempo; que tal vez sea cierto eso de "No Future" pero sí es verdad lo de "Ni Presente". Y que lo que alguna vez fue tema de razonable sueño incierto ahora es materia de monstruosa pesadilla realizada.

 

DOS Con semejante (des)ánimo, Rodríguez se pone a leer la última novela del sci-fi/futurólogo Kim Stanley Robinson. Y (aunque no esté cerca de las catástrofes y distopías y style de Philip K. Dick, J. G. Ballard, William Gibson, Neal Stephenson o de Jeff Vander Meer y sí más cerca de la compulsión predictiva de Arthur C. Clarke) lo de Robinson también tiene lo suyo, lo cada vez más de todos. Y Robinson ha hecho bien los deberes. Así, colonización y terraforming (en sus muy celebrados libros marcianos), generation spaceship (en Aurora), original novela histórica en dos tiempos (El sueño de Galileo), space opera (en Icehenge, 2312 y en The Memory of Whiteness) y variación lunático-achinada de Agatha Christie (Luna roja). Pero lo que más y mejor distingue a Robinson (y lo que le ha ganado prestigiosos premios así como de elogios de la crítica no sólo especializada y fervor de un público dentro y fuera del género) son sus retro-avances-aproximaciones-alternativas a lo de aquí nomás y hace tanto y dentro de mucho menos de lo que se piensa. 

Y, sí, piensa Rodríguez, no deja de tener gracia el que uno de los mejores narradores de naufragios planetarios lleve el apellido Robinson.

TRES Porque Robinson probablemente sea el más dedicado narrador de la Tierra no firme sino inestable y el Rey de la ecosistémica Cli-Fi. Así, prehistoria en Chamán y frío que se derrite en Antártida, peste negra despoblando casi al completo a Europa y alterando historia y planisferio en Tiempos de arroz y sal, Manhattan devenida Venecia en Nueva York 2140 (y mejor de lo que jamás fue), disto-utopía en el tríptico Three Californias y temprana preocupación por calentamiento global en catástrofe-climatológica trilogía Science in the Capital. Y hay que señalarlo y advertirlo: en sus novelas, Robinson --sueño húmedo de Greta Thunberg-- dista mucho de ser cultor de una prosa que no sea más que estrictamente funcional, a menudo más cerca del ensayo de divulgación y plagada por extenuantes tramos de diálogo expositivo e informador. Pero, también, difícil-imposible imaginar lo que quiere que imaginemos imaginado de otro modo. Y, sí, también, entre el deshacer en guerras y el hacer las paces sin tregua, a Robinson le gusta mucho el cataclismo; pero, aun así, parece conservar cierto optimismo y esperanza en la raza humana. Paradójicamente, lo que alienta a Robinson es un combustible más decimonónico que millenial y, finalmente, lo que hace está más cerca de Dickens y de Balzac y de Hugo: Robinson es, sí, un novelista social-humanista. Esto --la mezcla de desastre con redención-- lo ha convertido en ponente favorito y eco-profeta ideal (lo último suyo es una no-ficción-memoir sobre sus caminatas por la High Sierra californiana) para tiempos inciertos en los que el desarrollo tecnológico debe ser bien acompañado/contenido por una cierta evolución moral. Y esto se hace más evidente es su última novela-tratado que está leyendo Rodríguez: El ministerio del futuro. Allí se cuentan las idas y vueltas de una agencia de las Naciones Unidas dedicada a la resolución de alteraciones ambientales y todo eso. Y --concluyendo en 2053-- lo que propone es un pasado mañana: ha empezado a limpiarse la atmósfera pero antes han muerto (porque, por una aberrante confluencia de calor extremo y humedad total el sudor deja de evaporarse en la India) o han sido desplazadas millones de personas a lo largo y ancho de un mapa con costas nuevas y menos tierra y más incendios. Y abundan los ecoterroristas y se necesitan geoingenieros. Y se comienza a arrear glaciares y se tiñe de amarillo el océano ártico para que absorba menos vientos solares. Y los aviones caen en desgracia y vuelven los trenes más largos. Y por supuesto (toda ficción de Robinson puede leerse, también, además, como manual de economía) muchos hacen o dejan de hacer negocio. Y, sí, vienen tiempos difíciles, muy difíciles. Pero las cosas mejorarán luego de empeorar mucho, apunta Robinson; porque la refortalecida voluntad de los ciudadanos acabará imponiéndose a la corrupta ambición de los todopoderosos. El ministerio del futuro le gustó mucho a Obama; ha sido celebrado por la crítica sacándolo de su nicho y proponiéndolo como "el libro más importante y útil y serio de los últimos tiempos" (lo que no lo salvó de los reproches a Robinson por sonar a blog y paper y conferencia TED XXXL y a "propaganda para tecnoliberales" apenas pasada por el filtro de lo novelizable o de ser un ingenuo bien intencionado avatar quien en más de un momento obvia lo que no le conviene para sus vaticinios); y se convirtió en lectura obligatoria a comentar en los cócteles después de esos congresos sobre el todo y la nada mientras los acontecimientos se precipitan. Pero, por encima de esto y más allá de todo, su verdadera utilidad pasa por el que mucha gente se entere de cosas que no sabía y que, teme Rodríguez, no quería saber y que tal vez olvide de inmediato. Mientras tanto y hasta entonces, Robinson (quien con Aurora, acaso su novela más revolucionaria en lo que hace al sci-fi, advierte del inevitable fracaso de toda esa fantasía de buscar planetas alternativos al nuestro donde escapar del apocalipsis que supimos conseguir; y que entonces lo mejor es volver a casa y ponerla en orden) insiste en que la Tierra es el único posible hogar del hombre. Y que es allí donde debe librarse batalla final por el reformateo lógico y constructivo de la autodestructiva naturaleza humana. Así, Robinson afirma que es una pérdida de tiempo jugarla de Maestro del Juicio Final cuando lo que corresponde es ser Alumno de Nueva Cordura. Suena bien, luce bonito, piensa Rodríguez cerrando la novela del futuro. Después, claro, comete el error de abrir el noticiero del presente.