En las últimas semanas ha tenido lugar un debate acerca de la forma en que debemos relacionarnos entre nosotros, los países de América; una nueva reflexión en cuanto a si resulta pertinente, posible y deseable un proyecto de integración entre las naciones de nuestro continente. Esta discusión fue detonada por el presidente Andrés Manuel López Obrador, al anunciar que condicionaría su participación en la IX Cumbre de las Américas –que se celebra esta semana en Los Ángeles– a que los anfitriones estadunidenses extendieran invitaciones a todos y cada uno de los Estados americanos. 

Pese a los esfuerzos de las diplomacias mexicana, estadounidense y de los tres países excluidos para acercar posiciones, no se alcanzó un punto de acuerdo y, en consecuencia, Cuba, Venezuela y Nicaragua quedaron fuera de la convocatoria a la reunión hemisférica, con el argumento de que carecen de regímenes democráticos, característicos del resto de la región.

Ante esto, y según lo anunciado previamente por el presidente López Obrador, la representación de México en la cumbre estará a cargo de un servidor, en mi calidad de secretario de Relaciones Exteriores.

Algunos observadores han interpretado esta postura como una decisión precipitada, motivada por la ideología de izquierda de nuestro gobierno. En sus argumentaciones señalan, de manera errónea, que el presidente López Obrador optó por alinearse o “defender” a aquella tríada de “dictaduras latinoamericanas” en detrimento de Estados Unidos –no sólo una democracia plena, sino nuestro mayor socio comercial–, y concluyen que México perdería demasiado –el favor de nuestro vecino, que es la primera potencia económica global– a cambio de muy poco –la defensa de tres Estados autoritarios con los que no tenemos relaciones económicas de peso–. Otra línea de cuestionamiento es que México no debería expresar ni desarrollar posiciones de política exterior no ceñidas a las de Washington. Para un interlocutor sin el contexto adecuado, esto resulta persuasivo, pero se trata de planteamientos simplistas y falaces.

Lo que ha hecho México va más allá de defender o tomar partido por Caracas, La Habana y Managua frente a Washington. El gobierno de López Obrador –un demócrata incuestionable– no reniega del régimen democrático y de respeto a los derechos humanos del que es el principal artífice en su fuero doméstico: lo que está haciendo México es recuperar su mejor tradición de política exterior, aquella que pondera el respeto al derecho internacional y cuya piedra angular es la defensa del no intervencionismo, ambos elementos fundamentales cuando se aspira a erigir una arquitectura continental renovada.

Expresado con otras palabras, el Presidente defiende así el principio de no intervención y acusa las contradicciones del principio de intervención selectiva. Lo hace por un tema de valores y principios, sí, pero también como un cálculo estratégico y con la vista puesta en la construcción de un arreglo inédito de relaciones políticas y económicas en el continente americano para el siglo XXI.

En los siguientes apartados argumento:

I) Que la batalla por la inclusión universal es consistente con la tradición diplomática y las necesidades estratégicas de México.

II) Que la exclusión de tres países latinoamericanos de la IX Cumbre de las Américas resulta inconsistente, si no es que contradictoria con la realidad que impera en otras organizaciones internacionales de gran importancia como el G20 y la Organización de las Naciones Unidas (ONU), y que es cuestionable desde un tema de legalidad panamericana.

III) Que las sanciones políticas y económicas impuestas como instrumentos para el cambio de regímenes políticos han fallado en forma recurrente y, usualmente, sólo han provocado daño a la población civil.

Por último, apunto que los principios de inclusión, respeto al no intervencionismo y apego al derecho internacional son fundamentales para implementar la visión del presidente López Obrador y otros líderes que consideran necesaria una mayor integración de las Américas ante el ascenso económico y político de otros bloques y potencias.

En primer lugar, la posición de México en esta coyuntura recupera la mejor tradición de nuestra política exterior y se halla muy lejos de constituir una ocurrencia. A lo largo de nuestros más de 200 años de existencia como Estado independiente, sucesivas generaciones de líderes mexicanos entendieron a golpes de realidad –desde invasiones hasta pérdidas de territorio– que enfrentábamos una situación de desventaja ante Estados Unidos y potencias europeas como Francia, Reino Unido y España, dadas las diferencias en el tamaño de nuestras economías y ejércitos. Para compensar o atemperar el desbalance, nuestros dirigentes y diplomáticos comprendieron que en el interés estratégico de México se encuentra postular la prevalencia del multilateralismo, el no intervencionismo y el derecho internacional. Esa tradición tiene sus raíces en el pensamiento juarista y está consagrada en los postulados de la Constitución de 1917 y en la doctrina formulada por Genaro Estrada en 1930, que no sólo representan valores abstractos, sino que se desarrollaron durante decenios con base en el interés nacional.

Cuando fue secretario de Relaciones Exteriores de México (1970-1975), Emilio Rabasa Mishkin escribió que “nada se ha inventado, nuestra política exterior es consecuencia inmediata y lógica de la azarosa historia nacional”. Por su parte, Bernardo Sepúlveda Amor, durante su gestión como canciller (1982-1988), explicó de este modo la razón de ser de nuestros principios de política exterior: México defiende algo más que meros postulados teóricos, defiende su derecho a ser un pueblo soberano frente a los demás pueblos. Se trata, por otra parte, de principios cuya violación México ha sufrido en experiencia propia a lo largo de su historia y cuya validez universal y acatamiento constituirían un valladar para la defensa del país.

II

En segundo lugar, la exclusión de países de esta IX Cumbre de las Américas y de otros mecanismos de gobernanza continental, en especial de la Organización de los Estados Americanos (OEA), no sólo está en contra de los principios de México, sino que además resulta inconsistente, por no decir contradictoria, con la realidad que prevalece en la membresía de la mayoría de las organizaciones de gobernanza global.

En el G20, por ejemplo, durante muchos años las naciones occidentales han convivido, negociado y acordado con regímenes que ellos mismos califican, en otros foros, como no democráticos –como los excluidos de la cumbre de Los Ángeles–. ¿Por qué? Porque es necesario: así lo requiere el funcionamiento correcto de la economía global, del comercio internacional y de las relaciones políticas entre los países. En las Naciones Unidas, una mayoría de Estados miembros no son considerados por los países occidentales como democracias plenas, cuando no calificados como autoritarios. De aceptarse el postulado que se pretende imponer a la Cumbre de las Américas, no existirían la ONU ni el G20 ni el Foro de Cooperación Económica de Asia Pacífico (APEC), o al menos tendrían una membresía debilitada y resultarían inoperantes.

En este 2022, en que se celebrará la IX Cumbre de las Américas en la ciudad de Los Ángeles, el gobierno de Estados Unidos –ese mismo que ha excluido de la reunión continental a tres países latinoamericanos por la naturaleza de sus regímenes– ha impulsado un acercamiento con la Asociación de Naciones de Asia Sudoriental y lanzado el Marco Económico del Indo-Pacífico, en los que varios de sus integrantes carecen de regímenes con el estándar democrático exigido a Cuba o Venezuela. Se trata entonces de que la denominada cláusula democrática no se aplica por igual en todos los casos, sino sólo en algunos, cuando es conveniente.

III

En tercer lugar, por principio, ningún país tendría el derecho de excluir a otro de la participación en la Cumbre de las Américas. Es decir, la membresía en la Cumbre de las Américas no es –ni ha sido– una prerrogativa del país anfitrión. Puesto de otro modo: la Cumbre de las Américas es o debería ser de todos, no de quienes la hospedan. A la letra, el artículo 10 de la Carta de la OEA reconoce que los Estados son jurídicamente iguales, disfrutan de iguales derechos e igual capacidad para ejercerlos, en tanto que el artículo 19 defiende la no intervención, un valor fundamental de convivencia entre los miembros. Y el artículo 20 complementa el principio de no intervención a una escala panamericana, al prohibir las medidas coercitivas de carácter económico y político para forzar la voluntad soberana de otro Estado. Ciertamente, la evolución del sistema panamericano ha puesto la promoción de la democracia como uno de sus más altos valores, sin dejar de lado el principio de no intervención. En septiembre de 2001, se aprobó la Carta Democrática Interamericana, en cuyo artículo segundo se establece que la democracia representativa es la base del Estado de derecho y los regímenes constitucionales de los Estados miembros de la OEA. No obstante, la Declaración de la Ciudad de Quebec, emanada de la III Cumbre de las Américas (2001), establece que los países acordamos “llevar consultas en caso de una ruptura del sistema democrático de un país que participe en el proceso de cumbres”. Tales consultas no tuvieron lugar antes de decidirse la exclusión para Los Ángeles, por ejemplo, de Cuba, país que ya había sido invitado a participar en las últimas dos reuniones continentales.

Aquí es pertinente apuntar que la exclusión de foros políticos forma parte de un cuerpo de sanciones más amplio, que contemplan embargos u otras medidas de boicot o presión económica, cuyo fin último es modificar el régimen político de un país. La visión de México consiste en que, además de ser expresiones de un intervencionismo inaceptable, representan herramientas inefectivas de política, cuyos efectos negativos se sienten en el largo plazo entre la población de las naciones afectadas. Estados Unidos mantiene contra Cuba el régimen de sanciones económicas más antiguo de cualquier parte del mundo. Tras más de 60 años, el principal objetivo de las mismas no se ha conseguido; a saber: el derrocamiento del régimen revolucionario en esa nación del Caribe. Resulta imposible calcular el costo humano del bloqueo: han sido décadas de separación de miles de familias cubanas; sin embargo, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) ha cifrado en 130 mil millones de dólares las pérdidas de la economía cubana a causa de las sanciones estadunidenses: un monto superior a su PIB. En plena pandemia, el bloqueo a la isla, por ejemplo, imposibilitó a empresas vender el combustible que requerían los hospitales cubanos para operar sus plantas de electricidad.

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Hasta aquí he argumentado que la decisión del presidente López Obrador de oponerse a la exclusión de países de la IX Cumbre de las Américas es consistente con nuestra tradición de política exterior; contradictoria con la realidad imperante en otras organizaciones e instituciones internacionales en las que participan Estados Unidos y las democracias occidentales, como la ONU y el G20, y congruente con los principios fundacionales de la OEA y lo establecido en la Declaración de Quebec.

Falta, sin embargo, señalar que es indispensable un criterio de inclusión y respeto al principio de no intervencionismo que favorezca un nuevo orden interamericano, uno de mayor integración, como el planteado con visión de estadista por el presidente de México ante el ascenso de otras potencias y regiones.

En su ya célebre discurso pronunciado el verano pasado ante cancilleres de países integrantes de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en el Castillo de Chapultepec, López Obrador propuso un nuevo arreglo interamericano que deje atrás la historia de agravios que caracterizó la relación de Estados Unidos con sus vecinos latinoamericanos durante buena parte de los últimos 200 años:

“La propuesta es, ni más ni menos, construir algo semejante a la Unión Europea, pero apegado a nuestra historia, a nuestra realidad y a nuestras identidades. En ese espíritu, no debe descartarse la sustitución de la OEA por un organismo verdaderamente autónomo, no lacayo de nadie, sino mediador a petición y aceptación de las partes en conflicto, en asuntos de derechos humanos y de democracia”.

Así lo expuso entonces y volvió a plantear su visión en noviembre pasado, durante la Cumbre de Líderes de América del Norte. En el Salón Este de la Casa Blanca, ante al presidente de Estados Unidos, Joe Biden, y el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, López Obrador alertó una vez más acerca de la posible pérdida de peso relativo que tendría la economía norteamericana y llamó a una mayor integración económica y movilidad laboral entre los países del continente.

Una escuela de pensamiento en México y América Latina ha postulado durante décadas que nuestros países deben plegarse sin cuestionar las decisiones de política exterior de Washington. Otras, en el polo opuesto, son sistemáticamente antiestadunidenses. En el gobierno del presidente López Obrador, nuestra convicción es que podemos y debemos tener autonomía en nuestras decisiones de política exterior, cuando ello sea acorde a nuestros principios e intereses. Así ocurrió, por ejemplo, en 1962, cuando nos opusimos a la expulsión de Cuba de la OEA. Nuestro postulado es que el arreglo necesario para las Américas debe constituirse con base en el diálogo y el respeto a las diferencias de los países del continente.

Esta IX Cumbre de las Américas podría haber sido el momento de retomar el camino iniciado por el presidente Barack Obama en la cita de 2015, en la ciudad de Panamá. El acercamiento entre Estados Unidos y Cuba, bajo su administración, es el mejor ejemplo de que debemos y podemos construir en este continente políticas que beneficien a nuestros pueblos, incluso desde las más profundas diferencias.

El presidente Andrés Manuel López Obrador ha hablado de la urgencia de apuntalar el sistema interamericano de manera que se convierta en una comunidad de naciones soberanas, cada vez más y mejor integrada para afrontar los retos del llamado “siglo del Pacífico”. Es una propuesta que abona al bienestar de las naciones latinoamericanas, pero también de Estados Unidos ante el declive de su peso relativo en la economía y la geopolítica mundial. Frente a este desafío, la disyuntiva implica permitir la prevalencia del intervencionismo y la desconfianza, o bien transitar hacia un nuevo panamericanismo fundado en el respeto para todas las naciones y que derive en mejores condiciones de bienestar para nuestros pueblos.

Para nosotros resulta claro: creemos que una América de todos y para todos es posible.

Marcelo Ebrard es Secretario de Relaciones Exteriores de México