“Solo contar la historia me hará saber cómo somos”. Leopoldo Brizuela, Una misma noche.

“La conciencia colectiva es como una nube”, y cuando terminó la frase, se detuvo, con esos ojos chinos, como dos hendijas negras, apenas dos cortes sobre una piel parecida al barro o al café con leche, con más café que leche; hizo una pausa, miró para el lado del cerro, y con las manos inició un movimiento que abrió, hacia los costados con los brazos, como si alcanzara todo el cielo, “una nube, y para ver bien, hay que meterse como con esos aviones antigranizo” y con la boca hizo el sonido de motores, motores gigantes, como el sonido de turbinas, “brrrrrrrrr, pppppppp… y ahí, ahí”, dijo, las hendijas se transformaron en ojos abiertos mirando para abajo, abajo estaba el pasto seco, pero el Castilla parecía estar más alto, “y ahí sí, ahí sí se puede empezar a ver algo, y uno puede decir… por ahí anda la cosa”. Y con las manos hizo movimiento pausados, como cuando alguien quiere andar calmando algo, alguien, o un bicho nomás.

Los ojos se le clavaron en el verde azulado del cerro, pero eso lo digo yo, porque nunca se sabe bien donde se le clavan los ojos al Castilla, quizás sean los cerros los que se le han ido clavando ahí, o como dice él, y es la montaña que le habla, y quizás esas pausas sean solo para poder escuchar mejor lo que le andan diciendo. Y se quedó ahí, en esa comunión silenciosa, y cuando el Castilla se calla es como ver un cartel que dice “camino sinuoso”, tiene ese vaivén, entre su voz y el silencio, y hay que prestar atención porque de pronto vuelve, y hay que estar ahí, “atenta” me dije, porque el Castilla no repite las cosas dos veces.

“Un pueblo especial para no decir raro, ese… tu pueblo nena. Conocí mucha gente buena ahí, mucha gente”, y su cabeza dijo que sí, las manos en los bolsillos acompañaron desde el pantalón, el cuerpo enorme del Castilla, que parecía un roble, balanceándose apenas con el viento. Y otra vez el silencio, esta vez lo vi, lo vi ver personas, como fotos en movimiento de una vida más de 40 años atrás, en un lugar que no sabe bien como llegó, ni porque se sintió tan bien.

“Fue muy raro para mí llegar ahí, yo iba a conocer a la familia de la Amparito, y toda la gente me saludaba, con tanto cariño, y me invitaban a comer a sus casas, y llegaba al club y alguien me invitaba a la mesa a jugar a las cartas, y yo nunca había visto algo así. Pienso que la gente del llano es distinta a nosotros que nacimos entre montañas. A nosotros se nos para la montaña ¡y qué montañas! que por empezar ya te hacen tener un poco de duda de todo lo que sos, se te para esa cosa enfrente… y decime si no vas a dudar, ahí te das cuenta que no sos gran cosa, se te para enfrente, y te habla. Y quizás por eso, somos así, un poco más para adentro, silenciosos, con un poco más de recovecos. Y cuando la conocí a la Amparo me gustó que fuera del llano, y me gustó toda la familia de ella, viste, todos hablando fuerte al mismo tiempo, y se dicen todo, y nadie se queda con nada… Pero para más, yo vivía en Santa Fe, qué como llegué ahí es otra historia, y en ese momento, nos habíamos acostumbrado a escuchar tiros todo el día, y andar desconfiando y asustados de todo, y ya no hablaba con nadie porque no sabía quién era quién ¿viste?, como ese juego que juegan los chicos. Tenías esa sensación de nunca saber quién era ese con el que estabas hablando… y es que por ese tiempo era como vivir aguantando…, vivir era saber llegar a casa y así todos los días… Y es por ese entonces que llegué al pueblo a conocer a la familia de la Amparito, y resultó que la familia terminó siendo como el pueblo entero. Y me hacía sentir bien estar ahí, era como olvidarse por un rato de todo lo que estaba pasando, olvidarme de desconfiar ¿viste?… ¡Y qué lindo era que la gente me saludara! Eso… me encantaba, eso me enamoró más de la Amparo, porque era como si eso fuera de ella, como si fuera como su perfume, como algo así…” Y otra vez con los ojos clavados en otro lugar, respiró profundo… “qué lindo era sentir eso… una vez me paré en la vereda solamente para esperar que pasara alguien y me saludara… pasó mucha gente ese día, y los saludé a todos…” dijo sí con la cabeza, pero en el segundo movimiento el Castilla descolgó sus ojos del cielo y los hundió para adentro y de ahí a la tierra. “Y yo eso lo sentí, sentí lo lindo que era olvidarse de todo, esa sensación de poder estar como en otro lado, y no saber nada… Y yo pensaba, como si hubiera entendido algo ¿no? Yo creo que ese día entendí, entendí porque se siente tan bien no saber… Pero eso se sentía, no sé cómo explicarte, como en el aire, era como si de verdad entraras a un lugar que hubiera quedado afuera de todo...”

Repasé todas las palabras porque no llevaba cuaderno, y las repasé como escribiéndolas en mí, como si las palabras del Castilla pudieran transformarse en secuencias de un film casero, como si de esa manera los recuerdos pudieran volverse cada vez más propios. Y fue como una fuga de pensamiento, y me sentí como una falsificadora de recuerdos, guardando en mí, de forma alterada, algunas cosas vividas, en algún tiempo, por otros cuerpos y otras vidas. Esta vez, al silencio no le siguió la voz sino el movimiento y el Castilla empezó a caminar lento, rumbo al cerro, pero el cerro quedaba lejos, así que decir “rumbo al cerro” es solo un decir. Y yo seguí como si todo mi ser se hubiera quedado pegado a ese hombre, como si tuviera un campo magnético del que sería imposible salir. Y caminé al lado sin decir nada, no por respetar ese silencio, no creo haberlo siquiera pensado así, mi silencio no fue una respuesta al suyo, solamente estaba ocupada grabando cada palabra, traduciéndolas en recuerdos, para poder ponerlas en algún lugar de mí cuerpo, donde poder en algún momento buscarlas, encontrarlas, y escribirlas.

“Una vez, ya ni sé cómo se me ocurrió contarle… era una persona querida por mí, que había sido muy amable conmigo, pero muy amable, y le conté algo que me había pasado. Yo salía con un amigo, el Pancho, veníamos de alguna peña, subimos a un colectivo, ya volviendo para casa, y yo llevaba mi guitarra, porque siempre, él y yo, hacíamos eso, cantábamos en las peñas, yo no cantaba porque creo que para eso siempre fui como más tímido. Entonces él cantaba y yo tocaba, y estábamos volviendo como siempre, yo llevaba la guitarra al hombro y en un momento paran el colectivo unos milicos, nos hicieron bajar a todos, pero se quedaron con nosotros nomás, no llevaron a la vereda, nos pusieron delante de una pared, y nos pidieron los documentos, mientras uno los miraba otro nos hacía pregunta, que qué hacíamos, qué de donde veníamos, miró la guitarra y preguntó: ¿y quién es el que canta?” Y en ese momento el Castilla se transformó en policía, llevó los hombros un poco más atrás y la cabeza como mirando todo más de arriba y hasta la voz se le volvió diferente “¿Y quién es el cantante, dije?” Quedó suspendido un rato en ese gesto, como si el que hablara fuera un fantasma, para después volver a su cuerpo y mirarme, como para comprobar que yo también estaba ahí o acaso, para saber que había vuelto. “Y… como te dije yo no cantaba, así que mi amigo dijo que era él… y ahí el milico le puso la pistola en la cabeza y le dijo… Y otra vez el Castilla dejó entrar los espectros a su cuerpo y con esa voz como expandida dijo “A ver si cantás ahora ¡Cantá!”. Una pausa, breve, solo para volver, para saber que yo estaba ahí. “Y tuvo que cantar con el caño en la cabeza… cuando terminé de contar la historia el tipo este, hizo algo que jamás me hubiera esperado, jamás, empezó a reírse, pero de una manera… se reía a carcajadas y yo te juro”, dijo el Castilla, y en ese momento llevó sus manos al pecho y se lo agarró fuerte, como queriendo agarrar el corazón o todo de lo que de ahí pudiera salirse. “Y te juro mi china, que yo nunca esperé… nunca esperé que alguien, alguien que había sido tan amable conmigo, se pudiera reír de eso”.

Caminamos, en silencio, mirando para abajo la tierra fina, casi arena, y las marcas de los autos, y las camionetas, y si mirás bien, podés encontrar un pedazo de cuarzo y a mí me gusta ir encontrando piedras, y cuando las veo me las meto en el bolsillo, y las voy tocando, las toco sin mirar, como si fueran un rosario pienso, un rosario sin oraciones porque para eso ya está el Castilla y la montaña. Y seguimos así un rato largo, mirando los pasos, las huellas, las piedras entre la tierra, algunos pensamientos sobre la propiedad de las cosas, primero de las piedras después sobre la propiedad de los recuerdos, y de quiénes son dije, y otra vez pensar si acaso me estaba llevando el recuerdo del Castilla, si era solamente una oportunista, una ladrona, qué para qué querés tantas piedras, otra más, el auto siempre vuelve más pesado con esas piedras tuyas, y porqué yo sentía que los recuerdos del Castilla eran también un poco los míos, si yo no estuve ahí, y qué tengo que ver yo con eso, me dije, qué cosa caprichosa se me volvió de repente, esas cosas que escribís vos, me dijo mi mamá, a veces no puedo leerlas dijo la tía. Y mis ojos se clavaron otra vez, en los pasos, las huellas, las piedras entre la tierra, y el silencio del Castilla, hasta que en un momento decidió volver a la palabra. “Mucha gente buena”, dijo y en esos segundos que duró la pausa, lo imaginé repasando los rostros, como enumerándolos uno a uno, pero todo para sí, “mucha gente buena” dijo “mucha, pero con una mente totalmente militarizada”.