Una ruta puede ser el lugar propicio para una aparición. Especialmente cuando la noche se vuelve incandescente y, en el asfalto el fantasma del padre muerto surge como narrador, como artífice y también podría arriesgarse, como el ser capaz de inventar la aventura que están a punto de vivir sus hijas.
Por el momento las hijas han heredado del padre el oficio de camioneras. Bellas e intrépidas conocen todas las artimañas para hacerse un lugar en esa tarea tan masculina a la que ellas convierten y mutan con su espíritu vigoroso. Las hermanas recuerdan el arrojo de Thelma y Louise pero la tragedia aquí es obra del padre, de la copia de un camino (palabra que funciona en un sentido literal y filosófico) del que las hijas no pueden desprenderse.
La dramaturgia de 600 caballos de fuerza evoca dos textos clásicos. A la figura del fantasma del padre hamletina, que Paola Traczuk, la autora de esta pieza, juega como un mandato que las protagonistas desconocen porque jamás se cruzan con el espectro, por lo tanto no hay orden ni pedido sino recorridos paralelos que se fundan en ese desconcierto, se une un procedimiento de Edipo Rey de Sófocles. Si las hijas repiten la historia del padre lo hacen porque hay algo de esa situación que no saben o que entienden de una manera equívoca.
Las hijas leen los datos sin comprenderlos realmente o superponiendo a esa anécdota conocida una interpretación alejada de la verdad. Entonces el designio se cumple. Ese no saber que le permitía a Edipo consumar la peor de las tragedias es repensado por Traczuk en los vericuetos de esta trama contemporánea. La venganza, más que un mandato, se vive como un deseo y la decisión de consumarla no es suficiente en ese mundo rutero donde las mujeres necesitan cambiar las reglas para defenderse.
Pero las hermanas, a cargo de Aldana Illán y Ana Celentano, si bien son diferentes, tienen en común el despliegue de una serie de estrategias para traducir ese universo de machos al código de sus encantos. Si la más chica (en una interpretación fascinante de Aldana Illán, siempre segura en su desempeño y absolutamente creativa y diáfana al momento de descubrir las variantes de sus personajes) conquista a un muchacho en la ruta, será ella la que terminará robándole un cuadro, dato inicial para que la aventura (y la fatalidad) se precipiten.
La puesta de Monina Bonelli entiende que el texto, en apariencia realista de Traczuk, conjuga variados registros. A lo onírico del espectro de ese padre (en un trabajo contundente de Ariel Pérez de María, un actor con mucho oficio y una gran habilidad para dominar la escena que aquí resulta sumamente efectiva a nivel narrativo) es necesario sumarle cierto aire de wéstern, otro género de hombres que Traczuk se apropia para una épica femenina, y algunos detalles gore que el texto asimila como otro territorio de una realidad cada vez más desbordada.
En este sentido, ese camión, suerte de objeto o pieza escenográfica que funciona como síntesis, es aquí una estructura cubista (creada por Gustavo Buján y Luís Rojo), alejada de toda figuración. El padre, las hijas y el camión se mueven en espacios separados dentro de la puesta. Nunca se juntan. Ellas están en la ruta pero nunca dentro del camión. El padre le habla al público pero no a las hijas y ellas avanzan hacia el descubrimiento de algo que también se disocia de su objetivo.
Mientras intentan traficar una obra de arte (cabe aclarar aquí que las chicas carecen de toda cultura pictórica) irán hacia al centro de un drama que las involucra, a la matriz de su historia, a una identidad de la que seguramente siempre quisieron huir. El texto de Traczuk es trágico y épico pero eso no se distingue a simple vista. La aventura y esa fragancia de un wéstern contemporáneo le imprimen una alegría que se expresa en el carácter atropellado de las protagonistas y que, como muchas veces ocurre, tendrá que vérselas con la desilusión.
600 caballos de fuerza se presenta los lunes a las 20:30 en el Centro Cultural 25 de mayo.