En un comienzo, Alex de la Iglesia hacía comedias negras sobre curas adoradores del demonio, heavies apegados a la mamá, cómicos “casposos” de tiempos del franquismo y ambiciosos pequeños vendedores de grandes tiendas. La comunidad (2000) fue el primer aviso de que la empatía por los españolísimos perdedores de tres por cuarto cedería paso a la resuelta antipatía por seres crecientemente repelentes, cegados por la ambición y el odio criminal al prójimo. Vecinos de un edificio dispuestos a todo con tal de quedarse con un botín, payasos de circo perturbados al grado de mutilarse mutuamente, un publicista desempleado sometido (por De la Iglesia) a una larga serie de humillaciones, el mundo de la TV mostrando toda su estúpida impostura. Hace rato que nadie se ríe con las películas de De la Iglesia, porque De la Iglesia quiere que el público salga del cine shockeado, eventualmente asqueado. Su última exploración en este terreno es El bar, coproducción con Argentina escrita como siempre junto a Jorge Guerricaecheverría, que empieza con toques de costumbrismo madrileño y termina con un puñado de sobrevivientes quitándose la vida en unas alcantarillas.
En entrevista con PáginaI12, el sábado pasado De la Iglesia afirmaba que si a veces las historias se le van de las manos es bueno, porque quiere decir que están vivas. En realidad, cuando se le van, como le viene ocurriendo desde Balada triste de trompeta, no es porque estén vivas sino sobrecocidas. Lo que nunca se le va de las manos, porque es de hierro, es la puesta en escena, y el plano-secuencia inicial de El bar es un ejemplo perfecto. Sin cortes, la cámara recoge a la protagonista, Elena (la muy sexy Blanca Suárez) mientras habla por celular a la salida de un negocio y camina por una calle madrileña. En el camino se va cruzando con personajes que en ese momento son simples paseantes, pero que enseguida van a ser algunos de los agonistas del drama: un hombre de negocios (Alejandro Awada, haciendo más o menos de español), un homeless llamado Israel (Jaime Ordóñez, excelente) y un gordo que pasa por detrás, tosiendo a más no poder. El plano, muy depalmiano por los movimientos internos de los actores, es muy bonito justamente por esa coreografía humana. Pero a la vez revela una manía de control muy ligada a la idea de que un grupo de gente metida en un espacio cerrado (un bar, por caso) es como ratas en una jaula.
Los que llegan de la calle se suman a los que están adentro, el gordo que tose pide permiso para pasar al baño, adentro hay un madrileñismo concentrado (churros, tortillas, la dueña –la excelente Terele Pávez, la Chus Lampreave de De la Iglesia– que pone a todos en su lugar, la señora solitaria –Carmen Machi– que juega a los jueguitos electrónicos), un cliente paga y sale a la vereda… y en cuanto sale lo recibe un tiro en la frente. Comienzo del encierro y la confusión. ¿Quién tiró, desde dónde, cuánto tiene que ver la policía con eso, los terroristas musulmanes, o serán los extraterrestres? Como en una película de John Carpenter, los espacios se irán empequeñeciendo y la población también, mientras crecen las sospechas. Pero mientras que en El enigma de otro mundo, por ejemplo, la sospecha es puramente práctica (“vos podés tener el monstruo y me tengo que cuidar”), aquí tiene una sobrecarga moral: “vos podés ser el Mal”. O “vos podés tener el Mal”, a partir del momento en que el peligro es un virus.
Cuando un grupo de personajes descubre una abertura que lleva de un sótano a una alcantarilla subterránea, uno puede imaginarse a De la Iglesia frotándose las manos: finalmente hemos dado con la representación del mundo. “Somos unos animales”, dijo el realizador vasco. Qué clase de animales lo aclaran los títulos de crédito de El bar, llenos de ilustraciones de seres microscópicos, algunos reales, otros imaginarios, todos ellos desagradables bestezuelas infinitesimales. Antes de ese último descenso, los últimos cinco confiesan en ronda, uno por uno, sus secretos más íntimos, en el momento más falso de El bar. Falso por mecánico, falso porque no existe esa intimidad entre ellos. Después sí, sufriendo tanto o más que en un parto (el masoquismo es todo un temón en el De la Iglesia de Balada triste… para acá) deberán pasar a través de esa abertura que lleva hacia las aguas hediondas que serán su último hábitat. Allí, el homeless dejará de recitar las páginas más terminales del Apocalipsis bíblico para convertirse en una suerte de Ángel Exterminador. Y De la Iglesia tal vez encuentre un nuevo sentido para su apellido.