El desierto de los tártaros es una ficción que narra la existencia de un hombre que espera algo que nunca va a ocurrir y, en eso, se le va la vida. El autor es Dino Buzzatti y la novela es de 1940. Encerrado en una fortaleza, un hombre consume sus años en la espera inútil de una gloria fantaseada que justifique por fin su existencia. Todos allí saben el secreto, excepto el protagonista que se da cuenta demasiado tarde de lo absurda y vana que ha sido su vida. Una vida entre paréntesis, una vida en suspenso, una nada: esa es la tragedia del capitán Drogo Giovanni. “Su goce se reduce pues a la espera del goce”. A eso ha consagrado su existencia.

Es un relato que figura muy bien un tipo de existencia: una existencia obsesiva. Eso es lo quiero destacar en esta lectura. ¿Quién no es, acaso, un poco Drogo? ¿Quién acaso no tiene algo de este hombre encerrado en su propia jaula?

Henri Rey-Flaud, en su ensayo El elogio de la nada: Por qué el obsesivo y el perverso fracasan en lo que logra el histérico, -todo eso es el título-, toma esta perspectiva de lectura; especialmente, en el apartado “El obsesivo en su jaula”. Algunos de estos comentarios se apoyan en ese ensayo y pone en el centro la pregunta que escriben esos títulos.

Decía que Dino Buzatti publica esta novela cuando tenía 34 años y se incluye definitivamente dentro de los nombres más importantes de la literatura del siglo XX; en particular, de la literatura fantástica italiana, junto -por ejemplo- con Italo Calvino. Algunos lo comparan con Kafka y otros, con Becket, pero lo cierto es que Borges la consideró una obra maestra (y creo que con eso basta): “Hay nombres que las generaciones venideras no se resignarán a olvidar. Uno de ellos es, verosímilmente, el de Dino Buzzati”. Nació en 1906, en la antigua ciudad de Belluno. Fue periodista y se entregó después a la literatura fantástica. Su primer libro, Bárnabo de la montaña, data de 1933; y el último Milagros de Val Morel, de 1972, el año de su muerte. El desierto de los tártaros es acaso la obra maestra de Dino Buzzati.

Y Buzzati dice que probablemente la trama de El desierto de los tártaros nació del tiempo que trabajó de noche en la redacción de un diario, en un lugar donde no pasaba nada, durante 6 años y que la escritura de esta ficción fue un antídoto contra el clima rutinario y abúlico que reinaba allí. Cito a Buzatti: “Trabajé allí todas las noches, y fue un trabajo bastante pesado y monótono, y pasaron los meses, pasaron los años y me pregunté si siempre sería así, si las esperanzas, los sueños que inevitables tenemos cuando somos jóvenes, se habrían atrofiado poco a poco, si la gran oportunidad hubiera llegado o no. A mi alrededor vi hombres, algunos de mi edad y otros mucho más viejos, que eran llevados por el mismo río lento y me preguntaba si yo también, un día no me habría encontrado en las mismas condiciones que mis colegas de pelo blanco, que en las vísperas de su retiro, solo habían dejado atrás un pálido recuerdo destinado pronto a desvanecerse”.

Es claro como esta experiencia de Buzatti está íntimamente vinculada con la trama de esta ficción: un libro “regido por el método de la postergación indefinida, casi infinita dice –Borges–, hay una víspera, pero es la de una enorme batalla, temida y esperada. El desierto es real y es simbólico. Está vacío y el héroe espera”.

El capitán Giovanni Drogo es destinado a una fortaleza militar, partió una mañana de septiembre de la ciudad para dirigirse a la Fortaleza Bastiani, su primer destino: era el día esperado desde hacía años, el principio de su verdadera vida” (página 9). Una fortaleza desconocida, olvidada y perdida en una frontera muerta, una frontera que a nadie preocupa, que a nadie importa, puesto que está frente a un desierto, que legendariamente, parece, había sido ocupado por los tártaros.

Esa Fortaleza es una especie de laberinto en el medio de la nada, “todo desde los muros al paisaje exhalaba un aire inhóspito y siniestro”, dice en un pasaje la novela.” Una fortaleza solitaria y tan separada del mundo”. Un lugar con “un aire vago de castigo y de exilio”.

Los hombres que habitan en la fortaleza tienen como misión vigilar una posible invasión de los tártaros. Una posible invasión de un enemigo que no sabe si realmente existe. La amenaza de un posible ataque es lo que está presente todo el tiempo. Se trata de una amenaza tan temida como esperada. Y es lo que da sentido a la vida de esos hombres: la espera. Por fuera de eso, nada.

“Todos allí dentro parecían haber olvidado que en alguna parte del mundo existían flores, mujeres risueñas, casas alegres y hospitalarias. Todo allí dentro era una renuncia, pero ¿a qué, por qué misterioso bien?” (página 29). Para sofocar sus deseos de irse, (esos que aún guardaba apenas había llegado) pensaba “¿Es que no puedo estar a la altura de los demás? Una partida inmediata podía equivaler a una confesión de inferioridad. Así, el amor propio luchaba con el deseo de la vieja existencia familiar” (página 34).

Tomemos esta ficción y cada uno de los elementos como una gran metáfora, quizás un paradigma literario el tema del tiempo y la muerte, el héroe trágico, el desafío y las fantasías épicas de trascendencia; la fortaleza donde es prisionero de sí mismo y de su narcisismo; la reclusión que es una reclusión en el recinto de su yo, en una espera en la que no franqueará nunca los propios límites de esa fortaleza, que es él mismo; entonces él allí, fuera del mundo y de la vida, en ese callejón sin salida donde se mantiene día tras día en el encierro de sus pensamientos y el refugio en sus fantasías; y el aislamiento quizás una defensa que mantiene a distancia del yo cualquier deseo que por deseo es vivo; entonces como aquel caballero, el del grabado de Durero, aquel que ha entrado en vida en el espacio de los muertos, él vive su vida como un gran sueño, haciendo de ese deseo siempre postergado, un deseo imposible, es decir, muerto.

 

*Psicoanalista. Miembro de Colegio Estudios Analíticos.