Esta colección de artículos, cartas, crónicas y bitácoras reunidas por los escritores Guillermo Korn y Oliverio Coelho -con un valioso prólogo de Juan Bautista Duizeide- alcanza para dar cuenta de la enorme figura de un escritor que, en su momento, al decir de Juan Carlos Onetti, “es poco conocido”, aunque la tapa anual de la revista Gente del año 1971 desmienta tal afirmación: Conti aparece junto a dos futbolistas, Carlos Bianchi y José Omar Pastoriza, entre otras personalidades. Hoy no podría decirse que Conti es un desconocido: su nombre, junto al de Rodolfo Walsh y Francisco Urondo, es un emblema, una bandera, una consigna de las luchas populares en clave de compromiso intelectual. El Centro Cultural que funciona en la Ex ESMA se llama, precisamente, Haroldo Conti. Su secuestro y desaparición -la madrugada del 5 de mayo de 1976- interrumpe una obra en pleno desarrollo. Entre los artículos que pueden leerse en la compilación que acaba de editar la colección “Clásicos Bonaerenses” impulsada por el Gobierno de la Provincia de Buenos Aires hay un texto de abril de 1976, publicado en Crisis apenas unos días antes de su desaparición. Todavía más, uno de los textos está fechado en mayo de 1976, es decir, su publicación es prácticamente del momento mismo de su secuestro. Se trata de un artículo breve, también en Crisis, donde escribe sobre “el padre Castellani” como de “un adelantado”. Son algunos recuerdos de su admiración por el sacerdote de “sotana corta” en los tiempos en que Conti era seminarista y donde, leyendo a Castellani, tuvo su primera “reflexión seria sobre literatura”. Castellani fue para Conti una especie de Padre Brown, o directamente un Chesterton local. Unos días después de la desaparición del escritor, Castellani fue invitado por el genocida Videla a un almuerzo, junto con Borges, Sabato y Ratti. El sacerdote pidió por la vida de Haroldo Conti.
La dimensión territorial -bonaerense- de los artículos aparece fundamentalmente en una crónica de viaje a la Isla Paulino, en Berisso, en la que Conti pasa tres noches conversando con isleños y descendientes de quien le diera el nombre a la isla, en La Plata. El viaje en lancha hasta la Isla Paulino, recorriendo los canales, bordeando barcos hundidos y pajonales, es el inicio de una experiencia fantasmagórica a bordo de una embarcación en la que un letrero dice: “A quien madruga Dios lo mira con asombro”.
Duizeide escribe en el prólogo que, cuando Conti realizó aquella crónica (“Tristezas del vino de la costa o la parva muerte de la Isla Paulino”), en el verano de 1975, sabía “lo que se venía”. En alguna carta incluso llegó a escribir sobre un golpe para marzo del 76, con “treinta mil muertos”, agrega. En las noches de la Isla Paulino, escucha historias de fantasmas y el rumor del río oficia el silencio, entre tallarines y vino. Uno de los fantasmas de la Isla es “la crecida”, la amenaza siempre latente de un diluvio de magnitudes bíblicas. Conti fue a la Isla Paulino con su compañera, Marta, y su amigo Roberto. Llevaron, además de cuadernos para tomar notas, un “magnetófono”. A la crónica Conti suma un “recuadro” que -explica Duizeide- “se trata de una elaborada traducción de lo oral a lo escrito y no de una mera transcripción de lo grabado”. El título del recuadro ya es una pieza en sí misma: “De la fenomenal batalla de Don Ernesto Domingo Trillo contra la puta creciente del 40”. La lectura de la “voz” de Trillo es un vicio, no se puede dejar de leer: “El 15 de abril de 1940, a las 12 del mediodía empezó a crecer. Yo estaba con mi señora y mis dos hijos. Empezó a crecer, a crecer... Yo estaba en el resguardo, estaba de encargado. Tenía ella los padres que vivían más adelante, allá en el arroyito, más adelante. Digo vieja agarrate los chicos y andate para allá, para la casa de tus viejos, porque no me gusta como viene el río. Yo había oído de la creciente, me habían hablado de una creciente del 14 que no dejó una casa sana, de la creciente del 23, que hubo otra grande, hasta me enseñaron fotos de cómo quedó todo el chaperío y maderas todas amontonadas. Yo entre mí veía cómo entraba el agua, y yo veía desde la escollera que divide el canal y que estaba muy hundida, que siempre la iban a hacer, que siempre la iban a hacer y no la hacían y entonces yo veía cuando bandeó así las piedras ¿no?, el agua entraba así, dando vueltas, no me gustaba nada. Estaba así recostado en la baranda y pensaba, ¿no se vendrá una creciente de las grandes?, ese era mi pensamiento, ¿no? Entonces agarrá, le dije, vieja andate para allá. Y no quería irse. Bueno, tanto protestando, protestando, se fue. Y yo agarré, tenía un pibe, un pibe que lo crié yo, ¿no? Nadábamos como pescado los dos, sinceramente, hasta tirábamos la piedra en el canal, y ya le digo hacíamos lo que queríamos en el agua, que esa fue la salvación”, comienza el texto.
La crecida tira abajo hasta un hotel y Don Ernesto se salva nadando a pesar de quedarse enganchado con alambres y pajonales. El relato comienza con agua dando vueltas en la escollera y no se detiene hasta tapar los techos y arrasar con perros y caballos, destruyendo todo, como un dios mitológico, delirante, desbordado y enfurecido.
En otro texto “bonaerense” -fechado en noviembre de 1966- Conti visita su escuela, en Chacabuco; es una hermosa “charla” en la que agradece, emocionado, a las maestras: “Me conmueve pensar que hace algunos años me sentaba en estos mismos bancos, aunque supongo que como alumno debí ser una verdadera calamidad. De todas maneras, en nombre de aquella pequeña calamidad, gracias. Gracias mis sabias maestras de la infancia, no solo en nombre de ese mal alumno que se vuelve desde el recuerdo y las contempla con cariño sino también en nombre de mis hijos, de mi mujer, de mis libros, de todo lo que vino después. Ustedes pusieron la alegría, yo puse la tristeza”, dice.
Textos en torno a la novela, en torno al cine, a la necesidad de hacer la revolución, su encuentro con Fidel en Cuba, cuando conversaron a lo largo de cinco horas y se abrazaron como verdaderos amigos. La crítica a Borges, a Perón, a Hemingway, Conti no duda en ningún momento: es implacable, auténtico, genial. La escritura paciente, detallada, y la urgente (como es el texto sobre la masacre de Trelew), la figura del Che que pone en ridículo al escritor “pobrecito”, la autocrítica incluso, desbordan en los artículos como una crecida en Berisso o en el Tigre, donde Conti tenía una casita para escribir, como un Hemingway hambriento, pero no de mar y aguas cristalinas, sino de río y niebla.
>Una crónica de Haroldo Conti: En prensa
Chacabuco, desde el álamo carolina
Chacabuco está incorporado a mis trabajos. Efectivamente. Y es algo que ha venido tomando cuerpo lentamente. Quizá tenga que ver con la edad: uno se va volviendo viejo, y va teniendo una especie de regresión a la infancia.
Lo que recuerdo con claridad, es el día –y ayer acariciaba la mesa, en lo de mi tío Agustín- que cené por última vez antes de lanzarme fuera de Chacabuco e irme a Buenos Aires para comenzar a trabajar, cuando para mí la vida era todo promesa, todo futuro, e iba seguro de mí mismo. Y desde allí me fui para Buenos Aires, con un traje nuevo que me hizo mi tío Bautista Iaria. Era uno de esos trajes de antes que parecían hechos de fierro, muy armados. Y así empezaba en cierta medida mi historia.
Dejé el pueblo. Se me borró, en gran medida, para mí. Vinieron otras gentes, otros paisajes, otras alegrías y otras tristezas. Poco después, concretamente cuando estudiaba Filosofía y Letras, era frecuente que regresase a Chacabuco. Me tiraba el pueblo. Pero, todavía, no había tomado distancia: es decir, no tenía sombras, no tenía historia, para mí. Era el mismo pueblo que acababa de dejar. De pronto, cuando fui creciendo más, y no venía con tanta frecuencia a Chacabuco, allí, en la soledad de la ciudad, mi pueblo fue cobrando la imagen que tiene hoy para mí: se fue poblando de sombras, de medias luces, y empezaron –tal vez a través de mi padre, que es un personaje constante en mi obra- a revenir, a volver a primer plano, personajes y situaciones que había olvidado.
De todas maneras, yo me preguntaba, mientras escribía Sudeste o Alrededor de la jaula: ¿qué raro es que no escriba algo concreto sobre mi pueblo?, que tanto incidía sobre mi vida. ¿No?
En general nunca escribo inmediatamente sobre una experiencia que tengo. Las experiencias se aposentan dentro de mí, tardan en madurar, y después de muchos años recién se me presentan como tema literario, como asunto literario. Y de pronto surgió así, ahora –si bien en mis cuentos o novelas siempre aparecía algún personaje, alguna situación o algún paisaje que tenían que ver con mi pueblo, si bien nunca había encarado de frente el tema- inesperadamente como surgen todas estas cosas: el año pasado, la revista Crisis y Eduardo Galeano concretamente, me pide una colaboración. Le entregué un cuento escrito con urgencia, muy laborioso, pero sin mucho entusiasmo. “La visita”, se llamaba. Y Eduardo, entrañable amigo, con esa sinceridad que tiene –es un compañero que aprecia lo que yo hago-, me dice: “Mirá (después de leerlo), esto no es un cuento tuyo, no es un cuento que esté a tu nivel, haceme otra cosa. Y me obligó, en cierta medida, a escribir algo que valiese la pena.
Por ese tiempo yo frecuentaba Chacabuco. No tanto la ciudad, sino una estancia de Chacabuco. Warnes es el pueblito más cerca de Alfredo Cirigliano y se llama “Los pumas”. Queda en el camino entre Bragado y Chacabuco, en el camino de tierra. Y en parte por eso, y en parte porque me sugestionaron siempre los árboles (inclusive he filmado dos documentales sobre árboles), un día viniendo hacia Chacabuco, veo un hermoso y florido álamo carolina, y, entonces, se me ocurrió: qué lindo sería contar alguna vez una historia de un hombre a través de un árbol. Y después pensé: por qué no contar toda la historia de un pueblo a través de un árbol; y entonces escribí (tenía el tema en la cabeza, pero no lo había elaborado), a pedido y urgencia de Eduardo Galeano, la “Balada del álamo carolina”. Un cuento que efectivamente es como la vida de un hombre vista a través de la vida de un árbol. Y trepado en cierta medida, metafóricamente, a ese árbol, vislumbré de nuevo al pueblo, y escribí todo un libro titulado La balada del álamo carolina.
Y así surgió ese libro, el libro que escribí con más facilidad, casi sin darme cuenta, que está próximo a aparecer –tal vez lo presentemos aquí- y que lo he dedicado a Chacabuco. Mi pueblo.
Yo soy eminentemente un forastero en Buenos Aires. No lo soporto, no hago migas con él. Me siento perpetuamente forastero, y como yo mucha gente, por supuesto. Es la soledad tremenda: esa soledad acompañada, en apariencia. Y me siento fundamentalmente un hombre de pueblo. Un hombre del interior. Y donde me reconozco es justamente aquí, en Chacabuco, donde nací, y lo quiero entrañablemente. Hoy, por ejemplo, un poco antes de esta grabación, salí a caminar por las calles, tratando de reconstruir lugares que yo conocía, la vieja tienda de mi padre, tapiales ya desaparecidos, ya borrados. Y allí, dificultosamente entre la nueva construcción, en un barrio totalmente cambiado, dado vuelta, rejuvenecido, hermoseado –aunque para mí era hermoso antes- encontré la vieja tienda de mi padre, el viejo almacén de mi padre. Y enfrente la vieja panadería de Muela. Me bastó entrar ahí un momento para reubicar todo un tramo de mi vida que había olvidado. Recordé, por ejemplo, a mi hermano saltando sobre los escalones que llevaban hacia la puerta, alta, de la tienda de mi padre. Inclusive me acordé de un pequeño accidente: al arrojarse en brazos de mi padre se cayó y se rompió la nariz, ¡pobre! En fin, reconstruí todo un retazo de mi vida.
Por ello, y por todo ello, Chacabuco está totalmente incorporado a mi obra. Y a mi vida, por supuesto, ¿no?
Este texto resultado de una grabación fue publicado en Vértebra Fermento Número 7, Chacabuco, julio de 1975 y se reproduce en Haroldo Conti: en prensa, Ediciones bonaerenses.